La tercera es la vencida

 

BRUCE SWANSEY*

 


 

N o les contaré mi vida ni les abriré mi corazón. Una es tan ficticia como el otro. No tengo marido, hijos, padres, parientes ni amigos… Por no tener, ni siquiera tengo mascota. Aguardo, como los demás, los estallidos y el correteo amedrentado. La vida regimentada, un estado de alerta constante: alarmas aéreas, refugios en sótanos inhóspitos, sobresalto y la muerte en cada esquina. Hace años no hablo con nadie. Primero la pandemia justificó mi aislamiento y luego la guerra lo normalizó. Por el momento sobrevivo entre ruinas humeantes. Cualquiera pensaría que aquí es fácil cruzar el umbral que separa la vida de la muerte, pero yo no he sido afortunada; incluso la guerra me rechaza.

La paz la hacemos nosotras. Es como tener la casa limpia y la comida hecha, algo tan “normal” que pasa desapercibido. Es improbable aquilatar cuanto nos mantiene hasta no haberlo perdido. Un cráter en lugar de una escuela, por ejemplo. La guerra recrudece cuando a la afrenta sucede la infamia. Luego, el regodeo con la espectacularidad de la tragedia. Cada día, el sufrimiento producido por la guerra alimenta las noticias mundiales. Los edificios derrumbados o lo que permanece de sus estructuras como gigantescas radiografías, villas y ciudades arrasadas, pero mi edificio intacto, siempre intacto. Familias que dan una maroma y quedan tiradas en la esquina como títeres sin hilo, la cabeza de la madre apoyada en la banqueta. Es lo mejor que pudo haberles ocurrido.

En cambio, a mí todos se han empeñado en rescatarme. Debo de haber llevado colgado del cuello un cartel que dijera “ayúdenme, soy tonta” porque las personas han sido solícitas y en los momentos decisivos han ahuyentado a la muerte. Ayudar a la gente es la peor iniciativa. Está condenada al fracaso porque el ayudante no tiene la menor idea de lo que realmente se necesita, encandilado como está por ayudar. En cuanto al ayudado, siempre resentirá lo que le arrebataron y debió haber sido suyo, el respeto a su decisión. Lo peor, piensa en voz alta la prójima, es que no hay caviar. Alguien informa que el Stolichnaya es polaco.

Me preguntan cómo sucedió y esperan que les diga que fue una sorpresa, pero ni siquiera los bombardeos pasan súbitamente. Esto lleva tiempo a fuego lento: cada año las mismas dificultades, así hasta que sucede. Tampoco se explica mi sobrevivencia. Por bondad, quiero pensar, aunque lo que se entiende por bondad es relativo. Todo terminó después del segundo susto. No sé si lo lamento. Dos casualidades no me apartarán de intentarlo de nuevo. Esta vez la muerte no me despreciará. La gente aterrorizada huye de las zonas más afectadas para salir del país, así que las estaciones son escenarios de escaramuzas para abordar un tren que llega repleto.

¿Y si, en lugar de disuadirnos y rescatarnos, nos asistieran para desaparecer? Mantener a las personas vivas a pesar de su voluntad es una falta de respeto. ¿Disuadir a quien tiene todas las razones posibles para terminar? ¿Argumentar que la vida es lo único que tenemos? ¿Enumerar las razones por las cuales la existencia no sólo es accidental, sino que también está sobrevalorada? Lo único seguro es la guerra, que acabará cuando no haya quedado piedra sobre piedra. La paz es el desierto. Además de creer en la propia bondad, ¿qué otro engaño inventaremos para perdernos?

A diferencia de lo que algunos creen, lo planeé minuciosamente. El lugar, la hora, el féretro, los servicios funerarios y todos los papeles necesarios. Una debe enfrentar la desesperanza y, según muchos, tras aislarla habría que empeñarse contra ella en favor de la vida. Pero si eso no es posible, la voluntad de morir asistidamente, acompañada y con dignidad, es un deseo legítimo. Sin embargo, nuestra civilización está basada en un incuestionable sentido de sobrevivencia como para considerar la existencia negativa. Sólo la guerra podría concederme el deseo al aplastarme bajo escombros.

Fue como escoger una vacación. En Quo Vadis mostraban los modelos en una sala de exhibición aparte de las capillas. El hombre que me atendió por la noche colaboraba con la guerra recogiendo cadáveres.

“Querría poder cargarlos en un avión y arrojárselos para que vean lo que realmente está sucediendo aquí”.

Aunque con profunda seriedad, el empleado era jovialmente coqueto para mostrarme orgullosamente el cajón. El último regalo que me haría. Debía ser cómodo, le expliqué al empleado estúpidamente, quien cortésmente me dio el pésame. Cuánta anticipación, pensé. Era hermoso como un piano y el trabajo “de cabina”, fino.

Ya no hay sitios donde colgarse a gusto. Elegí el granero más alejado, el más desierto, pero una chiquilla me siguió y fue a dar la alarma. Durante la convalecencia consideré cómo escapar del presidio que llamamos existencia. La tristeza aplana el mundo y lo vuelve opaco, lo cubre bajo el polvo de una erupción ya lejana. Volví a la vida más determinada en emprender el camino de la libertad, así que apenas pude me arrojé al río sin percibir los faros de un coche en la neblina cuyo conductor se detuvo para llamar a la policía. Permanecí en el agua helada hasta hundirme en el cristal de la muerte, pero volví a la vida. La cosa fue motivo de broma, pero también de desconfianza, porque eso de nacer nuevamente parecía truculento, algo deshonesto como un milagro. Como estaban las cosas, ya no me preocupaba fallar, sino ser rescatada. Recuerdo la voz del sacerdote diciéndome que si alguna vez lo lograba lo llamara. Y me extendía su número en un pedazo de papel. La próxima vez deberé considerar más cuidadosamente el entorno.

La meditación permite abandonarse a la corriente espesa que nos arrastra al basurero. Se dice que la línea entre la vida y la muerte es tenue. Yo, en cambio, estoy atascada en el gran agujero. Si miro hacia arriba veo una luz encogida y fría; hacia abajo, la oscuridad es intraspasable. En medio, el detritus de la existencia, que no necesita ser comprendida y escasamente lo es. La tercera es la vencida.◊

 


 

* Es doctor en Letras por el Trinity College de Dublín y por El Colegio de México. Crítico de teatro, narrador y profesor en las universidades donde se doctoró, así como en el Departamento de Comunicación de la Universidad Autónoma Metropolitana. Ha colaborado en revistas y periódicos nacionales como ProcesoEste País y La Jornada. Se ha desempeñado como jefe de información en el Canal 22. Ha publicado, entre otros libros, Barroco y vanguardia: de Quevedo a Valle-Inclán y Edificio La Princesa.