Las elecciones en 1920 según Martín Luis Guzmán

En la creación literaria, los espacios donde se cruzan la política con la literatura son registros que nos permiten tener una mirada distinta de los hechos que los originan. Por ello, Rafael Olea Franco se adentra en La sombra del Caudillo, de Martín Luis Guzmán, y de ese modo nos traslada a las elecciones en la década de 1920.

 

–RAFAEL OLEA FRANCO*

 


 

Para Lorenzo Meyer, conocedor de los
entretelones de la política mexicana.

 

En diversas entrevistas, Martín Luis Guzmán (1887-1976) nunca mencionó que La sombra del Caudillo había aparecido primero en versión periodística. En efecto, entre mayo de 1928 y noviembre de 1929, las entregas sucesivas de la novela, todavía sin título, aparecieron casi de manera simultánea en tres periódicos: La Prensa (San Antonio, Texas), La Opinión (Los Ángeles, California) y El Universal. Este último diario no publicó los tres capítulos finales, de seguro por la censura gubernamental, porque para los lectores de entonces debía ser claro que la trama aludía al asesinato de Francisco Serrano y sus seguidores el 3 de octubre de 1927, en Huitzilac, camino de Cuernavaca a la capital del país. Serrano había desafiado al presidente Calles y al ya candidato presidencial en campaña Álvaro Obregón, quien logró que la Cámara de Diputados derogara el principio de “no reelección” si ésta no era consecutiva; con esta argucia, Obregón, quien había sido presidente de 1920 a 1924, no sería reelecto, pues en 1927 no estaba en funciones.1

Guzmán residía entonces en Madrid, a donde había llegado en su segundo y largo exilio, el cual se inició a fines de 1923, por haber apoyado a Adolfo de la Huerta en sus también fallidas pretensiones presidenciales. Hasta allá lo alcanzó la noticia que lo impulsó a escribir su novela, para la cual no tenía un plan específico; más bien se guio por un modelo decimonónico, pues las entregas se publicaron conforme salían de su pluma. Sin embargo, para la versión en forma de libro, difundida en noviembre de 1929 desde Madrid por Espasa-Calpe, él depuró el texto en su totalidad. Así, de las 35 entregas originales, sólo sobrevivieron 28, muy modificadas; a ellas se sumó un breve pero magistral epílogo para completar los 29 capítulos que conocemos.

Cinco de las entregas eliminadas describen cómo obtuvo su diputación Axkaná González, quien es el gran amigo y la conciencia de Ignacio Aguirre, el personaje que representa a Francisco Serrano (y, en cierta medida, también a Adolfo de la Huerta). Hoy podemos recuperarlas en la edición crítica de la novela, que reproduce la versión periodística completa,2 en la cual asoma ya esa prosa extraordinaria que indujo al español Dámaso Alonso a afirmar que la de Guzmán era la mejor prosa de ambos lados del Atlántico.

El arranque de la secuencia señala la importancia de esas elecciones para la política mexicana: “Axkaná González era diputado por el Quinto Distrito de la capital de la República gracias a un episodio electoral que merecía considerarse […] como ejemplo típico del funcionamiento del sufragio dentro de la democracia mexicana” (286). Luego se indica que él había concitado la admiración respetuosa entre sus colegas de la Cámara de Diputados porque reunía “una extraordinaria cultura libresca y una rara capacidad para la acción apta para todos los trances” (286). Axkaná comprende pronto que, para alcanzar la diputación, no le basta con ser un intelectual, sino que debe echar mano de todos los recursos, en particular los innobles e ilegales. Si bien el lector acompaña al personaje en el proceso de aprendizaje, desde el primer párrafo se adelantan las conclusiones: “Seguro de que en México no existía la voluntad cívica del pueblo, ni tampoco el instrumento que la expresa —el voto—, [Axkaná] dejó el sendero que primitivamente se había trazado y practicó por fuerza durante unos días el supremo arte electoral de nuestra República. Se hizo maestro en la técnica de la simulación, en la del fraude, en la del tumulto” (286). La frase adverbial “por fuerza” indica que él debe abandonar sus renuencias éticas para convertirse en un político pragmático, como lo es en la novela el líder del partido político que postula a Aguirre a la Presidencia, Emilio Olivier Fernández, quien varias veces resume el ejercicio de la política usando un sabroso y muy mexicano verbo: “en México, si no le madruga usted a su contrario, su contrario le madruga a usted” (403). El arte de la política consiste, pues, en adelantarse al adversario para vencerlo, cualesquiera que sean los medios usados.

El primer paso de Axkaná para allegarse la candidatura es ofrecer el pago de los gastos. Después de que el auxilio de un individuo recomendado por el líder del partido resulta ineficiente, él mismo se encarga del proceso. Para ello, contrata al experimentado don Casimiro, quien, mediante la aportación inicial de cien pesos y la promesa de apoyo a sus huestes en caso de meterse en problemas con las autoridades, se allega a más de 50 maleantes de la Colonia de la Bolsa; todo para ayudar a la democracia, “Porque ni uno solo […] de los sesenta mil habitantes del 5º. Distrito se tomó el trabajo ni los riesgos de salir de su casa para depositar su voto en las urnas. El acto democrático del sufragio se reducía a la pugna entre los grupos mercenarios: de una parte el de Axkaná; de otra, el de Teódulo Herrera” (291-292). Incapaz de entender que la democracia implica un proceso histórico que requiere el lento aprendizaje de una compleja cultura cívica, el narrador acusa al pueblo por no ejercer sus derechos: “como fondo del paisaje político, la abstención pública más completa, la indiferencia total del conjunto ciudadano, su renuncia a la dignidad de gobernarse a sí mismo, y como personajes activos, como agonistas del drama electoral, la barbarie, la mentira y la violencia” (292). Quizá el final de la frase desmiente sus razones, porque si entonces dominaban la barbarie y la violencia, ¿cómo podía un ciudadano emitir su voto?

Cuando las bandas de los candidatos incursionan con violencia en los barrios adictos a sus adversarios, Axkaná siente vergüenza y asco, pero de inmediato acalla ese prurito de conciencia y él mismo dirige a sus huestes: “La lucha no era de votos, sino de chavetas y pistolas, de garrotes y puntas que se medían en la amenaza, cuando no en el hecho” (292). Así, el día de la votación, la gente de don Casimiro despoja a sus adversarios no sólo de los documentos electorales, sino también de cualquier objeto de valor, pues tener “las manos libres” era parte de su contrato. Cuando uno de los adversarios reclama por qué también le roban los zapatos, Axkaná piensa reprender a sus partidarios, pero “sin gran esfuerzo” contiene el impulso, aunque, dice el narrador entre paréntesis: “días después le avergonzaría recordarlo y lo encontraría totalmente inexplicable” (293). Axkaná se justifica diciendo que se trata de una guerra; y casi lo es, porque incluso se disparan armas de fuego para consumar el triunfo: “En los autos venían urnas, cédulas, padrones y aun las propias mesas y sillas de la casilla electoral arrasada” (293). Antes de claudicar, los enemigos llegan al club de los seguidores de Axkaná para recobrar no sólo los papeles electorales, sino también los objetos robados: carteras, relojes, dijes, anillos, corbatas, sombreros, pero las heroicas huestes de Axkaná resisten. Aunque los dos candidatos se declaran ganadores, él se siente seguro: “Porque era un hecho que sus turbas habían asaltado, conquistado y conservado la mayoría de las mesas; que documentos y papeles habían venido a quedar en su poder; y que ahora, preparado así, podría instalar con gente adicta, mejor que el otro, una junta computadora de apariencias legales” (294). Sin embargo, Teódulo, “como buen candidato mexicano, abrigaba una rara convicción —firme, inconmovible— en cuanto a la necesidad cósmica de su triunfo” (295). Por ello, en confabulación financiera con el director de El Diario y mediante el depósito anticipado de diez mil pesos (una suma enorme para la época), él compra a la mayoría de los diez presidentes de casilla (supuestamente adeptos a Axkaná), a cuyo cargo estaría, días después, el conteo final de los votos; esto amenaza con frustrar la diligente labor de un ayudante de Axkaná: “Siete días después de las elecciones, el Chato Menéndez se dedicaba aún a la tarea, para él bien grata, de fabricar expedientes falsos. Todavía inventaba nombres y personas; todavía simulaba firmas, cruzaba boletas, anotaba padrones y vertía, con tintas de diversos colores, en actas tan notables por la prosa como por la letra, toda clase de sucesos imaginarios de mucho sabor democrático” (296).

Pero luego de la delación de uno de los jefes de casilla, Axkaná urde un plan para vencer a sus adversarios. Así, antes de la reunión de la junta computadora y mediante el auxilio del comisario de la Primera Gendarmería, secuestran, uno a uno y con silenciosa eficiencia, a todos los presidentes de casilla, a quienes suplantan por gente afín a su grupo. Gracias a ello, apenas 32 minutos después de la hora oficial para iniciar el conteo de votos, la gente de Axkaná tiene lista toda la documentación que demuestra su triunfo. Cuando, por la fuerza, Herrera logra entrar al sitio, no encuentra a los presidentes de casilla verdaderos; el zafarrancho final no tiene ningún efecto, pues Axkaná ya es legalmente diputado.

Los capítulos sobre las elecciones fueron eliminados de la versión definitiva de la novela por varias razones. La primera, porque desviaban la atención de la trama, que debía centrarse en Aguirre. La segunda, porque ofrecían una visión retrospectiva ajena al modelo global de la novela, cuyo argumento se cuenta más bien hacia adelante. La tercera, porque mostraban a Axkaná como un político corrupto, capaz de cualquier triquiñuela con tal de obtener el poder, lo cual disiente de la imagen final de este personaje, quien es representado como la máxima conciencia revolucionaria posible, y quizá por ello es el único que, simbólicamente, se salva de la muerte.3

Los pasajes descritos no pretenden forjar crónicas de raigambre histórica, semejantes, por ejemplo, a los textos de Guzmán que componen El águila y la serpiente (1928). Más bien son una ficción novelesca, en la cual, como se ha visto, prima la hipérbole. Sin embargo, cabe suponer que Guzmán estaba enterado de las lides electorales, pues en 1922 ganó las votaciones para diputado por el 6º Distrito de la Ciudad de México.

Para disipar la sospecha de que se trata de pura ficción, cito, como conclusión, el testimonio autobiográfico de Gonzalo N. Santos, el famoso cacique de San Luis Potosí, dueño del inmenso rancho de El Gargaleote y gran señor de la política mexicana de la primera mitad del siglo xx. Con una actitud en extremo cínica, la cual no debe confundirse con mera ironía, Santos recuerda cuando, en las elecciones presidenciales de 1940, ayudó a fabricar el triunfo del general Manuel Ávila Camacho, candidato del Partido de la Revolución Mexicana (hoy pri), en contra de Juan Andreu Almazán, opositor de derecha. Como la casilla donde votaría el presidente Cárdenas estaba en manos de los almazanistas, los secuaces de Santos, que toda la mañana se apoderaron de casillas, tomaron ese sitio a sangre y fuego, mediante ráfagas de metralleta, acompañadas por algunas majaderías de alto calibre; luego, Santos ordenó que los bomberos lanzaran ráfagas de agua para eliminar los vestigios de sangre, con lo cual el presidente y su subsecretario votaron en un lugar limpio:

 

Cárdenas después de haber saludado a los “miembros de la casilla” […] y antes de despedirse me dijo: “Qué limpia está la calle”. Yo le contesté: “Donde vota el presidente de la República no debe haber basurero”. Casi se sonrió, me estrechó la mano y subió en su automóvil […] Ordené a los improvisados miembros de la casilla que llenaran la nueva ánfora de votos, pues iba a ser inexplicable que en la “sagrada urna” electoral sólo hubiera dos votos: el del general Lázaro Cárdenas, presidente de la República, y el de Arroyo Ch., subsecretario de Gobernación. Yo les dije a los escrutadores: “A vaciar el padrón y a rellenar el cajoncito y, a la hora de la votación, no me discriminen a los muertos pues todos son ciudadanos y tienen derecho a votar”. Les dejé un retén de quince hombres muy bien armados, con Thompson, por si alguien hubiera querido ir a recuperar esa casilla que con tantos “trabajos cívicos” habíamos ganado.4

 

En suma, si nos atenemos al texto novelístico de Guzmán y al autobiográfico de Santos, parecería que la democracia tuvo escasos avances en las primeras décadas del México posrevolucionario.◊

 


1 Por cierto: a Serrano no le bastó ser concuño de Obregón para conservar la vida. Tampoco le sirvió a Obregón haber ganado las elecciones al año siguiente, pues el 17 de julio de 1928, ya como presidente electo, fue acribillado por el insignificante cristero José de León Toral (hay hipótesis de que también hubo otros tiradores).

2 La sombra del Caudillo, ed. crítica coordinada por Rafael Olea Franco, París, allca xx (Archivos, 54), 2002.

3 En los hechos reales, sólo se salvó Francisco R. Santamaría, el posterior autor del Diccionario de mejicanismos (sic), aunque él, más bien seguidor de Arnulfo R. Gómez, otro aspirante presidencial asesinado el mismo 1927, logró escapar cuando los militares conducían por la calle, ya presos, a Serrano y sus partidarios, con quienes se encontraba casualmente.

4 Gonzalo N. Santos, Memorias, México, Grijalbo, 1986, pp. 715-716.

 


* RAFAEL OLEA FRANCO
Es profesor e investigador del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México.