Los otros y nosotros. El valor democrático de debatir la inclusión de los migrantes

Para toda comunidad política es esencial definir quiénes la componen y quiénes no. La migración obliga a las democracias, en particular, a replantearse sus conceptos y prácticas de ciudadanía. En este breve artículo, Luicy Pedroza nos invita a vernos en el espejo que nos presenta la migración, puesto que es mucho lo que ésta dice al respecto de la salud de los sistemas democráticos.

 

LUICY PEDROZA*

 


 

La nacionalidad es la relación formal de pertenencia entre un Estado y un individuo, y supone derechos y obligaciones recíprocas. Varias tradiciones legales toman ciudadanía y nacionalidad como sinónimos, pero no son lo mismo. La ciudadanía cobija un significado mucho más amplio: identidad, membresía, prácticas políticas y un conjunto de derechos en una comunidad política. Según Hannah Arendt, el Estado-nación se apropió de la ciudadanía1 y a partir de entonces la nacionalidad se convirtió en la condición esencial para tener derechos. Los Estados les confieren la nacionalidad a los individuos al nacer para facilitar la preservación intergeneracional de su población ciudadana. La vía tradicional para que las personas no nacidas en su territorio o que no sean descendientes de sus nacionales adquieran derechos políticos es la naturalización. Éste es un proceso que, como su nombre sugiere, asume que la persona puede cambiar su esencia y, por lo tanto, renunciar a la nacionalidad de origen.

Hoy en día, dos tendencias están debilitando la nacionalidad como atributo primordial y exclusivo para ejercer la ciudadanía: la aceptación de la doble nacionalidad2 y la extensión del sufragio a los residentes extranjeros no naturalizados.

Nacemos en un mundo dividido en Estados y, en realidad, no es decisión nuestra el Estado al que pertenecemos: lo decide el accidente de nacer en un lugar o de unas personas que tienen ciertos documentos de nacionalidad. La pregunta fundamental para muchas democracias receptoras y emisoras de migrantes es entonces: ¿permitiremos a las personas decidir adónde y cómo quieren pertenecer?

Esta pregunta es de enorme valor para las sociedades democráticas porque las obliga a sopesar la libertad de los individuos y el valor de la ciudadanía en sus diferentes acepciones (incluida la nacionalidad reducida a definiciones étnicas). Los debates sobre la inclusión de los migrantes en las comunidades de llegada reavivan viejas tradiciones de pensamiento político que no siempre han ido de la mano, pero que han generado diferentes conceptos de ciudadanía: por ejemplo, la ciudadanía entendida como libertad y autonomía para decidir la propia pertenencia o aquélla entendida como la capacidad de participar. Sobre estas acepciones se montan nuevas, como la ciudadanía posnacional, multinivel o universal. Estos debates colocan la ciudadanía fuera del molde del Estado-nación, reubicándola por debajo, por encima o fuera del estatus formal de nacionalidad.3

Aunque no parece mucho, 3.5% de población migrante internacional ha bastado para generar preguntas respecto a la pertenencia y participación en Estados de origen y de recepción de migrantes. Las sociedades que se dicen democráticas, pero que someten a una proporción importante de sus habitantes adultos a sus decisiones políticas, sin permitirles participar de forma alguna en su elaboración, enfrentan un déficit democrático. Para solucionarlo, los parlamentos democráticos oscilan entre cambiar los requisitos de la naturalización o extender el sufragio a los residentes inmigrantes no naturalizados. La segunda opción abre una vía alternativa, fuera de la nacionalidad, para restaurar la legitimidad y representación democrática de la comunidad política (por lo menos en un nivel local).4 Sin embargo, esta opción suele requerir reformas constitucionales y una tortuosa construcción de consensos políticos alrededor de una las cuestiones más controvertidas de la teoría democrática: cómo regenerar una comunidad política democrática.

Pocas sociedades democráticas quieren verse en el espejo que les ofrece la migración para reconocerse y ver cómo están cambiando. Algunas se atreven y descubren que son muy selectivas de las experiencias de migración que admiten. Hasta hoy, más de 115 países han dado el sufragio a sus emigrantes,5 pero apenas unos 40 han discutido dárselo a los inmigrantes residentes.6 México ejemplifica un punto en la larga escala de grises de la aplicación desigual de la ciudadanía transnacional para inmigrantes y emigrantes.7 Los mexicanos residentes en el exterior han gozado de una oferta cada vez más amplia de políticas públicas que los gobiernos mexicanos les acercan por medio de su red consular; cada reforma electoral, desde 2006, les ha ampliado sus derechos políticos.8 Desde 1999, los mexicanos por nacimiento pueden adoptar las nacionalidades que quieran, sin perder la mexicana. En cambio, los inmigrantes residentes tienen prohibido inmiscuirse en asuntos políticos y deben renunciar a su nacionalidad de origen para tomar la mexicana. Aún peor: ni habiéndose naturalizado pueden alcanzar el conjunto de derechos ciudadanos que tienen los mexicanos por nacimiento. Ésta es una ciudadanía transnacional entendida de forma asimétrica y a la carta.

Hay políticos populistas y partidos de extrema derecha en todo el mundo que instrumentalizan la migración como una amenaza para la preservación de sus comunidades políticas y que postulan que es su derecho democrático rehusarse a aceptar inmigrantes e incluirlos en su toma de decisiones. Quien piensa así, en mi opinión, poco entiende de instituciones democráticas.

Redefinir nuestros conceptos de ciudadanía para incluir a las personas migrantes no es un tema de caridad, hospitalidad o solidaridad. No es siquiera un tema de reciprocidad o congruencia con la forma que quisiéramos que “nuestros” emigrantes fueran tratados, sino de la fortaleza de los pilares que sostienen nuestra democracia.◊

 


 * LUICY PEDROZA

Es investigadora de tiempo completo en el Instituto de Estudios Latinoamericanos del Instituto Alemán de Estudios Globales y Regionales (giga). En fechas próximas habrá de incorporarse a la planta académica del Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México.

 


1 The Origins of Totalitarianism, Nueva York, Shocken Books, 1951.

2 Maarten Vink et al., “The international diffusion of expatriate dual citizenship“, Migration Studies, 2019.

3 Por ejemplo, véase el reciente debate “Cities vs. States: Should Urban Citizenship be Emancipated from Nationality?”, publicado en enero de 2020 por el Observatorio Global de Ciudadanía (globalcit), disponible en <http://globalcit.eu/cities-vs-states-should-urban-citizenship-be-emancipated-from-nationality/>.

4 Luicy Pedroza, “The Democratic Potential of Enfranchising Resident Migrants”, International Migration, 2014, disponible en  <https://doi.org/10.1111/imig.12162>.

5 idea, “Voting from Abroad Database”, disponible en <https://www.idea.int/data-tools/data/voting-abroad>, consultado el 3 de febrero de 2020.

6 Luicy Pedroza, Citizenship beyond Nationality. Immigrant Voting Rights across the World, Pensilvania, University of Pennsylvania Press, 2019.

7 Luicy Pedroza y Pau Palop (“The grey area between nationality and citizenship: an analysis of external citizenship policies in Latin America and the Caribbean”, Citizenship Studies 21, núm. 5, 587-605, 2017) muestran otros casos más en la escala de grises.

8 Alexandra Délano, México y su diáspora en Estados Unidos. Las políticas de emigración desde 1848, México, El Colegio de México, 2014.