Los dos Reyes y los dos laberintos

Bernardo Reyes y su hijo Alfonso son parte de la historia de México; el primero, en cuanto político y militar; el segundo, en cuanto escritor y diplomático. Sus destinos fueron igualmente divergentes: uno marcado por la violencia; el otro, por la cultura. Sin embargo, la obra del hijo no falta a la memoria de su padre, al que recuerda en dos poemas famosos, y más o menos explícitos, pero también —como dice Liliana Weinberg, siguiendo a Henríquez Ureña— en una de sus mejores obras, Ifigenia cruel, escrita “con hilos de historia íntima”.

 

LILIANA WEINBERG*

 


 

La figura de Bernardo Reyes, el general y gobernador ilustrado de Nuevo León, padre del escritor Alfonso Reyes, constituye una presencia decisiva en la obra y en las meditaciones del hijo, que incidió en su vocación, marcó su trayectoria y actuó al mismo tiempo como desafío para su propia autoconstrucción como hombre de letras. Se trata de una figura que, si bien en algunos momentos se evoca de manera declarada, en la mayoría de los casos aparece de manera velada, secreta, en clave. He aquí, entonces, para tomar el título del relato borgeano, la posible confrontación de dos trayectorias vitales que se entrecruzaron, confluyeron y separaron en el tiempo a través de distintos modos de buscar la salida al laberinto de la vida política y la cosa pública.

Hay en primer lugar un aliento originario, un tono lírico, personal, en la obra de Reyes, que evoca un orden asociado al íntimo mundo de la infancia, regida por la presencia fuerte del padre, garante de ese orden, asociado a la casa de la calle Degollado, y que nos conduce a una visión del paraíso:

No he tenido más que una casa. De sus corredores llenos de luna, de sus arcos y columnas, de sus plátanos y naranjos, de sus pájaros y aguas corrientes, me acuerdo en éxtasis… De esa visión brota mi vida. Es raigambre de mi conciencia, primer sabor de mis sentidos, alegría primera, y, ahora en la ausencia, dolor perenne. Era mi casa natural, absoluta… Lloro la ausencia de mi casa infantil con un sentimiento de peregrinación, con un cansancio de jornada sin término…

Esta imagen de un orden garantizado por la presencia del padre se verá pronto atravesada por un sentido inminente de caída que este joven tan perceptivo vive en lo personal y que podría trasladarse a una estructura de sentimientos generalizada en la época en que declina el orden porfiriano: una sorda amenaza que no por casualidad años después habría de culminar con el estallido de la Revolución.

La admiración de Reyes por su padre es muy grande, dada la dimensión moral y patriótica de este “militar culto”, pero es también grande la lucidez de quien se atreve a someter a observación y crítica su figura: “Mi padre, primer director de mi conciencia, creía en todas las mayúsculas de entonces —el Progreso, la Civilización, la Perfectibilidad Moral del Hombre— a la manera heroica de los liberales de su tiempo”: magnífica imagen de esos pilares sobre los que se había erigido el edificio laico del positivismo (orden y progreso): términos absolutos cuyos alcances el propio Reyes y el Ateneo habrán de criticar e intentar completar.

La figura del padre es fundamental para entender algunas claves de la obra del hijo, como lo prueba ese segundo momento, iluminador, de su crecimiento personal, que es la ruptura con el orden paterno, que lo conduce a la vez a una ruptura con el viejo orden porfiriano: ambos Reyes representan, así, dos etapas en la vida misma de México. La relación de Alfonso y su padre traduce el cambio de época que les tocó vivir.

Coincidirán el comienzo de la madurez y la emancipación de Reyes, su salida de la casa y de la tutela paterna, con la incorporación a esa nueva corriente de curiosidad y renovación intelectual que fue el Ateneo. En carta de 1908, Alfonso confía a su amigo Pedro Henríquez Ureña las crecientes diferencias con el padre: “Para él sólo vale la acción: para él el Arte es ‘un instrumento’ […]. En fin, lo que yo me temía: ya no estoy dentro de casa”. Esta confidencia al amigo coincide con esa hora cruda en que el joven toma una distancia crítica y decide salir del ámbito familiar para ver el mundo y encontrar lazos de amistad y nuevas formas de identificación generacional: afinidades electivas.

Recordemos la inmejorable descripción que hace Reyes en “Pasado inmediato” del desmoronamiento del régimen porfiriano: “nuestros directores positivistas tenían miedo de la evolución, de la transformación”. Se trata de un balance excepcional del fin de una época y del carácter excluyente de ese grupo en el poder que, paradójicamente apoyado en la idea de evolución, se oponía al cambio: fue a través de una “cuarteadura invisible” en ese orden vetusto como “se coló de repente el aire de afuera” y “estalló como bomba…”. Gráfico retrato de la oposición entre los defensores del viejo orden clausurado y la aparición en la escena pública de una nueva generación, atenta al rumor de la calle.

Este prolegómeno nos permite pasar a la idea de juventud que se vincula al nombre del Ateneo: ese grupo de tan altas inquietudes intelectuales, y de extensión de la cultura, que dará impulso y aliento a la vocación del joven Reyes, y que tanto le deberá a su vez a él, en cuanto impulsor de distintos proyectos en ese momento crucial de ocaso del Porfiriato y comienzos del maderismo y la revolución. “Juventud” es un término que envía a un reconocimiento generacional y constituye una palabra de pase, un programa de renovación y una actitud de cambio, de ruptura, de curiosidad. El Ariel de Rodó está dedicado a la juventud americana. Juventud es también lo opuesto a ese sector que representa al viejo orden. Los propios jóvenes gritaron en su momento “¡Momias, a vuestros sepulcros! ¡El porvenir es nuestro!”, en respuesta a esa todopoderosa presencia del grupo positivista enquistado en el poder.

Esto nos conduce a la posibilidad de poner en contraste, a través de las figuras del padre y el hijo, dos formas de leer la vida y la literatura, en que se encuentran dos posibles “bibliotecas”: dos modos de salir del laberinto.

Alfonso trazará varias veces las diferencias y semejanzas con la figura de su padre:

Él vivía en Monterrey […] yo vivía en México. Él me llevaba más de cuarenta años y se había formado en el romanticismo tardío de nuestra América. Él era soldado y gobernante. Yo iba para literato. Nada de eso obstaba. Mientras en México mis hermanos mayores, universitarios criados en una atmósfera intelectual, sentían venir con recelo las novedades de la poesía, yo, de vacaciones en Monterrey, me encontraba a mi padre leyendo con entusiasmo los Cantos de vida y esperanza de Rubén Darío, que acababan de aparecer.

Recuerda Reyes en algunas páginas autobiográficas: “Tu casa es la escuela de la Naturaleza —solía decirme mi padre años más tarde, cuando volvía de vacaciones a mi tierra. Porque temía que me hubiera sofisticado del todo la vida de México y el excesivo trato de los libros”. Inmensa paradoja: las lecturas del padre contra los libros del hijo.

La Capilla Alfonsina conserva en sus acervos el recuerdo de ese padre garante del orden, militar y político culto, figura respetada no sólo como político y militar sino también como hombre de cultura, que atesora una amplia colección de libros y comparte lecturas con sus hijos, a quienes hace conocer grandes obras literarias de la tradición hispanoamericana y de la literatura universal.

Hay un momento memorable de encuentro, de equilibrio, de “tregua”, en la relación con el padre, cuando Alfonso y su amigo Pedro Henríquez Ureña logran su apoyo para la publicación del Ariel de Rodó: una iniciativa en que coinciden, para beneficio de la historia intelectual de América Latina.

Pero hay sobre todo un hondo desencuentro, ya que para el padre el escritor está subordinado al político: la figura fuerte es la del servidor público, gobernador, militar, hombre de acción, hombre de leyes, y la lectura está prioritariamente en la base de la formación del ciudadano: “literario” no deja así de ser para él un adjetivo. La vocación por la literatura señalará para el hijo otro camino, que a su vez desembocará en la posibilidad de tejer redes letradas, construir proyectos centrados en el libro y ejercer la “diplomacia de las letras”: una respuesta posible a otro modo de hacer política.

Hay una tensión muy fuerte entre la vocación del hombre de acción, del hombre público, y del escritor, que delatan dos concepciones diversas de la función de la literatura y su relación con la vida ciudadana. Como respuesta implícita a la muerte del padre, Alfonso procurará demostrar que la letra y la diplomacia son también dos formas de alta política.

Y desde luego que es posible descubrir aquí un “núcleo duro” para comprender ese momento abismal de la vida de Reyes que está también en el principio de la Decena Trágica, cuando se produce la muerte violenta del padre. Es un momento tremendo, decisivo, al que Reyes volverá una y otra vez de manera pública y secreta a lo largo de los años. A través de esa poesía magnífica que escribe en Río de Janeiro en 1932: “9 de febrero de 1913”. Y existe también un texto anterior, secreto, poderoso, fundamental, la “Oración del 9 de febrero”, escrita en Buenos Aires en 1930, que precisamente por su radical importancia Reyes mantuvo oculta en un cajón de su escritorio y que sólo salió a la luz varios años después de su propia muerte.

Hay, por fin, otra posible dimensión por explorar, que es la de ese paso arquetípico y universal del viejo orden del padre al nuevo mundo del hijo, en el que el más joven debe decidirse entre seguir la tradición, obedecer a los lazos familiares y a los signos de pertenencia, o romper el círculo, a riesgo de mostrarse desobediente y descastado. Esto queda magníficamente pintado en la Ifigenia cruel, ese poema que Henríquez Ureña describió como un tejido hecho “con hilos de historia íntima”, en cuya versión final Ifigenia decide “aferrarse a la nueva patria”. Esa “red de la necesidad”, ese destino trágico que Reyes ve abrirse ante él tras la muerte de su padre y la caída del mundo protegido por viejas certezas, ese abismo que se asoma al desorden y al caos: es a todo ello a lo que Reyes responde con ese impulso lírico, con esa opción por la libertad y la palabra que resulta ser uno de los temas centrales de toda su obra.

El orden de un mundo acabado por la guerra, la muerte, la violencia, y la permanente opción entre regresar a él para retomar los lazos familiares, pero al precio de continuar la cadena de venganzas y muertes, o reconocerse solo y exiliado, rompiendo con él. Es la opción de la reinterpretación que hace Reyes de la figura trágica de Ifigenia.

Algo de ese “núcleo duro” de sentido se trasluce en la obra de Reyes: un pasado épico que deriva en un panorama trágico y violento planea sobre el escritor que decide optar por la palabra. El duelo por el padre y por la herencia de sangre de México lo lleva, como a Ifigenia, a optar entre regresar a cumplir con un destino atado a la cadena de muertes y venganzas, o abrazar el camino de la libertad. Una elección no menos riesgosa, no menos desafiante, no menos heroica. Fundación por la palabra, opción por la historia: un yo que se ignora hasta que averigua su propio pasado y descubre su verdadero nombre. Reyes se reconoce en Reyes. Hay así, en el impulso poético de Reyes, un aliento originario, el del “peregrino en su patria” que “regresa como un hijo pródigo”.

Se cumple en Reyes, como en la historia hispanoamericana toda, ese momento de elección entre perpetuar el circuito de lucha y violencia o pasar a otra etapa, menos ruidosa, menos vistosa, aunque no por ello menos admirable: superación de su destino y construcción de un orden legal e institucional.

Disputa de las armas y las letras. El héroe, liberado de las ataduras de una historia de sangre y venganza, se inventa a sí mismo, se hace escritor, civilizador y fundador de instituciones. Me refiero a la nueva Ifigenia, a México, a Reyes: ese gran fundador de cultura, de instituciones, de letras y de sí mismo, ese “hijo pródigo” de la palabra que siempre nos convoca.◊

 


* LILIANA WEINBERG

Es investigadora en el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe (cialc) de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam), docente de la Facultad de Filosofía y Letras de la misma universidad y miembro de la Cátedra Alfonso Reyes del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey.