Libre expresión en la era digital

¿Hasta qué punto es o debe ser libre la libertad de expresión en las redes sociales? Etienne Luquet Farías aborda la complejidad de los derechos digitales frente a las regulaciones de las plataformas mismas y el control estatal.

 

ETIENNE LUQUET FARÍAS*

 


 

Las plataformas y redes sociales, tecnologías que han crecido de forma exponencial por su efecto de red, se han convertido en lugares de intercambio para todo tipo de información y opiniones. Nunca antes las personas habían tenido acceso a este tipo de ágora en la que cualquier ciudadano común puede interactuar con famosos y políticos en un nivel de igualdad. Esta nueva clase de espacios, a pesar de tener un alcance masivo y de incidir directamente sobre la discusión pública, no dejan de ser privados y de estar sujetos a los términos y condiciones establecidos por las propias plataformas.

En pocas palabras, nadie tiene derecho a tener una cuenta en estas plataformas si no se cumplen sus reglas. Lo anterior ha generado una intensa discusión en todo el mundo sobre si este modelo es el adecuado para tener un debate público robusto y, por ende, si es necesario que el Estado lo regule para corregir posibles excesos.

  

La libertad de expresión en el sentido clásico y sus alcances

 

Ningún derecho humano es absoluto. Su ejercicio se ve limitado por intereses estatales relevantes, así como por el ejercicio de otros derechos. En las democracias liberales, estos choques entre intereses que compiten se resuelven normalmente, caso por caso, por el Poder Judicial.

La libre expresión es un derecho esencial para el funcionamiento de una democracia. Se entiende como la posibilidad de expresar libremente las ideas de todos aquellos que integran el compacto social a fin de ponerlas a competir en un libre mercado. Las ideas más convincentes serán las que prevalezcan. No obstante, existen categorías de expresión que no pueden estar sujetas a ningún tipo de protección, en atención a su contenido o a las consecuencias que su transmisión puede tener en el mundo real.

Categorías como la pornografía infantil, las obscenidades o la difusión de noticias falsas que tengan como efecto producir un daño claro y presente no se encuentran protegidas por la Constitución ni por los tratados internacionales. La libre expresión de funcionarios o de personas públicas también se encuentra sujeta a tratamiento diferenciado en atención a la asimetría que existe entre los emisores y los receptores. Por otra parte, casi toda democracia liberal prohíbe la censura previa. Es posible decir o publicar cosas sin que esto pueda prohibirse por anticipado, lo que no exime a esas conductas de conllevar responsabilidades civiles y penales.

Así, parecería que las reglas del juego sobre qué es lo que el Estado puede regular como formas y contenido de expresión son claras y permiten una administración racional sobre lo que puede o debe censurarse.

No obstante, en la era digital se han abierto nuevos espacios para la libre expresión, para los cuales no existen reglas definidas sobre lo que es o no es posible. Twitter, Facebook, LinkedIn, YouTube, Instagram, Twitch, Discord, Clubhouse, entre muchos otros, son espacios privados a los que las personas acceden sin costo alguno y en donde pueden intercambiar libremente datos, imágenes, documentos y opiniones. Lo que puede decirse o compartirse está regulado directamente por los términos y condiciones de uso de cada una de las plataformas. Asimismo, la violación de estos términos puede tener como consecuencia la suspensión o expulsión de la plataforma.

Estos espacios han dado lugar a nuevos cuestionamientos sobre el alcance de la libre expresión, así como acerca de cuáles deben ser las respuestas del Estado a posibles abusos por parte de los usuarios de las plataformas o a la posibilidad de que sean las propias plataformas y redes sociales las que limiten qué es lo que puede decirse —o no— en sus espacios.

 

La libertad de expresión en las plataformas electrónicas y en las redes sociales

 

Las plataformas y redes sociales actúan de conformidad con sus términos, condiciones y programación. En este sentido, cualquier intento de regulación puede neutralizarse rápidamente mediante la modificación de estas reglas internas y con la posibilidad de exigir de nueva cuenta a cualquier usuario que acepte las mismas para poder seguir utilizando sus servicios, máxime cuando existe la posibilidad de acceder a internet mediante protocolos que garantizan cierto anonimato y que hacen muy difícil cualquier intento de fiscalización por parte de un regulador estatal. En este sentido, el código es ley y toda posibilidad de regulación debe abordarse desde esta premisa de cierta independencia tecnológica. Así, una plataforma puede cambiar a voluntad sus términos y condiciones o, incluso, la programación de su plataforma a efectos de esquivar posibles regulaciones o acciones legales.

Por otra parte, las redes sociales operan bajo la presunción de que no editorializan, sino que simplemente son un medio mediante el cual se permite a los usuarios expresar sus puntos de vista. Tal es la regulación en Estados Unidos, según la Sección 230 del United States Code, donde las plataformas y redes sociales se tratan como espacios de opinión de particulares que no se encuentran sujetos a las responsabilidades de personas que editorializan, como sucede en otros medios, como los periódicos, la radio o la televisión.

No obstante, la definición de lo que puede constituir o no una editorial es sumamente vaga cuando hablamos de plataformas y redes sociales, puesto que ellas tienen la posibilidad de cancelar cuentas, obligar a borrar cierto tipo de expresiones (Twitter puede suspender cuentas si determinados tuits no se borran, por ejemplo) o definir qué tipo de información puede considerarse fidedigna. En este sentido, la posibilidad de regular quién puede participar y qué es lo que puede decirse en una red social puede convertirse en una forma clara de editorializar o de apoyar determinadas posturas ideológicas, económicas o políticas.

Asimismo, en términos estrictamente económicos, las redes sociales no constituyen monopolios. En la mayoría de los países, cualquier persona puede crear su propia plataforma y definir los términos bajo los cuales los usuarios interactúan dentro de ella. Hoy en día existen diversas opciones tecnológicas serias para que cualquier persona pueda dejar Facebook o Twitter y mudarse libremente a otras opciones, como Gab, Mastodon, Diaspora, etcétera.

El problema es que incluso el acceso a plataformas distintas puede prohibirse o complicarse si se restringe su compra o instalación en las tiendas de aplicaciones de Apple o Google, o en los servidores de la red. Tal es el caso de la aplicación Parler en Estados Unidos, la cual fue vetada en todos los mercados de aplicaciones y se excluyó de los servicios web de Amazon al considerarse que había sido la vía a través de la cual las personas que apoyaban al expresidente Donald Trump emitieron mensajes de corte insurreccional y se pusieron de acuerdo para tomar el Capitolio en Estados Unidos el 6 de enero de 2021.

Ahora bien, los términos y condiciones de las plataformas y redes sociales establecen límites a los tipos de contenido que prima facie no se encuentran protegidos por la libre expresión, como el discurso de odio, las amenazas, el acoso o el spam. Así, se entiende que existe una autorregulación que pretende salvaguardar un mercado de ideas en el cual todas las personas puedan expresarse sin miedo alguno.

El estado actual de las cosas es que se permite que las redes sociales sean las que determinen por sí mismas los parámetros de los discursos que se tolerarán, aunque ya existen diversas iniciativas en muchas partes para regularlas, bajo el argumento de que son espacios en los cuales se editorializa o simplemente se excluye a ciertas personas en función de sus ideas o inclinación política.

No obstante, hemos tenido circunstancias en las que ha existido una intromisión indirecta por parte del Estado respecto de cómo puede manejarse una persona en sus redes sociales. Tanto en México como en Estados Unidos, diversos jueces han determinado que un servidor público no puede bloquear a los ciudadanos a efectos de seguir sus publicaciones en Twitter o Facebook, puesto que esto representa una violación a la libre expresión y al derecho a la información. Para que esto se actualice, es necesario que el servidor público se ostente como tal en su cuenta (actúa como autoridad) y que la información que se difunda se relacione con el ejercicio de su cargo. No obstante, en el supuesto de que el servidor público sea objeto de comportamientos abusivos, tales como amenazas, puede justificarse el bloqueo.

En este sentido, si bien no existe un reconocimiento explícito de que las plataformas o redes sociales se constituyen como un espacio público en el cual la libre expresión debe garantizarse según los parámetros establecidos en la Constitución y la jurisprudencia, sí es posible considerar que el ejercicio de este derecho puede ser objeto de escrutinio judicial en atención a los sujetos que interactúan dentro de ellas.

Desde mi perspectiva, se reconoce la existencia de un derecho al abucheo a funcionarios públicos, independientemente del espacio en el cual se ejerza la libre expresión. Cabe destacar que toda esta discusión soslaya la posibilidad que tiene todo usuario de Twitter o de Facebook de simplemente silenciar a las personas que no le caen en gracia a efectos de no ver publicaciones que puedan resultarle molestas.

En paralelo, debe considerarse que existe una clara asimetría entre la expresión de un servidor público y la de un ciudadano común. El alcance de lo que pueda decir un servidor público y la respectiva crítica que puede hacerse por parte de los gobernados no puede equipararse a ciudadanos que ejercen su libre expresión.

 

Soluciones tecnológicas para la censura de contenidos por parte de actores privados o públicos

 

El mundo de la tecnología ha hecho surgir movimientos que consideran el internet un espacio libre de cualquier regulación estatal. El movimiento cypherpunk, por ejemplo, considera que el internet y los programas de computación que ahí corren deben ser descentralizados, sin que exista ningún tipo de autoridad privada o pública que intervenga en su funcionamiento. Una prueba de lo anterior es Bitcoin, que es un código de computación que funge como contabilidad o dinero virtual y que para poder funcionar únicamente depende de los usuarios que corren el programa en sus computadoras. Se trata de un sistema que no puede apagarse y que no tiene a una persona o institución a la cual pueda reclamársele. No existe un interruptor que lo detenga. Claramente, esto no significa que en algún momento el Estado pueda decidir prohibir este tipo de sistemas y terminen sin tener una utilidad práctica en su territorio.

No obstante, la evolución del internet ha llevado hacia una centralización que pasa por la definición de entidades privadas o públicas, mismas que fungen como puertas de acceso a los servicios que uno puede dar o recibir en el ciberespacio. Estas entidades son lo suficientemente grandes como para poder ser reguladas y fiscalizadas por el Estado. Las compañías big tech, como Google, Amazon, Facebook, Apple o Microsoft, se constituyen hoy en día como las puertas de acceso al internet y a lo que las personas con poco conocimiento técnico pueden hacer en él.

De nueva cuenta, la tecnología ofrece una salida a este tipo de control sobre lo que puede o no decirse en internet. Ya existen aplicaciones descentralizadas y con criptografía que permiten la comunicación entre sus usuarios. Tal es el caso del servicio de mensajería Sphinx, cifrado y montado sobre la base de Bitcoin, que permite a los usuarios compartir información sin que ningún actor interno o externo pueda tener acceso a ella. Este tipo de tecnología puede reproducirse sin ningún problema para hacer redes sociales tipo Twitter y Facebook completamente pseudónimas o anónimas.

Además, ya existen prototipos de una nueva arquitectura de internet, como Urbit, en los cuales se otorga al individuo la posibilidad de determinar de forma libre los datos que comparte y con quien lo hace, sin pasar por un tercero. Si bien este tipo de propuestas aún se encuentran en desarrollo y necesitan de cierto conocimiento técnico para poder utilizarse, no cabe duda de que se perfilan como opciones a las que cualquier persona podrá recurrir en un futuro cercano.

En este sentido, presenciamos un fenómeno novedoso en el cual el discurso público en redes sociales privadas pretende regularse (con o sin la intervención estatal) y, en consecuencia, tenemos la huida de varias voces a espacios en los que nadie puede, ni podrá, censurarlas. Lo anterior genera preocupación, ya que desaparecen los espacios de entendimiento común y se aviva la creación de cámaras de eco en las que únicamente se reiteran y amplifican los mismos puntos de vista. En pocas palabras, la muerte de un mercado de ideas.

 

Conclusión

 

La tecnología avanza a un ritmo mucho más rápido que cualquier intento de regulación estatal. Todos los días nacen nuevas aplicaciones dedicadas a la libre transmisión de ideas con nuevos modelos de negocio. Casi todas parten de la idea de eliminar como filtros de la información a los intermediarios clásicos. Por ejemplo, Clubhouse es una nueva aplicación que permite a cualquier persona entrar a un salón virtual a platicar de lo que quiera en el momento que quiera, haciendo innecesarios a intermediarios, tales como los entrevistadores de radio, televisión, YouTube o podcasts, para poder transmitir una idea de forma instantánea. En paralelo, ya existen nuevas plataformas descentralizadas en las que es imposible ejercer algún tipo de censura, al no existir un individuo o corporación que pueda ser centro de imputación de responsabilidades.

La posibilidad de restringir lo que se dice o se hace en cualquier plataforma o red social por parte del Estado parece ser una mala opción, puesto que censuraría expresiones legítimas de cualquier parte del espectro ideológico o, en su caso, requeriría de mucho dinero y esfuerzo regulatorio en el ámbito global para su implementación. Hoy en día, cualquier persona puede bajar un código para correr en su computadora utilizando Tor (otro sistema descentralizado, por cierto).

¿Vamos hacia un paraíso cypherpunk en el cual el internet será realmente un espacio libre para decir lo que cada uno quiere, con todos los riesgos reales que esto conlleva para nuestras democracias? Todo indica que sí. Por lo mismo, debemos pensar en formas creativas para que esto no derive en una distopía global de pequeños grupos que son incapaces de establecer comunicación en temas de convivencia común.◊

 


* ETIENNE LUQUET FARÍAS

Es abogado por el Instituto Tecnológico Autónomo de México y maestro en Derecho Constitucional por la Harvard Law School. Ha sido director general de Servicios Legales del Instituto Federal Electoral y coordinador en la Secretaría Técnica de la Presidencia de la Suprema Corte.