Las lenguas mexicanas: un entramado estructural y cultural

Entre similitudes y diferencias, Esther Herrera nos pinta con breves pinceladas la diversidad y riqueza del universo lingüístico mexicano, la variedad de estructuras que encierra y las ventanas que cada lengua ofrece al tejido cultural de las comunidades que las hablan, todo a propósito de la celebración en el mundo del Año de las Lenguas Indígenas.

 

ESTHER HERRERA ZENDEJAS*

 


 

Este 2019, proclamado como el año de las lenguas indígenas por la Organización de las Naciones Unidas (onu), sin duda representa el momento propicio para hacer señalamientos ya sobre la inequidad de las lenguas mexicanas, ya respecto de los derechos de los pueblos indígenas, o bien sobre la urgencia de frenar la erosión que sufren frente al español, todos ellos temas aún pendientes en este país plurilingüe que es el nuestro. Por mi parte, dejo esas cuestiones a los especialistas y hablo desde la lingüística por ser éste el terreno de mi especialidad, no sin advertir que, desde mi perspectiva, abordar la diversidad de nuestras lenguas originarias más bien es motivo de celebración, dada su variedad y riqueza. En efecto, desde la óptica de la ciencia lingüística, su estudio se vuelve posible y necesario sencillamente porque son lenguas, lo que quiere decir que tienen un sistema en el que se organizan sus elementos constitutivos: un número limitado de sonidos y morfemas (fonemas y afijos) se combinan para formar palabras siguiendo las pautas que cada lengua tiene en su gramática; las palabras se unen en una cadena formando oraciones con los sujetos, verbos y complementos requeridos.

Según lo reporta el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (inali), México alberga cerca de 70 agrupaciones lingüísticas asentadas a lo largo de su territorio. El trabajo lingüístico que se ha hecho y se sigue haciendo en nuestro país, entre otras cosas, ha permitido ordenar este cúmulo de lenguas  en tres troncos lingüísticos, es decir, tres grandes agrupaciones con varias familias de lenguas, además de tres familias lingüísticas independientes y cuatro lenguas aisladas; los tres troncos lingüísticos son: yuto azteca, con cuatro familias de lenguas (tepimana, taracahita, cora-huichol y náhuatl), maya, con tres familias (hustecana, yucatecana y maya central) y otomangue, con cuatro familias (otopame-chinanteca, tlapaneco-mangueana, popoloca-zapotecana y amuzgo-mixtecana). Las familias independientes que se han identificado incluyen: mixe-zoque, totonaco-tepehua, cochimí-yumana y algonquina; por último, las cuatro lenguas aisladas son el seri, el purépecha, el chontal de Oaxaca y el huave. A diferencia de los troncos y las familias, que comprenden varias lenguas y sus dialectos, las lenguas aisladas son aquéllas para las cuales no puede establecerse relación con ninguna otra lengua. El caso de la familia algonquina es especial, pues reúne a un grupo de lenguas habladas en gran parte de Canadá y en el sureste de los Estados Unidos de Norteamérica; en nuestro país, la lengua de esta familia es el kickapú, hablado por un grupo binacional que, debido a las persecuciones durante el siglo xix, migró de tierras estadounidenses a México y se instaló en Nacimiento, Coahuila.

Por otro lado, las lenguas de estas once agrupaciones no se reparten de manera uniforme en el territorio mexicano. Hay estados, como el de Coahuila, donde sólo se documenta el kickapú. El caso contrario está representado por estados como Chiapas, en el cual coexisten 14 lenguas, 13 de ellas pertenecientes a la familia maya y una a la familia mixe-zoque. En la actualidad, la mayor densidad lingüística de México se localiza en la zona del centro-sureste, que corresponde a las regiones de los antiguos asentamientos mesoamericanos. En esta región de Mesoamérica, Oaxaca se destaca por ser el estado de mayor concentración lingüística: en él se hablan 15 lenguas distintas; 10 de ellas pertenecen al tronco otomangue, dos son mixe-zoqueanas, una más del tronco yuto azteca y dos lenguas constituyen familias aisladas (el huave y el tequistlateco). Aunque hay que aclarar que ese número es provisional, ya que Oaxaca cuenta con las tres grandes denominaciones otomangues: “zapoteco”, “mixteco” y “chinanteco”, que están lejos de ser tres lenguas homogéneas. La divergencia léxica y estructural en el seno de cada una de ellas es a tal grado abrumadora que Swadesh llegó a comparar las variantes del llamado “zapoteco” con las lenguas romances, dada la variación interna que tienen.

El procedimiento para establecer el parentesco entre una lengua y otra, y con ello decidir si forma una familia, parte de la comparación entre palabras y del grado de semejanzas o diferencias entre ellas. Este método es el que ha permitido establecer, por ejemplo, que el francés, el español, el portugués, el italiano y el rumano son lenguas emparentadas bajo la etiqueta de lenguas romances, provenientes del latín en una etapa de su desarrollo. Para ello basta con evocar el siguiente conjunto de palabras: latín lacte, italiano latte, español leche, francés lait, portugués leite, y rumano lapte. En todas ellas, el grupo latino de consonantes –ct– evolucionó de manera distinta. En italiano dio lugar a las llamadas consonantes dobles, es decir, la primera consonante tomó los rasgos de la t y se volvió geminada; en francés y portugués se vocalizó el sonido [k]; en español esa vocalización en una etapa temprana dio lugar a la –ch-, esto es, a la palatalización de t; en rumano ese sonido [k] evolucionó en [p]. En las lenguas mexicanas este mismo procedimiento se ha empleado para agrupar las lenguas en familias. Lo anterior puede ilustrarse con un ejemplo simple, comparando un conjunto de palabras en mixe (=m.)  y en zoque (=z.): m. shujsh, z. sujs: ‘flauta’; m. poop, z. popo: ‘blanco’; m. kijp, z. kijp: ‘pelear’; m. wet, z. wet: ‘ropa’; m. täjk, z. täjk: ‘casa’; m. köön, z. kana: ‘sal’. A partir de estas palabras —llamadas cognados— se propone una reconstrucción de segmentos que dé cuenta de la evolución de las dos lengua; con ello puede decirse que el zoque evolucionó en una lengua distinta del mixe eliminando la longitud vocálica y modificando el timbre de la vocal ö en a, y que el mixe, a diferencia del zoque, evolucionó realizando la -s- como –ch- en muchas palabras.

 

Similitudes en la diversidad

 

La diversidad lingüística de México es sinónimo de riqueza estructural. En nuestro país hay lenguas tonales que, a semejanza del chino, diferencian palabras mediante los cambios en el tono (llamado por los lingüistas “frecuencia fundamental”). En tlapaneco, por ejemplo, tenemos: mba ‘un’, mba ‘terreno’, mba ‘grande’; las tres palabras tienen los mismos segmentos o sonidos, pero significados distintos gracias a que ‘un’ se produce con tono alto, ‘terreno’ con una altura tonal media y ‘grande’ con tono bajo. De las lenguas mexicanas, todas las otomangues son tonales; dado que el elenco sería largo de enumerar, solo mencionaré algunas de ellas. Las hay de dos tonos, como el mixteco de Coscatlán, en Guerrero, el chichimeco, en Guanajuato, y el ocuilteco, hablado en San Juan Atzingo, en el Estado de México; de tres tonos, como el amuzgo de Xochistlahuaca, en Guerrero; y hasta de cuatro tonos, como el chinanteco de San Felipe Usila, en Oaxaca. El caso del ocuilteco resulta interesante, pues tiene un tono alto y uno ascendente, a diferencia de las otras lenguas con dos tonos, que presentan un tono alto y uno bajo.

También se documentan lenguas no tonales o acentuales; en ellas, a semejanza del inglés o del español, una de las sílabas de la palabra recibe la prominencia. Para ilustrarlo mencionaré tres lenguas mayas: el huasteco, hablado en San Luis Potosí, el tsotsil y el lacandón, ambos hablados en Chiapas. El huasteco tiene vocales breves y largas, y éstas influyen en el patrón acentual. Si usamos V para cualquier vocal y C para cualquier consonante, diremos que cuando la palabra tiene una estructura CVVCV, o bien CVCVV, la sílaba con vocal larga atrae el acento; por el contrario, si la palabra tiene una estructura CVCV, la prominencia recae en la primera sílaba, formando lo que se conoce como patrón acentual trocaico, es decir, una sílaba fuerte seguida por una débil. En el tsotsil, el acento recae siempre en la última sílaba de la palabra, sea cual fuere su número. En el lacandón, lengua que también tiene vocales breves y largas, el patrón es inverso al del huasteco, es decir, si bien la sílaba con vocal larga atrae la prominencia, en las estructuras CVCV el acento recae en la última sílaba, lo que se conoce como patrón yámbico, esto es, débil-fuerte.

A propósito del huasteco, quizá el lector se pregunte por qué se agrupa en el troco maya. Su extrañeza está justificada en la medida en que San Luis Potosí está muy alejado de las tierras mayas. Los estudios que se han hecho proponen que, junto con el chicomucelteco, lengua actualmente extinta que se habló en el estado de Chiapas, forma la rama huastecana del vasto tronco maya y que es la única lengua maya geográficamente separada de las demás. La explicación de su aislamiento no es un tema resuelto, ya que hay hipótesis sobre las migraciones de los pueblos mesoamericanos que suponen una migración del actual territorio guatemalteco, centro de los antiguos mayas, hacia el norte. La hipótesis contraria plantea que los antiguos pueblos mayas ocupaban la extensión de la costa del Golfo de México; el desplazamiento hacia el sur se debió a las paulatinas incursiones de los pueblos totonacas y mixe-zoques, con lo cual los huastecos quedaron aislados. Aunque se trata de un asunto a debate, la cuna maya del huasteco no está en duda.

Ahora bien, si tomamos los sonidos como eje de la diversidad, documentamos lenguas con vocales breves y largas, como las mencionadas anteriormente; las hay con sistemas de tres vocales, como el totonaco, y abigarradas con seis y siete vocales, como el lacandón y el mixe, respectivamente. La diferencia entre vocales nasales y no nasales también está presente y, al igual que el francés, hay lenguas que contrastan vocales orales y nasales; esta distinción es propia de las otomangues, con excepción del zapoteco; así, mixteco, amuzgo, chichimeco, mazateco y chinanteco forman parte de una lista mayor de lenguas que poseen este contraste. En algunas, la nasalidad de los segmentos está a tal grado presente en el sistema que se manifiesta como un morfema independiente. Así lo documentamos en chinanteco, donde la noción de “lo viviente” se marca con una nasalización en las vocales. Un ejemplo claro de ello ocurre en los adjetivos: la y lan son dos palabras que podemos glosar como ‘negro’; los hablantes usan la primera para hablar de lo negro de un objeto inanimado, pero, si se trata de un ente animado, la vocal deberá nasalizarse.

Por otro lado, los sonidos consonánticos no son la excepción, y al respecto merece destacarse el totonaco, cuyo sistema tiene la consonante [q], un sonido articulado en la parte posterior del velo del paladar cuya semejanza con la lengua árabe y con algunas lenguas del Canadá es indiscutible. Las llamadas ‘rarezas’ tampoco faltan: el chichimeco posee dos sonidos, uno parecido a una [b] y el otro a una [r] nasalizados que, hasta donde sabemos, sólo se encuentran en el waffa, lengua hablada en Nueva Guinea; también son de destacarse los sonidos glotalizados característicos de las lenguas mayas, así como las consonantes implosivas que se documentan en varias lenguas. En fin, todo un repertorio de segmentos que, si bien forman parte de diversos sistemas, también son compartidos con lenguas de distintos horizontes.

 

Las estructuras lingüísticas y la cultura

 

La lengua, como parte de la cultura, posee estructuras que reflejan aquellos cortes que de la realidad se hace para nombrarlos. La cultura, la cosmovisión o la religión asoman sus estructuras en la lengua; basta alejarse un poco de ellas para comprobarlo: en México hay más de 20 palabras para designar el referente ‘chile’; o bien, en el nivel de una frase, Time is money es quizá la que mejor traduce una organización social en la cual el objetivo del individuo es la acumulación del capital y de los bienes de consumo; o, aún más, en la tradición judeo-cristiana el “arriba” se opone al “abajo”, no sólo respecto de la retribución o desventura en la vida terrenal, sino la que el individuo encuentra después de su muerte. En este sentido, las lenguas mexicanas no son la excepción; me referiré en particular al zoque y al chinanteco, donde he podido identificar estructuras lingüísticas que permiten, por un lado, asomarnos a los mitos y, por el otro, conocer los elementos gramaticales que subyacen a la división de las entidades del mundo.

En zoque hay un morfema ko- que, prefijado a los verbos y a los nombres, los dota del sentido de ‘ajenidad’ o ‘bastardía’; así, kojohsu puede glosarse como ‘trabajó en lo ajeno’ y komuki, como ‘medio hermano’. Por extraño que pueda parecer, este morfema puede prefijarse a hama ‘sol’, un aparente sinsentido para cualquier pensamiento lógico. Sin embargo, esa afortunada prefijación de ‘falso sol’ permite acceder a un ámbito mítico de la cultura.  El kohama de los hombres podría ser lo que llamamos ‘espíritu’ o algo parecido y, de acuerdo con el pensamiento zoque, éste abandona el cuerpo mientras duerme y va a reunirse con otros kohamas en un lugar intangible y más que poético. Durante el sueño, el kohama —ese ‘espíritu’ que posee la energía generadora de vida del sol— puede vivir experiencias de todo tipo, desde ser golpeado por otro kohama en una pelea, hasta caer profundamente enamorado. Lo importante es que, cuando el cuerpo recobra la vigilia y regresa a él de sus andares nocturnos, vuelve con la actualización de lo vivido durante el viaje. Si tuvo una fuerte pelea, el cuerpo amanecerá dolido y hasta con moretones; si sufrió un flechazo de amor, su despertar estará impregnado del melodioso enamoramiento y estará listo para conocer a aquel o a aquella que amará. La vivencia del kohama no es otra cosa que una manera de darle realidad a las imágenes, los sonidos y las sensaciones transcurridos durante la actividad onírica, y representan el material con el cual los curanderos inician las sesiones de cura al preguntar: “¿qué soñaste anoche?”, cuando se acude a ellos, después de adversas experiencias vividas por el kohama. ¿Los sueños tienen para los zoques un sentido profético, como sucede en el Génesis con el sueño del Faraón descifrado por José? ¿O bien es la actividad de la psique que revela su relación con el inconsciente, como lo apunta Freud? Incluso, ¿no sólo son motor del arte poético a la manera de Breton, sino iniciadores de palabra, literatura oral que une el sueño y la vigilia, y la cristaliza en el mito?  Es evidente que en estas páginas no intentaré dar una explicación de ello; el hecho que quiero señalar es que en esta lengua zoque también afloran realidades míticas en la estructura lingüística.

El chinanteco, como muchas otras lenguas, dispone de una batería de morfemas para distinguir la clase a la que pertenecen los referentes. Además de la nasalización para lo viviente que ya mencionamos, tiene el prefijo ti-, que pone de relieve los estados de la materia, ya sea pulverizada, en estado líquido o bien en sus distintos grados de densidad. Así, lo encontramos prefijado en la palabra ‘polvo’ y en su estado denso como ‘lodo’, al igual que en ‘nube’, ‘aguardiente’, ‘hielo’, así como ‘masa’, ‘chile en pasta’, indicando que todas ellas son entidades del mundo que pertenecen a la misma clase.

El prefijo tsə-, por el contrario, realza la apariencia de las cosas y todo aquello que tenga aspecto de rejilla requiere dicho morfema; de este modo, ‘red’, ‘hamaca’, ‘mecapal’ y ‘petate’ son algunos ejemplos que reciben este prefijo. Dicho morfema es a tal punto necesario que un neologismo como ‘tela de alambre’ lo recibe en la palabra correspondiente para ‘fierro’ del chinanteco.

Por último, señalaré un morfema adicional que, si bien resalta la apariencia, es el encargado de poner de relieve el volumen de las entidades del mundo. Se trata del prefijo məng- que encontramos en ‘chile’, ‘maíz desgranado’ ‘guayaba’ y ‘enjambre’, con el cual se especifica que el volumen es el rasgo primario de su apariencia. La palabra ‘diente’ y ‘aguja’ reciben también este morfema. En el primer caso, sin duda por su semejanza en volumen con los granos de maíz; para el caso de ‘aguja’, puedo hipotetizar que en su origen las costuras se hacían con instrumentos toscos cuyo ojo era abultado y curvo.

Podrían seguirse estas líneas abundando en más temas; todos ellos nos llevarían a comprobar que nuestras lenguas mexicanas, al igual que las casi siete mil habladas en el planeta, encierran ricas estructuras, nos hablan del mundo e identifican a los pueblos. Festejemos, pues, este patrimonio lingüístico dado por la diferencia y las semejanzas.◊

 


* ESTHER HERRERA ZENDEJAS

Es profesora investigadora en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México.