
01 Oct Las urbanizaciones cerradas: la institucionalización de la discriminación
Blindadas mediante sofisticados mecanismos de seguridad para protegerse del otro, que habita en el exterior, las urbanizaciones cerradas reproducen formas de discriminación invisibilizadas, naturalizadas, institucionalizadas, como lo analiza en el siguiente texto Guénola Capron.
GUÉNOLA CAPRON*
Mucho se ha hablado, en particular en los contextos europeos o norteamericanos, de la discriminación racial, principalmente en el ámbito laboral o en los controles ejercidos por los policías en contra de minorías y migrantes (discrimination au faciès en francés). Empero, en las ciudades, en particular en América Latina, existen discriminaciones poco visibilizadas, como las que ejercen las urbanizaciones cerradas, y que son activadas no tanto por las personas, sino por los dispositivos de seguridad, de los que forman parte tanto policías como guardias de seguridad privada.
Las urbanizaciones cerradas (gated communities en inglés) son conjuntos residenciales cerrados, con equipamientos y clubes deportivos (alberca, clubes de golf, canchas de tenis, centros hípicos…). Se han expandido en las ciudades intermedias y grandes del mundo entero bajo lógicas diversas (para la gestión de los servicios urbanos compartidos y la preservación de la tranquilidad residencial en Francia; muy a menudo bajo una lógica securitaria en América Latina). Tienen un acceso restringido y están cercadas por muros o rejas que protegen el interior de amenazas exteriores.
En América Latina, en particular en México, las urbanizaciones cerradas, sobre todo las más grandes y las más lujosas, construyen un dispositivo en el sentido foucaultiano del concepto, es decir, implementan un control y ejercen tanto una coerción como una relación de poder de los dominantes: los residentes y las administraciones, sobre los dominados: los empleados. El dispositivo está constituido por leyes, normas y reglas (los reglamentos de los condominios), así como por elementos arquitectónicos (los muros, las casetas), componentes humanos (los guardias privados y, en muchos casos, la policía municipal o estatal) y tecnologías de vigilancia (las cámaras). El dispositivo espacial de la urbanización cerrada, compuesto por actores humanos y actantes no humanos, como los muros y las casetas, crea distancias socio-espaciales y estructura un orden urbano desigual que discrimina a ciertas categorías de población.
Si bien gran parte de la literatura sobre las gated communities se ha centrado en los muros como símbolo de separación física del resto de la ciudad, en particular de los barrios pobres, y de distanciamiento social, poco se ha dicho sobre los mecanismos de vigilancia. Los dispositivos de control en los accesos se han sofisticado mucho en las últimas dos décadas. Algunas urbanizaciones cerradas tienen mejor equipamiento de seguridad que las ciudades, los aeropuertos o las fronteras entre países: centros de comando que dirigen las cámaras de seguridad equivalentes a los C4 o C5 municipales, escáneres de documentos de identidad, cámaras con reconocimiento facial, sistemas biométricos sanguíneos de flujo de palma de mano, etc. Los policías piden a los visitantes que indiquen la dirección a la que se dirigen, eventualmente verifican la veracidad de la información y en la salida pueden pedirles que abran su cajuela. Son hechos a los que muchos de nosotros nos hemos enfrentado y que se han vuelto casi normales en la vida de las ciudades, además de ser poco cuestionados por los urbanitas de las metrópolis contemporáneas; sin embargo, esconden mecanismos de discriminación de los cuales somos poco conscientes.
En efecto, estos dispositivos, que tienen como objetivo proveer seguridad a los residentes dentro de las urbanizaciones cerradas, permiten filtrar y controlar a las personas que entran, en el nombre de la seguridad de los residentes. En las casetas de acceso existen varias filas: para los residentes, para los visitantes, para los residentes atrasados con el pago de sus cuotas y, finalmente, para los trabajadores y los proveedores. El filtro se aplica según el nivel de confianza que se tiene en los que ingresan. El sistema de control en los accesos ejerce una discriminación negativa sobre las personas. Como lo destaca Nelson Arteaga (2010), los operadores que manejan las cámaras de vigilancia seleccionan, en el flujo de la cantidad inmanejable de las imágenes que visualizan a diario, los comportamientos anormales o la vestimenta inadecuada. Los sospechosos son las personas más vulnerables, que penetran todos los días para permitir el buen funcionamiento de las urbanizaciones cerradas, es decir, empleados, jardineros, empleadas domésticas, trabajadores de la construcción. Los empleados son una especie de enemigo interior que representa una amenaza para la seguridad de los residentes. El miedo se institucionaliza en los dispositivos de seguridad y vigilancia. En una urbanización cerrada, suele haber máximo dos o tres accesos, lo que permite tener un buen control de la población entrante. Entre estos accesos, uno puede estar reservado exclusivamente para los empleados y tener una arquitectura mucho menos monumental que la de los accesos principales, a veces más securitizada, lo que refleja el temor que se tiene a las clases sociales subalternas, así como la profunda sospecha que recae en ellas, misma que es histórica y tiene un fuerte arraigo social. Las representaciones clasistas han perdurado en el tiempo.
Para poder trabajar en las urbanizaciones cerradas, las trabajadoras del hogar necesitan tener una credencial que les es otorgada por la administración a petición de los patrones, a quienes se les aconseja haber solicitado cartas de recomendación y haber verificado la identidad de sus empleados. Sobre el caso del municipio más rico de México, San Pedro Garza García, Séverine Durin (2013) relata que, en el contexto de la crisis de seguridad de 2011 que atravesó la ciudad de Monterrey y su región, el alcalde decidió empadronar a las trabajadoras del hogar, aunque con poco éxito, por lo que solicitó datos sobre su lugar de residencia y su vida personal y familiar a cambio de una credencial. Además, destacó que “60% de los robos a casa-habitación los cometen trabajadores domésticos”. Si bien muchas amas de casa dicen tener una confianza entera en sus empleadas, que a veces conocen desde hace muchos años, una confianza sin embargo limitada a la relación de servicio dentro de la urbanización cerrada, pueden desconfiar de sus relaciones y de las empleadas de los otros residentes que no conocen. Por ejemplo, una empleada que empezó a salir con un trabajador de la construcción que laboraba en una casa de enfrente generaba mucho temor en su patrona, pues los albañiles cristalizaban los miedos y ansiedades. Otras desconfían abiertamente y hasta las acusan, bien o mal, de haberles robado, a veces sin ninguna verificación o prueba de la veracidad de los hechos. Incluso, en la salida, las empleadas domésticas pueden ser víctimas de cacheo por parte del personal de seguridad y tienen que llevar una carta por parte de sus patronas cuando éstas les regalan algo, para comprobar que los objetos no han sido robados (Capron, 2021).
Las patronas opinan que los dispositivos de control pueden ser denigrantes para sus trabajadoras, en particular los cacheos, pero piensan que son una necesidad en tiempos tan inseguros como los que estamos viviendo; los naturalizan, los legitiman y se adhieren a ellos, lo cual contribuye a una suerte de institucionalización de la discriminación. Un habitante lamenta que “las circunstancias del país y de la inseguridad lo [hayan] obligado” y se dice “bastante creyente en los sistemas de seguridad. Entre más filtros, mejor” (Capron, 2021: 132). En este sentido, los dispositivos de seguridad refuerzan las desigualdades simbólicas entre los grupos sociales y permiten ejercer un poder asimétrico sobre ellos. El delincuente puede tener la cara del otro desconocido y estigmatizado, los empleados domésticos, pero también la de los residentes colombianos y venezolanos. La desconfianza generada por la crisis de inseguridad incrementa las barreras simbólicas entre las clases sociales. Se elevan entre los individuos, pero también entre las urbanizaciones cerradas, seguras, verdes y bonitas, y las colonias donde viven los empleados, a veces detrás de los muros, y que los residentes de los conjuntos cerrados ven como feas, sucias y peligrosas, aunque jamás las hayan visitado. También ven a sus habitantes como “morenos”, “chaparros”, “con obesidad”. Es una estrategia cognitiva, socialmente anclada, para distanciarse de sus habitantes y discriminarlos.
Dentro de las casas, los patrones pueden humillar a sus trabajadoras. Unas empleadas narran que han sido maltratadas, incluso a veces con insultos racistas (muchas de ellas son de origen indígena). Pero, a pesar de que algunas se rebelan contra el maltrato, en general abandonando sus puestos de trabajo sin previo aviso, ellas mismas suelen internalizar la desigualdad, apartándose o haciéndose discretas cuando es necesario, “porque ella (la empleada) lo quiere” (Capron, 2021: 129), dice una residente. Como lo analizó Norbert Elias (1998), el estigma se vuelve parte de la imagen que tienen los “inferiores” de sí mismos: ven sucios sus propios barrios y como ladrones a sus habitantes. En las casas de sus patrones, las trabajadoras del hogar se vuelven casi invisibles. Son siglos de dominación y discriminación que han dejado huellas en las mentes y los cuerpos. Además, algunas de ellas dicen que si fueran ricas, se encerrarían y harían lo mismo.
Las disposiciones sociales también pueden ser discriminatorias y segregar los espacios de las empleadas de los de las familias. Dentro de las casas, las trabajadoras del hogar suelen mantenerse dentro de los espacios de producción, como la cocina o la lavandería; tienen sus propios baños, raras veces se sientan con los miembros de la familia en la mesa para comer y algunas utilizan cubiertos propios para no contaminar al resto de la familia. Una joven residente recalca que, según ella, una tarea exclusiva de la empleada es limpiar el baño. Cuando existen riesgos de contaminación, se busca limpiar al sujeto riesgoso, lo cual se vincula con la exigencia de presentar cartas de recomendación, de llevar uniforme, etc. Si bien estas disposiciones no son propias de las urbanizaciones cerradas, sino de las actitudes y hábitos de las clases media-alta y alta, sobre todo, hacia las clases subalternas, el hecho de que vivan fuera o dentro de un conjunto residencial cerrado refuerza la institucionalización. Por ejemplo, las empleadas, en algunos casos, tienen prohibido caminar dentro de las urbanizaciones y tienen que pagar un transporte colectivo organizado por la administración; a veces tienen la obligación de llevar un uniforme para poder ser identificadas, lo que también es una manera de disciplinar los cuerpos, aunque también les sirva para no ensuciarse.
En conclusión, las urbanizaciones cerradas de América Latina, aunque también podríamos decirlo de muchas de las ciudades de los países del Sur global en las que existen inseguridad y pobreza, son una distopía contemporánea en la que se ejerce una discriminación institucionalizada por parte de las administraciones, legitimada, conscientemente o no, por sus propios habitantes, de clases media-alta y alta. Las víctimas son las clases subalternas que tienen que sufrir las vejaciones cotidianas y las desigualdades simbólicas.◊
Referencias
Arteaga, Nelson, “Video-vigilancia del espacio urbano: tránsito, seguridad y control social”, Andamios, vol. 7, núm. 14, 2010, pp. 263-286.
Capron, Guénola, “Seguridad, desconfianza y la dimensión simbólica de la segregación en urbanizaciones cerradas”, Eure, vol. 47, núm. 142, 2021, pp. 121-137.
Durin, Séverine, “Servicio doméstico de planta y discriminación en el área metropolitana de Monterrey”, Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, vol. 34, núm. 134, 2013, pp. 93-129.
Elias, Norbert, “Ensayo teórico sobre las relaciones entre establecidos y marginados”, en Norbert Elias (ed.), La civilización de los padres y otros ensayos, Bogotá, Norma, 1998, pp. 79-138.
Foucault, Michel, Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2002.
* Es geógrafa y urbanista. Doctora en geografía por la Universidad de Toulouse II – Le Mirail, desde 2010 es profesora-investigadora en el Departamento de Sociología de la uam Azcapotzalco. Anteriormente fue investigadora en el Centre national de la recherche scientifique en Francia y en el Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos en México. Trabaja, entre otros temas, sobre la percepción de inseguridad de las clases media y alta; tiene varias publicaciones sobre urbanizaciones cerradas en revistas como Sociológica (uam Azcapotzalco) o Eure (Pontificia Universidad Católica de Chile). Ha publicado, entre otros libros, La (in)seguridad en la metrópoli. Territorio, segurización y espacio público coordinado (con Cristina Sánchez-Mejorada, uam, 2014).