Lenguas minoritarias y la amenaza del etnocidio

Por increíble que parezca, en nuestra sociedad es todavía frecuente que haya lenguas o maneras de hablar de ciertas regiones geográficas o de ciertos estratos sociales que se consideren inferiores a las de otras. La raíz de esta creencia no está en la naturaleza del lenguaje, sino en la naturaleza asimétrica y opresiva de (ciertos modos de) la organización social, y el gran problema es que se traducen en prácticas que perpetúan tratos humillantes entre las personas.

 

VIOLETA VÁZQUEZ ROJAS MALDONADO*

 


 

Lo primero que aprende un lingüista apenas iniciando su formación es que todas las lenguas son igualmente complejas, igualmente capaces de clasificar la experiencia humana y articularla, por medio de sus finos engranajes, en pensamientos, desde los más simples hasta los más sofisticados.

Todas las lenguas, no importando quiénes o dónde las hablen, son sistemas capaces de producir infinitas estructuras a partir de un número finito de piezas básicas, esas amalgamas de sonido y significado que Saussure denominó signos lingüísticos. Reconocer la igualdad estructural de las lenguas no es negar su diversidad, sino conocerla a partir de la idea fundamental de que a esa diversidad subyace la misma complejidad y expresividad. Todo lo que pueda ser dicho o pensado puede ser dicho o pensado en cualquier lengua.

La idea de que hay lenguas más evolucionadas que otras, más funcionales, más aptas para algo, es una idea anticientífica. Para un lingüista, sostener algo así sería como para un químico creer en el flogisto, o como para un astrónomo no creer en la rotación de la Tierra. Pero, a diferencia de otras ideas precientíficas, los mitos sobre el lenguaje no han sido desterrados de nuestras creencias cotidianas. En nuestra sociedad, por ejemplo, sigue viva la idea de que las lenguas o las maneras de hablar de las personas de ciertas regiones geográficas o de ciertos estratos sociales son inferiores a las de otras.

La raíz de esta creencia no está en la naturaleza del lenguaje, sino en la naturaleza asimétrica y opresiva de (ciertos modos de) la organización social. La desigualdad abreva de condiciones materiales tanto como de las ideologías que la reproducen y la justifican. En una sociedad desigual como la nuestra, las costumbres, las creencias, el modo de vida y la manera de hablar de unos se consideran virtudes y, por lo tanto, aspiraciones legítimas, mientras que los de otros se consideran rasgos vulgares, desdeñables o atrasados, malas costumbres que hay que erradicar.

En el terreno de las ideologías del lenguaje, esto se refleja en la imagen reiterada de que unos “hablan bien”, mientras que otros “no saben hablar” —aunque decir que alguien “no sabe hablar” sea tan absurdo como decir que una persona que camina de cierto modo distinto al nuestro “no sabe caminar”—. Según estas ideologías, la lengua de ciertas sociedades es compleja, rica y bella, mientras que la lengua de otras ni siquiera merece llamarse “idioma”, así que se le denomina despectivamente “dialecto”. No está de más recordar, como si no fuera obvio, que las sociedades o grupos sociales cuyas lenguas se consideran de prestigio son aquellas que dominan u oprimen a otras, cuyas lenguas se ven como un estigma.

El problema mayor de esas ideologías es que se traducen en prácticas, y esas prácticas, a su vez, perpetúan tratos humillantes entre las personas. Nada justifica la discriminación con base en la lengua o la manera en que se habla y, sin embargo, a diario suceden injusticias, casi siempre lejos de nuestra atención. En estos momentos alguien está molestando a una niña en alguna escuela del país porque no entiende lo que le está diciendo su maestra, que le habla en un idioma que no es el de su casa; alguna mujer mayor está batallando en una clínica rural donde no le puede describir sus dolencias a un médico que sólo habla español; alguien está frente a unos documentos indescifrables que lo sentencian a algo que no comprende porque están escritos, lejos de su idioma materno, en un español abigarrado, y no hay a la mano un intérprete. Hay cientos de personas en este momento que no pueden hablar con sus nietos o con sus abuelos porque una política lingüística desplazante cercenó el lazo que debía ser su lengua compartida.

En suma, la creencia de que hay lenguas mejores que otras, o maneras de hablar mejores que otras, no es otra cosa que una ideología dañina. Defender, explicar y divulgar la idea de que las lenguas son todas igualmente complejas y expresivas no sólo es suscribir un principio epistémico, sino un imperativo ético.

La justificación de las desigualdades sociales a través de la discriminación lingüística tiene su manifestación más feroz cuando se convierte en política de Estado. Con el aval oficial se ha normalizado y activamente propiciado el desplazamiento y la muerte de cientos de lenguas en los últimos dos siglos. La idea de que hablar una única lengua trae cohesión e integración a una sociedad condensada en una sola unidad estatal ha sido también la base para sustituir la pluralidad de lenguas que conviven naturalmente en un territorio por una sola lengua hegemónica.

La cara de esta ideología integracionista, sin embargo, ha cambiado. Desde al menos hace veinte años, las legislaciones nacionales se han adaptado a acuerdos internacionales y también, parcialmente, han integrado algunos de los compromisos emanados de los acuerdos de San Andrés Larráinzar. Así, desde 2003 se promulgó la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas, se fundó el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas y se publicó el Catálogo Nacional de Lenguas Indígenas de México (clin), en donde se contabilizan 364 variantes lingüísticas y 68 agrupaciones lingüísticas nacionales, pertenecientes a 11 distintas familias. Sabemos más que nunca acerca de estas lenguas: cuáles son, cómo son sus autodenominaciones, dónde se hablan y en qué situación se encuentran. A pesar de ello, como describen Patricio Solís e Iván Alcántara en “Las oportunidades son en español: pérdida intergeneracional de las lenguas indígenas y bienestar social en México”, no se ha podido detener el vertiginoso desplazamiento de las lenguas indígenas en favor del español. Si la velocidad de este reemplazo se mantiene, podríamos presenciar la extinción de varias de las lenguas indígenas con más hablantes —como el maya yucateco, con una tasa de pérdida de 65.8%— en el curso de las siguientes dos generaciones. El panorama que logran cuantificar Solís y Alcántara es más sombrío y complicado de lo que estamos dispuestos a creer: a mayor movilidad social, mayor probabilidad de que las madres hablantes de lenguas indígenas no transmitan su lengua a sus hijos. Mantener la lengua en la siguiente generación, en los hechos, parece estar incondicionalmente asociado a mantenerse en la pobreza, una asociación que los autores bien califican de “perversa” y que es urgente revertir.

El menosprecio por las lenguas minorizadas y sus hablantes se traduce en actos y omisiones que, a su vez, tienen consecuencias que se viven y se sufren en su vida diaria. La violación de derechos lingüísticos, una instancia de la discriminación, no es sólo un problema jurídico abstracto, sino, para muchas personas, una violencia cotidiana. En “Derechos lingüísticos parciales vs. violencias: ‘el efecto bola de nieve’”, Maribel Alvarado nos narra un caso concreto entre muchísimas historias cotidianas de múltiples abusos que se acompañan y van acumulando unos sobre otros: negar el servicio médico o condicionarlo, determinar el acceso a un trabajo, reprobar en la escuela. Todas estas son situaciones en las que, para muchas personas, el factor determinante es la lengua que hablan o, como señala puntillosamente Alvarado, la variedad de lengua que hablan. En México la gente no sólo es discriminada por hablar una lengua indígena, sino por no hablar la variedad “correcta” de español —esa bestia mitológica que no es la lengua nativa de nadie—. En concreto, argumenta Alvarado, a esta gente se le discrimina por lo que asoma de la lengua indígena en su manera de hablar la lengua del Estado, en una sociedad jerarquizada que ante todo les niega a los hablantes, ya no digamos el derecho de hablar la lengua de sus padres, sino incluso su derecho a ser bilingües.

A medida que las personas se ven forzadas a abandonar sus pueblos de origen, abandonan también su lengua: se abandona la lengua como quien abandona un lugar. Emiliana Cruz nos regala un texto elocuente desde su título: “‘Quiero hablar con mis nietos, pero no puedo porque sólo hablan español e inglés’”, en el que expone la relación entre pérdida de lengua y migración. A través de una entrevista con Julia, una mujer de Cieneguilla, Oaxaca, Cruz hilvana el testimonio de la una abuela monolingüe en chatino que no puede comunicarse con sus nietos, hijos de migrantes que ya no hablan su idioma. La lengua, ese instrumento que solemos imaginar como un puente entre los pensamientos de dos personas, se ha convertido para ellos en un muro.

En “Fierros con boca amplia y otras voces. Entrevista a Florentino Solano”, Claudia Itzkowich desentraña las complejidades a las que se enfrenta el poeta y narrador tu’un savi de Guerrero, ganador del Premio de Literaturas Indígenas de América. Solano habla de lo que se pierde en los entresijos de la traducción, en sus vaivenes del mixteco al español: “Tardé mucho tiempo para acostumbrarme a pensar y a hablar en las dos lenguas. Recuerdo que hubo un periodo de mucha confusión en mi mente, pues cuando pensaba algo en español terminaba diciéndolo en mi lengua y viceversa”. El escritor toca un punto crucial: la lengua no es sólo un vehículo de comunicación, sino ante todo un instrumento de pensamiento, organiza desde las vivencias más concretas hasta las operaciones más abstractas: “Por ejemplo, cuando hago cuentas, me resulta más fácil realizar la operación en tu’un savi que en español, pues mi padre me enseñó a hacer matemática originaria”. Y esto nos recuerda que, a pesar de su igualdad, la lengua materna nunca es sustituible, como no se sustituye a los seres amados por otros seres extraños aunque todos tengan la misma dignidad.

Además de los textos del dossier, este número de Otros Diálogos se completa con una reseña de Diana Bastida acerca de un proyecto editorial emprendido por la Secretaría de Cultura a través de sus Salas de Lectura, esos lugares de encuentro comunitario que, sin quererlo, se han convertido en el refugio de muchas lenguas habladas en México. De ahí surge La pluma al vuelo. Antología de relatos de pueblos originarios, con los textos que los compiladores consideraron más significativos en las lenguas indígenas que se hablan actualmente en cada estado. Es esperanzador atestiguar que las lenguas indígenas, a pesar de la enorme presión del desplazamiento, siguen vivas y, como lenguas vivas, cambian de casa con sus hablantes. Por eso, uno de los textos de la antología elegidos como representativo de Baja California está en triqui, lengua serrana de Oaxaca. También alienta darse cuenta de que los textos en kikapú, única lengua álgica hablada en México y casi extinta, fueron producidos por niños.

Estanquillo incluye los trabajos de Rubí Tsanda Huerta, poeta purépecha, y Samuel Leyva Comonfort, poeta mixteco. Su inclusión en este volumen da cuenta de lo dicho desde un inicio: todas las lenguas pueden expresar todo, lo informativo y lo lúdico, lo íntimo y lo colectivo, la experiencia mundana y la imaginada. Quizá la manifestación más diáfana de esta verdad, más allá de cualquier argumento, está en la poesía.◊

 


 

* Es doctora en Lingüística por la Universidad de Nueva York y profesora-investigadora en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México. Su trabajo se centra en la semántica y la sintaxis de la frase nominal, así como en la morfosintaxis y semántica composicional del purépecha. Colabora frecuentemente en diversos medios como la Revista de la Universidad, Tierra Adentro, Chamuco, Sentido Común y, desde luego, Otros Diálogos. Su libro más reciente es Morfosemántica de la frase nominal purépecha (El Colegio de México, 2019).