Libertad a la vista. Ochenta años de la llegada del Sinaia al Puerto de Veracruz

Este año se cumplen ochenta de que atracara en Veracruz el primer barco de refugiados españoles, el Sinaia. Detrás de él llegarían otros. Pero, como suele ocurrir, es el primero el que los representa a todos y, más generalmente, simboliza la llegada de todos los republicanos españoles exiliados en nuestro país. José María Espinasa leyó el siguiente texto en Veracruz, durante la conmemoración de la llegada del Sinaia a México.

 

JOSÉ MARÍA ESPINASA*

 


 

La conmemoración de un hecho como la llegada a México del exilio republicano español tiene siempre algo de contradictoriamente dramático: es un hecho teñido de tristeza: la derrota del gobierno democrático por un alzamiento militar de carácter fascista; el dolor y el desarraigo que trajo a un pueblo están presentes y, a la vez, las ganas de celebrar su llegada a nuestro país con una fiesta. Esa condición de drama está encarnada inevitablemente en sus símbolos, y uno de ellos fue la llegada de esos —llamados con tino por Fernando Serrano Migallón— “barcos de la libertad” que llegaron a estas costas veracruzanas hace ochenta años. Pero los símbolos se vuelven crípticos y a veces perdemos de la memoria lo que en ellos se concentra y hay que recordarlo cada cierto tiempo. Eso es lo que nos piden las conmemoraciones: volver a hacer explícitos los símbolos. A mis abuelos paternos se les humedecían los ojos con la pura sonoridad de la palabra Sinaia. Josep Espinasa Masssagé, mi abuelo, no había llegado en ese barco sino en el siguiente, el Mexique, pero el primero los resumía a todos, al Ipanema también, y al Niassa, y a los que ya en goteo siguieron trayendo refugiados a México, a los que llegaron por Estados Unidos, incluso a los que llegaron por otras vías después y de diversas formas: todos son —somos— pasajeros del Sinaia.

Hubo antes posibilidades similares de encarnación simbólica, con el mismo derecho y contenido emotivo. Baste recordar la llegada a México de los Niños de Morelia o la fundación de La Casa de España. Pero los barcos tenían algo de antiguo, de viaje homérico, y también de eco de aquellos, también tres, que habían traído a Colón a este continente y que habían provocado ese encuentro de culturas que hoy tenemos que entender de una manera muy distinta de la que se ha contado, y saber que ese descubrimiento también fue contradictorio y trajo la destrucción de una cultura y de una sociedad. Estos barcos, los de la libertad, no traían conquistadores sino refugiados, una condición que debe —debería— ser sagrada. Se les daba asilo a personas perseguidas por sus ideas, por su lucha social, por su opción política. Para entonces, en Alemania ya había empezado la persecución de personas por su raza y su religión. Durante varias generaciones pensamos que la civilización se había sobrepuesto a lo que entonces sucedió, pero hoy, con lo que está ocurriendo en Estados Unidos o en Brasil, es necesario volver a pensar esos símbolos, y de manera subrayada.

Hay gestos que parecen intrascendentes, pero que la historia carga con un sentido insospechado. Los estudiantes de relaciones internacionales de todo el mundo estudian lo que hizo la diplomacia mexicana en aquellos años como uno de los ejemplos de sensibilidad e inteligencia en beneficio de una postura ética y del papel de un país ante un conflicto externo. En aquella gestión se basó buena parte de nuestra normatividad diplomática posterior, durante algunas décadas, y los especialistas en el tema la han estudiado con cuidado y rigor, como un asunto ejemplar. Y eso hay que tenerlo presente en el día a día actual por las amenazas que ensombrecen al país del otro lado de la frontera.

Aquí me quiero ocupar de esos gestos, más cotidianos, que acaban fundamentando el sentido de los símbolos que hoy conmemoramos. Por ejemplo: en medio de la inmensa labor de la representación mexicana en Francia, Susana Gamboa tuvo una idea inspirada: subir al Sinaia papel y una pequeña prensa para hacer, durante el viaje, un diario de a bordo, un periódico que informara de la cotidianidad del viaje y sirviera de elemento didáctico y cohesionador del grupo que viajaba a costas mexicanas. Fue mucho más que eso. El diario se volvió un símbolo, tan emotivo que se han hecho —de ése y de los siguientes viajes, los de los mencionados Mexique e Ipanema— ediciones facsimilares. Allí se publicó, prácticamente ante este puerto, el poema de Pedro Garfias “Entre España y México”. La poesía fue, desde años antes, una de las banderas de la República Española —cómo olvidar la muerte de Machado apenas cruzada la frontera en Colliure, la de García Lorca asesinado al principio de la guerra y la de Miguel Hernández poco después, víctima de los rigores y torturas en la cárcel.

La poesía, la literatura y el arte en general, así como la educación, habían sido banderas de los gobiernos español y mexicano, parte de su confluencia en ideas e ideales. “La suave patria,” memorizado por Álvaro Obregón en una sola y primera lectura, según cuenta la leyenda, se ha vuelto nuestro poema nacional. A las sociedades progresistas les gusta encarnarse simbólicamente en la poesía para resguardar su sentido y conservar el fuego de las palabras de la tribu:

 

Hermano… tuya es la hacienda…

la casa, el caballo y la pistola…

Mía es la voz antigua de la tierra.

Tú te quedas con todo

y me dejas desnudo y errante por el mundo…

mas yo te dejo mudo… ¡mudo!…

Y ¿cómo vas a recoger el trigo

y a alimentar el fuego

si yo me llevo la canción?

 

Es un texto muy conocido de León Felipe. Podríamos decir que a un gobierno de la poesía, que fue derrotado por la espada y el fusil, le esperaba otro del mismo signo: un pueblo que sintonizaba con su presidente y que había emprendido el gesto de hacerse dueño de su destino (y de sus recursos naturales, con la nacionalización del petróleo). Ese diario de a bordo sintetizaba, pues, la coincidencia de esos dos gobiernos de la palabra. Es muy conocido, ya legendario, el mensaje de Lázaro Cárdenas abriendo los brazos de México a los republicanos: un telegrama que adquiere el estatuto de poesía, por lo que representa. Susana Gamboa, con la prensa a bordo del barco, representaba también esa voluntad de apostar por la cultura como elemento de civilización y paz. Hay gestos que ganan con el tiempo una enorme importancia. Pongo un ejemplo: el conocido como Documento Quintanilla. Un funcionario en su máquina de escribir, que hoy nos parecería pieza de museo, llevó paciente registro de los españoles que bajaban de los barcos: nombre, profesión, procedencia. No sé si era consciente de lo que hacía, pues ese documento es hoy fuente principal de estudios, análisis y libros que estudian lo ocurrido. Diría que el Documento Quintanilla es una especie de acta de nacimiento del exilio que hoy nos convoca aquí a conmemorar los ochenta años de su llegada. Ver sus hojas, ajadas por el tiempo, en la mecanografía rudimentaria del escribano se vive también como poesía. Pedro Garfias, León Felipe… Podría seguir la lista por varios minutos, Pablo Neruda, César Vallejo, Carlos Pellicer, Eduardo González Tuñón, Octavio Paz.

Entre los que llegaron a estas costas, muchos tenían como oficio el de impresor. Llegaron, también, muchos poetas, pero ésa no es una profesión sino una condición de vida. Y, como dije, los refugiados se encontraron con una cultura que buscaba cosas similares a las que ellos habían buscado en España. La coincidencia en la Universidad, el Politécnico, El Colegio de México y el Fondo de Cultura Económica fue muy fructífera. En el diario de a bordo se daba cuenta de nacimientos y enfermedades, de noticias del país hacia el que se viajaba y se evocaba el que se había dejado. La prensa de Susana Gamboa tuvo mucha descendencia. Los refugiados fundaron editoriales e imprentas, hicieron traducciones y escribieron sus propios libros. Fue como si interpretaran el gesto vasconceliano de años antes: publicar a los clásicos y hacer de todo autor un clásico. Y ese diario es también un ejemplo de la síntesis entre lo escrito y lo hablado que hay en la expresión “apostar por la palabra”. Escuchar a León Felipe, a Pedro Garfias, a Carlos Pellicer leer su poesía en las grabaciones que conservamos es una experiencia asombrosa: son voces hechas para esa poesía; llegan del pasado profundo y a la vez son el presente. Hagamos el esfuerzo de oír a Garfias —imaginarlo— en su voz frente a estas costas al leer el diario de a bordo del Sinaia.

La apuesta de esa palabra es la persona. Si uno revisa la labor editorial del exilio, va a encontrar una rama sustancial: las biografías. Se han dado diversas explicaciones a esto. Una de ellas, evidente, es la laboral. Ponían al servicio de la labor educativa la calidad de su prosa, a la vez que cumplían una labor formadora y educativa. Pero podríamos ir más allá y subrayar el valor mismo de la vida. Cuando antes mencioné los barcos de la libertad como una visión humanística encarnada, y de allí su valor de símbolo, tenía la intención de recordar que, a partir de aquel conflicto, la guerra se ha vuelto una industria insensible, sin otra función que producir dolor y muerte. Frente a eso, la cultura como opción. Esos barcos, con sus diarios, eran un país funcionando, una sociedad activa, que no admitía lo sucedido como derrota. Y donde la palabra nombraba la esperanza.

Entre las cosas que el encuentro de los refugiados y los mexicanos trajo hubo una revista de título sintomático: El Hijo Pródigo. No es extraño que podamos pensar en ese exilio como un regreso o un reencuentro. Los exiliados se acogieron a un gesto de generosidad y eso nos tiene hoy aquí conmemorando ochenta años de su llegada, lapso en el que esos transterrados son ya claramente mexicanos a través de sus hijos, nietos y bisnietos. Moreno Villa, otro poeta exiliado, escribe en Voz en vuelo a su cuna (edición póstuma, 1961):

 

No vinimos acá, nos trajeron las ondas

 

No vinimos acá, nos trajeron las ondas.

Confusa marejada, con un sentido arcano,

impuso el derrotero a nuestros pies sumisos.

 

Nos trajeron las ondas que viven en misterio.

Las fuerzas ondulantes que animan el destino.

Los poderes ocultos en el manto celeste.

 

Teníamos que hacer algo fuera de casa,

fuera del gabinete y del rincón amado,

en medio de las cumbres solas, altas y ajenas.

 

El corazón estaba aferrado a lo suyo,

alimentándose de sus memorias dormidas,

emborrachándose de sus eternos latidos.

 

Era dulce vivir en lo amoldado y cierto,

con su vino seguro y su manjar caliente,

con su sábana fresca y su baño templado.

 

El libro iba saliendo, el cuadro iba pintándose,

el intercambio entre nosotros y el ambiente

verificábase como función del organismo.

 

Era normal la vida: el panadero, al horno;

el guardián, en su puesto; en su hato, el pastor,

en su barca el marino y el pintor en su estudio.

 

¿Por qué fue roto aquello? ¿Quién hizo capitán

al mozo tabernero y juez al hortelano?

¿Quién hizo embajador al pobre analfabeto

y conductor de almas a quien no se conduce?

 

Fue la borrasca humana, sin duda, pero tú,

que buscas lo más hondo, sabes que por debajo

mandaban esas fuerzas, ondulantes y oscuras,

que te piden un hijo donde no lo soñabas,

que es pedirte los huesos para futuros hombres.

 

El exilio trajo grandes beneficios a México; a los exiliados, México les dio el mayor beneficio de todos: la vida en libertad. Tenía razón Pedro Garfias al ver en esa llegada a las costas de Veracruz un nuevo descubrimiento: el de la generosidad de un pueblo. Pero esa libertad ofrecida fue retribuida también con libertad, pues muchas de las empresas culturales y sociales llevadas a cabo en México, y desde luego lo mejor de su política, tuvieron un signo libertario.◊

 


* JOSÉ MARÍA ESPINASA

Es poeta, ensayista y editor. Dirige el Museo de la Ciudad de México.