Los patios de Luis Barragán: el remedio para el modernismo mexicano

Caminos entre la modernidad y la tradición mexicanas nos conducen a un paseo por la Ciudad de México del siglo pasado, en especial a la casa estudio de Luis Barragán en los linderos de Tacubaya, acompañados también de Chucho Reyes, Julián Carrillo, Nahui Olin y Saturnino Herrán.

 

DANIEL OCHOA*

 


 

El de Ezra Pound es un aforismo de muchas personas conocido: “Make it new”. La fuerza de tres palabras, que al talante airado de la época deslumbraba por su lucidez, dejó un rastro ineludible en diferentes artes, de entre las que no podía faltar, por supuesto, la arquitectura. Cuando así se comienza un proceso artístico, parece difícil que devenga en un resultado infructuoso, aunque siempre prevalece el riesgo de incurrir en excesos y delirios. Es éste uno de los rasgos del modernismo, un movimiento que dio locura a quien le sobraba prudencia y osadía a quien le faltaba arrojo.

 

Mirarse en el espejo de siglos y otros asuntos pendientes en México

 

Según la circunstancia en la que se desarrollaba, el modernismo respondía de formas distintas al ímpetu creativo —a veces con más terquedad que atino—, pero la exaltación de la novedad fue siempre común en cualquier sitio. Algo peculiar, no obstante, sucedió con este movimiento en México, pues, además de dar lugar a búsquedas extravagantes, excitó la intención de cerrar algunos tópicos no resueltos, como la identidad nacional. El ansia de explorar, diríamos, se volcó sobre sí misma. Hasta entonces, ¿quién había podido definir lo que significaba la mexicanidad?

En el México de las primeras décadas del siglo xx, el modernismo tuvo un proceso particular. Su conjunción con la mexicanidad no le hizo encontrar proscripciones atroces, sino licencias inquietantes, aunque, acaso, más que la mexicanidad, era el catolicismo en ésta implícito: la anteposición del presente frente al porvenir, la predilección de la pompa sobre la moderación, la exaltación de la obra entera antes que el detalle y, en fin, la inclinación hacia los placeres, si bien no siempre exentos de culpa, regularmente exonerables. Aquella noción era una sacralidad escindida, a un tiempo suntuosa y caricaturizada, que le hacía establecer conjunciones exóticas entre el ánimo innovador del modernismo y la continuidad de la tradición mexicana. Fue Chucho Reyes quien cristalizó, al fin, la tan anhelada confluencia, pues los trazos y colores frenéticos con los que plasmaba los símbolos novohispanos enseñaron que era posible responder a la vanguardia sin romper con la herencia cultural.

Pero había algo más allá de la iconografía. En efecto, el hecho de querer soslayar lo religioso —o, incluso, negarlo, como intentaron algunos muralistas— a menudo derivaba en esfuerzos inútiles. La razón era clara: las expresiones artísticas únicamente lograban desmarcarse de los símbolos, pero no de la estructura que daba forma a todo su carácter. Aun sin participar en el rito, lo religioso había terminado por cundir prácticamente en cualquier recoveco de la idiosincrasia, dado que era el germen del que había nacido el pueblo de México. Dicha forma de ver la vida había colmado de color la tradición, y ésta, en gratitud, la entronizó en su folclor. Era un ambiente fecundo para sugerir aquello que debía entenderse por identidad nacional y las formas como ésta se expresaba consecuentemente en la plástica popular. La arquitectura no sería la excepción.

 

Barragán, ¿moderno o modernista?

 

Muy probablemente, Luis Barragán sea la figura central de la arquitectura mexicana, un ámbito en el que, no sin cierto dramatismo, a veces sincero y otras fingido, nunca han faltado obras prodigiosas. Sería ingenuo suponer que esta posición se debe al premio prestigioso que recibió, ya que el legado de su obra va mucho más allá de los límites de su disciplina. Aristócrata víctima del agrarismo, conservador engañoso, diestro del paisaje, mente sagaz del color, pero, ante todo, maestro del espacio, Barragán supo reunir en sus edificios las cualidades centrales de la mexicanidad y exponerlas ante un pueblo expectante del encuentro entre lo moderno y su tradición: el rescate del sentido de siglos en favor de la novedad. Si bien los caminos para descifrar su arquitectura hoy parecen francos, a menudo se olvida el proceso complejo con el que se catalizó su planteamiento, no menos que los significados más profundos de su obra.

Quizá sea redundante aducir que el modernismo trajo una inspiración cardinal en Barragán, quien, rumbo a la mitad de su carrera, comenzó a desligarse del estilo funcionalista para perfilar una búsqueda de la mexicanidad. La arquitectura retomaba formas simples, no por una pretensión de tipo estético, como ocurrió con el minimalismo o el racionalismo, sino, más bien, por una convicción de orden cultural: una confrontación interior que demandaba desechar lo ajeno y esgrimir lo que se asumía como propio, por humilde que fuese. Provocar un sentimiento contundente era la finalidad. En ese sentido, la arquitectura de Barragán estaba cerca de un expresionismo como el de Mark Rothko, pues la obra, por sí misma, no emanaba todo su sentido, sino al revés: el edificio era un objeto inacabado que, sólo al habitarse, adquiría un significado pleno. El Convento de las Capuchinas en Tlalpan es un ejemplo inmejorable: sus muros pálidos y trazos llanos quedan rebasados por el embeleso que suscitan. Era, por así decirlo, el arte exento de la pretensión de causar belleza: una interrogante, más que una revelación.

Incitado por un ánimo inventivo, el espíritu creador de Barragán no acalló las inquietudes por explorar nuevas posibilidades. Por entonces, Pound había sugerido liberar de su cautiverio los componentes del arte: la palabra de la oración, el color de la forma, la musicalidad de la métrica. Fue una enseñanza primordial a cuya incitación parecía irresistible no ceder, máxime en una época en la que la innovación había adquirido un valor capital en el arte. Dicha sentencia se patentizó en el proceso de creación del arquitecto mexicano, quien emancipó el muro de la estructura. En primer lugar, lo interrumpió antes de llegar al techo, pero, mejor aún, lo independizó por completo del edificio para crear nuevos espacios en el exterior. Por excelencia, el elogio a este principio se cristalizó en la Cuadra San Cristóbal y en la Fuente de los Amantes, donde los muros comenzaron a jugar un nuevo papel en la composición del espacio: se habían convertido en fuente y, en calidad de tal, participaban en el juego con el agua. Aún más fascinante es que dejaron de ser una ruptura espacial para devenir en continuidad, aunque no en un sentido horizontal, sino vertical: al ocultar la perspectiva del horizonte, daban la impresión de acortar la distancia entre el cielo y la persona. Se había perdido intencionalmente la escala en esta relación, una condición que se volvería característica en el resto de su obra.

Barragán, al igual que lo hizo Julián Carrillo con el Sonido 13, había descubierto que yacía una posibilidad dentro de otra esperando ser revelada. Si un muro se convertía en una fuente, era sólo el comienzo. Naturalmente, lo mismo podría suceder con todo lo demás. El arquitecto dedujo que había una sensación oculta en cada elemento históricamente dado —en su defecto, encontró posibilidades novedosas en la conjunción de factores aparentemente desvinculados—. Así, el reflejo de una jacaranda comenzó a iluminar el interior de un espacio, los resquicios de las ventanas se volvieron crucifijos y el aljibe devino en un espejo que apuntaba al cielo. Además, como el urinal de Duchamp, los objetos comenzaron a descontextualizarse; por eso las ollas y los jarrones se sacaron al patio, en lugar de quedar en el interior. Se trataba, en fin, de un catálogo inacabado de sensaciones que por momentos no parecía querer descifrar las intrigas de la identidad mexicana, sino maquinar un misterio aún más profundo. Era una urdimbre en el silencio de la contemplación.

 

Formas cerradas ante una identidad expuesta

 

Al estudiar la arquitectura que concibió Barragán en este último periodo, puede encontrarse un patrón recurrente: un hermetismo frente al exterior, cuya porfía raya en la negación. Este gesto se interpreta en sus fachadas, a las que, cuando no están por completo clausuradas, suelen incorporarse pocos vanos. De cualquier modo, son poco llamativas, condición que elude las miradas y disimula los prodigios que ocurren dentro. Aún más sutil es la forma de plantear los espacios interiores, en los que siempre hay un límite bien definido hasta donde alcanza la vista, o los enormes muros de sus patios, que desmarcan a la persona de su circunstancia y la colocan en un diálogo franco con el cielo. Cuando se habita una obra de Barragán, parece que el espacio se extingue más allá de los confines de la edificación y el correr del tiempo queda suspendido en un momento. En efecto, hay todo un mundo en el interior que no es posible advertir desde afuera. No es absurdo suponerlo: pareciera que algo pretende ocultarse. Varias interpretaciones despierta esta sospecha.

La búsqueda de la mexicanidad por medio del arte figuraba, a todas luces, como una empresa compleja y no pocos resabios habrían de vivirse. Cuando el peso de la historia le demandó al arte mexicano enseñar su lado tradicional —mostrarse tal cual era—, éste no hizo sino ensimismarse, encerrarse en sí. El ansia por rescatar el pasado florecía al lado de la timidez por revelarlo. De pronto, a la arquitectura le acogió una aprensión que había podido soslayar en otros estilos: en el barroco se le disimuló con la suntuosidad de sus retablos colmados de oro; en el neoclasicismo había quedado encubierta por el portento de las formas clásicas; en el decó se había fingido detrás de un arrebato afrancesado. La identidad mexicana había quedado al descubierto y debía reaccionar ante aquello que no sólo provocaba pudor, sino que había devenido en un gran escrúpulo. Ya sin ornamentos y otros artificios encubridores, se recobraron los viejos atavíos, pero ¿cómo se sentía vivir sin máscaras?

Acaso esta aflicción sea la razón por la que la arquitectura de Barragán terminó por cerrarse al exterior: era un resguardo cultural, una manía común, pero, ante todo, una cautela heredada. Octavio Paz intuyó, en El laberinto de la soledad, que el hermetismo del mexicano era un recurso ante el recelo y la desconfianza:

Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de electricidad. Atraviesa la vida como desollado; todo puede herirle […]. En suma, entre la realidad y su persona establece una muralla […]. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos, también, de sí mismo. (p. 33)

En su búsqueda por definirla, el arte dejó la mexicanidad varada en un momento, recelosa de su entorno, ávida de privacidad. La identidad fluía de un diálogo consigo misma frente al espejo de siglos, de modo que mucho tiempo tendría que pasar para poder asimilarla cabalmente. Barragán lo entendió bien y le dictó a la mexicanidad la fórmula perfecta para plantear sus aposentos en lo que pasaba la vorágine del modernismo: ante una identidad expuesta, formas cerradas. Su arquitectura, en especial sus patios, respondió con especial elocuencia a esta necesidad.

 

Refracciones de una misma sospecha

 

De la obra de Barragán —particularmente, de su condición de hermetismo— pueden establecerse muchas analogías en las artes plásticas, aunque se vuelve especialmente patente con quienes acaso sean las dos personas más desvalorizadas de la pintura mexicana: Nahui Olin y Saturnino Herrán. Ambos, que en sendos estilos daban a la figura humana un peso cardinal, encontraron en la desnudez de ésta un resquicio colmado de inspiración, aunque nunca desligada del apremio consecuente de protegerla. La lección era clara: desarropar la mexicanidad para encontrar su verdadera identidad era posible, pero se le debía desmarcar de su entorno para ponerla a salvo de la afrenta, del señalamiento y, sobre todo, del prejuicio. Si bien jamás se negaba la contemplación, tampoco se inmiscuía en la impericia de la confesión: exhibir no era sinónimo de exteriorizar; menos aún lo era mostrar de desenmascarar. Al final, siempre se conservaba con recelo algo para sí: silencio inescrutable, soledad revelada.

 

Una de las peculiaridades de Herrán fue trazar una línea negra en el contorno de la persona o del objeto representado. No parecía ser, sin embargo, un recurso para enfatizar, como podría suponerse, sino para excluir a la figura del contexto, marcar los límites entre ésta y su circunstancia. La pintura del flechador o la del viejo son ejemplos formidables: dos hombres desnudos que se cierran ante el medio que los rodea. Nahui Olin, por su parte, fue más enérgica y propuso enfatizar la experiencia personal desprendida de su entorno, del que siempre se toma una distancia: se enmarca, pero no se funde; la delimita, mas no la define. Cuando se retrataba con sus amantes o a sí misma desnuda, sea desde una colina, a bordo de un barco, en un balcón o frente a un ventanal abierto, se aprecia el fondo, pero prevalece siempre el propósito —en la composición misma de la escena— por permanecer ajena a éste. De una u otra forma, todo nos remite a la misma sospecha que despiertan los patios de Barragán.

 

“Mi máscara desaparece”: retrato breve de la casa de Luis Barragán

 

Suele sucederles a muchos artistas que una pieza explica buena parte de su trabajo. Barragán no es la excepción. En su caso, empero, no es sólo una fracción de su obra, sino del arte mexicano en general, la que se resume en su casa estudio. Ubicada cerca del barrio de Tacubaya, en la Ciudad de México, la edificación es uno de los epicentros de la identidad mexicana. Sería insulso, a mi parecer, describirla con un lenguaje estéril y técnico, pues su arquitectura se hace al sentirse y, como tal, pierde significado con una representación que no evoque sensaciones; además, hay sentimientos tan profundos que no es posible expresarlos más que con una trama fragmentada y frases dislocadas.

A propósito de tan prodigiosa obra:

Me aproximo. Veo una fachada gris: nada particular. Entro a la casa: última bocanada del mundo exterior. Estoy en el vestíbulo: cinco puertas encierran cinco misterios. Paso por el comedor: un ángel me habla en lengua extraña: es Chucho Reyes quien vacila. Alcanzo la sala: un muro discontinuo rompe el espacio, pero también el tiempo. Llego a la biblioteca: el rostro desfigurado de Picasso, explosión súbita de creatividad, pulsiones que se desbordan, sucesión infinita de etcéteras. Salgo al jardín: metáfora del mundo. Descubro la fuente de los jarrones: el agua musita palabras en árabe, castellano y náhuatl: “salam, hola, pialli” se repiten sin cesar (siempre en ese orden). Subo por la escalera: ¿es una escalera o el símbolo de una escalera? Encuentro un cuadro áureo: un soplo divino devela una ofrenda obscena, y viceversa. Sigo subiendo: algo falta, ausencia de mil años. Abro la última puerta: el tiempo no sólo se rompió, se detuvo. Llego a la azotea: el mundo se ha simplificado tanto que cabe en un patio. Reflexiono: todos los momentos quedaron comprimidos en un instante, que es el ahora. Ya lo entiendo: la identidad era sólo una ficción, por eso mi máscara desaparece. Ya no me agobia mi desnudez. No hay nada más allá, sólo el cielo.◊

 



Referencia

 

Paz, Octavio, El laberinto de la soledad, México, Fondo de Cultura Económica, 2000.

 


 

* Es licenciado en Arquitectura por Universidad La Salle y maestro en Estudios Urbanos por el Centro de Estudios Demográficos, Urbanos y Ambientales de El Colegio de México con la tesis “Los espacios de consumo y ocio como indicador de cambios en la configuración socio-espacial: el caso de los centros comerciales del oriente de la zmcm”. Es coautor del ensayo “La ineficiencia en el urbanismo de la Ciudad de México”, publicado en 2014 en las Memorias del Concurso Lasallista de Investigación, Desarrollo e Innovación.