La Revolución de Octubre: 70 y 100 años después

Dentro de sus alforjas, Leonardo Valdés Zurita guarda por igual haber atestiguado desde Moscú el septuagésimo aniversario de la Revolución rusa, haber sido consejero presidente del Instituto Federal Electoral y un sinfín de tareas y reuniones electorales dentro y fuera del país. Rebuscando en ese cúmulo de experiencias, cuenta y reflexiona acerca de los cambios que el mundo ha tenido desde que, hace casi treinta años, se desmoronó la urss.

 

LEONARDO VALDÉS ZURITA*

 


 

Sí, decidí no escribir “memorias”. Me lo sugirió el entonces presidente de El Colegio de México. Dijo: “Ni memorias, ni la colección de tus artículos en prensa; eso no tiene valor académico”. Debió haber sido en septiembre de 2013. Comíamos en un restaurante español de San Jerónimo: uno de sus preferidos. Acepté su invitación para incorporarme como investigador asociado a la institución en la que hice mi doctorado en la segunda mitad de los años setenta del siglo xx. Cierto, no fui un estudiante brillante, pero, hasta este momento, ninguno de sus egresados, salvo yo, ha tenido la responsabilidad de presidir el Consejo General de la autoridad electoral autónoma del país. Sí, el Instituto Federal Electoral, que se creó en el complejo proceso de cambio político que, por economía del lenguaje y de otras cosas, llamamos “transición democrática”. Por cierto, de eso trató mi tesis de doctorado que, transformada en libro, se publicó en diciembre de 2017.

Cumplí. Los dos años que tuve el privilegio de pertenecer a la planta académica del Colmex me dediqué a recuperar mi agenda académica, nunca abandonada, pero ciertamente colocada en un plano secundario. Durante años, más o menos desde 1996, me ocupé de la función electoral. Lo hice con pasión y decisión. Pensaba que era lo mejor que podía hacer para ayudar a ese proceso de cambio que, desde mi punto de vista, más valía que nos saliera bien. Lo que sucedía en otros países con sistemas políticos parecidos no dejaba lugar a dudas.

Bueno, pero ésta no pretende ser una reflexión ni justificación de lo que hice o dejé de hacer. Es una breve colección de recuerdos que, más por azar que por otra razón, me tocó vivir con treinta años de distancia.

Debió ser a principios de septiembre de 1987 cuando el secretario general del recién fusionado Partido Socialista Unificado de México (psum) informó al pleno de la dirección nacional del naciente Partido Mexicano Socialista (pms), en su reunión semanal, que había recibido una invitación del secretario general de Partido Comunista de la Unión Soviética (pcus) para que el secretario general del pms (partido hermano, por ser de alguna manera heredero del Partido Comunista Mexicano) asistiera a la celebración del septuagésimo aniversario de la “gloriosa Revolución de Octubre”.

Discutimos, pues ésa era (¿sigue siendo?) la marca de la casa. Conclusión: no se podía aceptar la invitación; no teníamos aún un dirigente nacional (¿sería secretario general?), nuestra dirección era colegiada y teníamos mucho que hacer para que el partido estuviera debidamente estructurado antes del inicio del proceso electoral presidencial de 1988.

Una semana después llegó una nueva versión de la invitación. Ahora, serían bienvenidos tres miembros de la dirección colegiada. La discusión tomó otro rumbo: ¿cómo nombrarlos? La decisión ganó consenso rápidamente: que cada uno de los tres afluentes principales designara a uno de los invitados. El psum no tuvo problema: su último secretario general (además, portador de la invitación) sería uno de los tres. Un desprendimiento del Partido Socialista de los Trabajadores (pst) que, se presumía, traería al nuevo partido una importante parte de la estructura de su origen, decidió (supongo que también sin gran discusión) que su secretario general (o algo así) fuera otro de los invitados.

Para el Partido Mexicano de los Trabajadores (pmt) la decisión fue un poco más complicada. Su presidente (pues no tenía secretario general) sería candidato del nuevo partido a la Presidencia de la República. No se vería bien, se dijo, que en un país mayoritariamente católico, un candidato presidencial competitivo asistiera a la conmemoración del aniversario de la Revolución Comunista. El resto de los dirigentes tenía mucho que hacer para que la fusión de estructuras saliera de la mejor manera posible y, sobre todo, para que no se pusiera en riesgo la nominación de nuestro precandidato presidencial. Así, por no tener demasiadas responsabilidades y tener pasaporte vigente, me tocó ser el tercero de los invitados.

Unos días después, Pablo Gómez nos convocó a Jesús Ortega y a mí a su oficina en Monterrey 50. Nos explicó que las celebraciones se realizarían durante un par de días en Moscú. Argumentó, además, que podíamos solicitar un conjunto de reuniones con instancias del Comité Central del pcus para conocer de manera directa qué era la Perestroika y la Glásnost. Nos pareció adecuado. Adelantaríamos, entonces, nuestra salida un par de semanas para poder llevar a cabo esas reuniones.

Al programa se agregó un par de días en Leningrado: reunión con miembros del Comité Central del partido en esa ciudad y visita al museo del Hermitage. El vuelo, por Aeroflot, incluyó una extraña parada de abastecimiento (no escala: no bajamos del avión; hasta donde pude observar, no subieron pasajeros) en La Habana. Pensé que era un asunto de logística y de economía. Al parecer, cargar combustible y alimentos era “mejor” en Cuba que en México. De hecho, al regreso llegamos directo al Benito Juárez; supongo que ya con el pasaje a bordo volvieron a hacer esa escala técnica en La Habana.

El conjunto de reuniones fue realmente extraordinario; el programa cultural (varias visitas al Bolshói) y la hospitalidad también fueron fuera de serie. La escapada a San Petersburgo incluyó noche de tren con camarote para dormir. Teníamos a nuestra disposición a un funcionario del Departamento de Relaciones Internacionales, encargado de los vínculos con los partidos mexicanos, como responsable de la programación y realización de las reuniones de trabajo; a un muy eficiente joven traductor y a dos choferes. Nos traían y llevaban en una impecable limusina negra. Le llamaban чайка (sonaba como chaika); nos dijeron que significaba “gaviota” en ruso. Por supuesto, una de las primeras actividades fue una visita a la tienda del Comité Central. Nos regalaron ropa interior térmica, abrigo, gorro y zapatos forrados. Dijeron que al partido le resultaba más barato ajuararnos que atendernos médicamente o regresarnos enlatados, luego del intenso frío que sentiríamos, sobre todo en el desfile al aire libre que sería parte de las celebraciones.

Una anécdota, de tantas, que he contado muchas veces. El día que empezaron las celebraciones, desayunamos con los miembros de otras delegaciones mexicanas: el líder del Partido Popular Socialista (pps), que recibía trato de partido casi hermano; dos miembros de la dirección nacional del Partido Revolucionario Institucional (pri), partido amigo. Pienso que al nuevo hotel del Comité Central no le sobraba una sola habitación. Estaban presentes representaciones de todas las izquierdas del mundo. Con exactitud cronométrica, nos mandaron a lavar los dientes y a poner los abrigos y gorros; teníamos que estar en la puerta justo a la llegada de nuestros vehículos para abordarlos sin demora. Era la mañana del discurso inicial del secretario general; todos teníamos que estar en nuestros lugares a tiempo. Esperábamos, pues, los vehículos; hacía frío. Tras la impecable чайка venía un discreto sedán. El secretario de algo del pri (años después experto en sistema electoral, funcionario del primer ife y, finalmente, gobernador de su estado, postulado por un partido distinto al que representaba en Moscú) me preguntó si la limusina era la nuestra. Asentí. En broma, supongo, dijo que no era justo; que el auto que a ellos les habían asignado era muy modesto. Yo, por supuesto bromeando, le intenté explicar que ahí “nosotros” estábamos en el poder; que, al regresar a México, el tamaño de los autos seguramente se invertiría, pues allá “ellos” estaban en el poder. Reímos.

El discurso, las ceremonias y el desfile fueron majestuosos. El hecho de que unos días antes había renunciado el secretario general del partido en Moscú parecía un incidente menor. El curso que tomaron los acontecimientos, cuatro años después, demostró que no fue así; había ya una velada lucha por el poder. Frente al Kremlin, además de miles de soldados, pasaron remolcados por grandes camiones los misiles de alcance medio, cuya destrucción tenía un enorme significado de cambio hacia afuera, pero adentro era un asunto no resuelto.

En las reuniones, nos explicaron que una pieza fundamental de la renovación económica era la reconversión industrial. Necesitaban dejar de producir masivamente armamento para fabricar más bienes de producción. Sonaba lógico, por supuesto, elevar la fabricación de tractores, en lugar de mantener la alta producción de tanques. Para eso era necesario establecer nuevos términos de relación con Europa. Por esa razón, los misiles de alcance medio desfilaban por última vez. Serían unilateralmente destruidos, como muestra de buena voluntad. Era un paso importante para detener la carrera armamentista. El objetivo era desmontar, incluso, el proyecto de guerra en la galaxia, que parecía ciencia ficción y tenía un enorme costo económico. Por supuesto, esperaban que la reacción de “Occidente” fuera favorable. Sólo así podrían avanzar en su reconversión industrial.

El planteamiento teórico tenía que resolver otros problemas. ¿Cómo reordenar las cadenas productivas de una industria centralmente planificada, pero operada con gran burocratismo y alta ineficiencia? Las unidades productivas cumplían, fundamentalmente, con el plan, pero desperdiciaban recursos de manera asombrosa. Nos pusieron un ejemplo. Al año, una fábrica de lápices debía producir cierta cantidad de toneladas. En las últimas semanas, cuando era inminente que no iban a cumplir, decidían elevar el grosor de los lápices y, en el límite, alcanzaban la meta de producción. Que los lápices fueran “gordos” y difíciles de usar no tenía la menor importancia. Evidentemente, esto estaba relacionado con una estructura de poder político que concentraba en los Ministerios la toma de decisiones, marginaba a los congresos (sóviets) y centralizaba todo el poder en el Comité Central y en su secretario general.

Querían hacer cambios también en esa estructura de poder. Estaban intentando un experimento político. Nos explicaron la mecánica de sus elecciones. A pesar de tener un solo partido, elegían con regularidad a los diputados a los sóviets y éstos a los de los órganos intermedios, hasta llegar al Sóviet Supremo. Los candidatos, postulados por el pcus, eran trabajadores de los centros productivos más importantes de la región. No dejaban su empleo mientras eran representantes ni recibían salario o dieta por ese servicio a la comunidad. Diputados, pues, que vivían, trabajaban y ganaban como obreros; claro, eran miembros del partido. Sus capacidades técnicas y políticas para intervenir en el diseño y evaluación de los planes de producción y en la regulación de la misma eran muy limitadas. Por eso, los Ministerios tomaban las decisiones. Estaban intentando elevar la calidad de los sóviets experimentando cierto pluralismo en su conformación. Los candidatos únicos tenían que ganar la mayoría de los votos emitidos. De no ser así, la elección se repetía con otro candidato. Ahora querían introducir un poco de competencia. En algunos distritos habían decidido que el segundo centro de trabajo en importancia también postulara un candidato. El pcus llevaría dos candidatos para la elección del diputado del sóviet local. El que tuviera mayoría absoluta sería diputado (sin licencia laboral ni dieta; eso no estaba sujeto a revisión). Si ninguno de los dos alcanzaba el triunfo, la elección se repetiría; con otro u otros candidatos: el partido decidiría.

Parecía un experimento complicado y no se alcanzaba a ver qué efecto podría tener en la calidad de la representación y/o en las capacidades de los sóviets. En la reunión surgió algo que llamó poderosamente mi atención. La participación en las elecciones con un solo candidato era superior a 97%. En los contados experimentos que habían realizado con dos candidatos, la participación seguía siendo muy alta. Pregunté si el voto era obligatorio. Me respondieron que no. Expliqué que en los sistemas occidentales, sin voto obligado, la participación no era tan elevada; que siempre había un porcentaje relativamente importante de personas que no estaban interesadas en participar. Pedí que me dieran elementos para entender el caso soviético. Un camarada, quizá un poco mayor que la Revolución, me explicó que el pueblo soviético expresaba con su voto su apoyo incondicional a la Revolución. Salir a votar era, para todo efecto práctico, una renovación del compromiso de los camaradas con su revolución. No se ocultaba cierto tufo antiexperimento con dos candidatos del viejo camarada. El refrendo periódico del fervor revolucionario, desde su punto de vista, no sería mayor (como no lo era) en ese coqueteo con la democracia burguesa.

Otro camarada, éste quizá diez años menor que la Revolución y entusiasta promotor del experimento de los dos candidatos, explicó que, sin contradecir al “camarada técnico”, era necesario considerar que la alta participación con uno o dos candidatos tenía que ver con un elemento esencial de la democracia proletaria. Los diputados a los sóviets eran electos sólo con la mayoría absoluta de los votos. En consecuencia, los camaradas querían que su voto a favor o en contra de los diputados formara parte de tan importante decisión. Entrado ya, sin gran provocación, en la evaluación del “experimento”, argumentó que en algunos casos los candidatos viejos y conocidos (sobre todo por su ineficiencia) habían perdido votaciones ante nuevos cuadros: ciertamente desconocidos, pero con ganas de apoyar el avance de la Revolución. En fin, ante la no clara aprobación de los camaradas de mayor edad, parecía que lo prudente era seguir experimentando y evaluando. Ésa era, finalmente, la línea trazada por el Comité Central y por el camarada secretario general.

Al salir de la reunión, ya en la чайка, me sorprendió que el joven traductor decidiera explicarme algo de la dinámica electoral que conocía con suficiencia. Era miembro de las juventudes del partido; se llamaban Komsomol. Me dijo que a ellos, a los jóvenes, les tocaba hacerse cargo de las mesas de votación. Que la jornada electoral empezaba el primer minuto del día y terminaba 24 horas después, a menos de que la totalidad de los camaradas hubieran acudido a votar antes de las 12 de la noche. Por ese motivo, los jóvenes muy temprano por la mañana hacían un primer corte de la participación y ubicaban en el padrón a los camaradas que aún no votaban. Una comisión iba a visitarlos a sus casas para recordarles que ése era el día de la votación. Además de motivar a los olvidadizos, esa primera ronda ayudaba a tener información acerca de los que habían fallecido recientemente, los que andaban de viaje o los que estaban hospitalizados. Ésos, los difuntos, viajeros y enfermos, no llegarían a votar. Podían formar parte del 2 o 3% de abstención “regular” de la mesa de votación. Hacia media mañana salía otra brigada para recordar a los omisos que los estaban esperando para votar. Temprano por la tarde, una tercera visita. El objetivo era que antes de la cena pudiera cerrarse la mesa de votación para no tener que esperar hasta la media noche. Por supuesto, los jóvenes tenían mejores opciones para llegar a la madrugada del día siguiente.

En fin, me quedó claro que la democracia proletaria era, por supuesto, respaldo a la gloriosa Revolución, cuyo septuagésimo aniversario celebrábamos, pero implicaba, también, otros elementos de movilización de los votantes que nada tenían que ver con el perfil ético a partir del cual los camaradas de la Academia de Ciencias del Comité Central explicaban la alta participación. Ese botón de muestra me ayudó a entender muchas otras cosas de la renovación (Perestroika) y de la transparencia (Glásnost). Las muchas horas del vuelo de regreso fueron el espacio para reflexiones que me conducían a una conclusión: los problemas que enfrentaban como sistema social no se resolverían con las medidas que estaban intentando poner en marcha. Parecía que el sueño socialista estaba agotado y que no faltaba mucho para que el orden de cosas establecido colapsara. Por supuesto, yo no alcanzaba a vislumbrar lo que sucedería, pero estaba seguro: algo sucedería.

Y sucedió. Hubo un intento de golpe de estado contra el secretario general. Lo salvó el renunciado (¿renunciante?) secretario general del partido en Moscú, pero de inmediato y en vivo le pidió su renuncia. Ese personaje se hizo de la presidencia. Puso al partido en segundo plano. Desintegró la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, creó la Federación Rusa como su sucesora, atestiguó la disolución del bloque en Europa del Este y le correspondió ver cómo la gran mayoría de los partidos hermanos en esa región colapsaron. Algunas “naciones” también lo hicieron. La economía se privatizó. En muchos casos, las empresas centralmente planificadas pasaron a ser propiedad de eminentes mafiosos, ahora prominentes empresarios. Así terminó el régimen fundado por los bolcheviques después de la Revolución de 1917.

A mí me tocó representar al pms en la Comisión Federal Electoral en 1988, atestiguar la famosa “caída del sistema” y conocer la forma de operar del personaje que presidía ese órgano colegiado por ser secretario de Gobernación. Por cierto, precandidato presidencial de su partido en ese y en otro proceso electoral, y ahora senador de la República por otro partido. Dejé la militancia cuando mi partido decidió ceder su registro legal a la organización que surgió del Frente Democrático Nacional. Me parecía que, luego de lo aprendido en Moscú y de lo que estaba pasando con el “Socialismo Real”, estábamos obligados a redefinir el proyecto político que le ofrecíamos a México. Pensaba que sería conveniente construir un programa socialdemócrata, en lugar de simplemente cambiarle el nombre al partido para dar cabida a quienes tenían evidentes urgencias electorales.

Me dediqué de tiempo y vida completa a mi carrera académica, iniciada a principios de los ochenta. Hice del tema electoral el centro de mis inquietudes teóricas y de mis investigaciones. Terminé la tesis y me doctoré. Me incorporé a un pequeño grupo de voces académicas que acompañaron los procesos de reforma electoral que, entre otras cosas, crearon y modificaron el Instituto Federal Electoral. En los debates previos a la reforma de 1996, cuando era evidente que se requería profundizar la autonomía del ife, le dije a quien quiso escuchar, e incluso publiqué un artículo en prestigiada revista especializada (cuyo director, por cierto, no estaba de acuerdo con mi propuesta), que el secretario de Gobernación debía salir del Consejo General; que un ciudadano, electo por la Cámara de Diputados, debía ser el presidente de ese órgano y de esa institución.

Por la concatenación de diversos elementos políticos, me tocó ser electo como consejero suplente del nuevo Consejo General del ife; director ejecutivo de Organización Electoral, durante la primera elección federal en la que ya no intervinieron ni apoyaron el gobierno federal ni los gobiernos de los estados; consejero electoral del Consejo General fundador del Instituto Electoral del Distrito Federal; finalmente, consejero presidente del Consejo General del ife. Todo eso, de 1997 a 2013. Pasé de la teorización y el planteamiento de problemas al diseño de programas y resolución de los múltiples problemas que deben enfrentarse para que las elecciones sean libres y justas. Aprendí mucho, sobre todo que el funcionario electoral debe participar en procesos continuos de capacitación; que en el intercambio de experiencias está la construcción de las mejores prácticas.

Porque así tocó, el área internacional del ife era impulsora de un ambicioso programa de cooperación, que incluía asistencia y capacitación de funcionarios electorales de diversas partes del mundo. Al consejero presidente le correspondía conducir los trabajos de la Coordinación de Asuntos Internacionales. No dudé, ese programa de cooperación internacional terminaría por ser parte del proceso continuo de capacitación de los funcionarios de la institución. Las bases de la cooperación eran horizontales; cada vez que venía una delegación a conocer cómo administrábamos las elecciones mexicanas, les pedíamos que nos presentaran sus mejores experiencias. Nuestros funcionarios enseñaban y aprendían a la vez. Durante los casi seis años que estuve al frente del ife, vinieron a capacitarse funcionarios electorales de 29 países de África, América Latina y Europa del Este. Quizá por eso, la Asociación de Organismos Electorales de Europa del Este (aceeeo, por sus siglas en inglés) me nombró miembro honorario en septiembre de 2013 (un mes antes de terminar mi periodo como consejero presidente del ife). Un reconocimiento inmerecido, pero que acepté con agrado.

Un buen amigo, que presidió la Fundación Internacional de Sistemas Electorales (ifes, por sus siglas en inglés; que también me entregó un reconocimiento en 2013), es igualmente miembro honorario de la aceeeo. Se retiró y mudó a San Miguel de Allende. En 2017 tenía planeado asistir a la 26 Conferencia Anual de la aceeeo en Sofía, Bulgaria, cuyo tema central sería: “El votante consciente en la era digital”. En concreto, coordinaría los trabajos de una mesa redonda sobre el tema central de la Conferencia, que se llevaría a cabo del 8 al 10 de noviembre. Mi amigo se vio obligado a cancelar en septiembre, por razones personales. Me pidió sustituirlo y se lo propuso a los directivos de la aceeeo. Aceptaron y acepté; sería una buena oportunidad para volver a ver a buenos amigos y, de paso, conocer sus discusiones sobre un asunto de actualidad.

Llegué a Sofía el 7 de noviembre. A la inauguración, el 8, asistieron el presidente y el primer ministro de Bulgaria. El segundo llegó cuando el primero había iniciado su discurso; por cierto, favorable al uso intensivo de la tecnología informática en las elecciones. Al terminar su mensaje, la presidenta de la Comisión Central Electoral explicó que el presidente se retiraba, por su apretada agenda. Tocó el turno al primer ministro. Hizo una intervención muy poco favorable al voto electrónico y sus derivaciones. Terminó y se fue, por lo apretado de su agenda. Me pareció que no había “química” entre esos personajes. Recordé la confrontación Gorbachov-Yeltsin, de treinta años antes. Luego, las palabras del secretario general de la aceeeo y del vicepresidente de la ifes nos regresaron al centro del evento: los retos de las autoridades electorales en la era digital.

La jornada transcurrió como estaba planeada. Las presentaciones y las mesas de discusión aportaron muchos elementos de reflexión. Dos cuestiones concentraron la atención: ¿Cómo hacer que los jóvenes de la era digital se interesen y participen en las elecciones? ¿Deben los gobiernos regular las redes sociales para evitar que las fake news incidan en las preferencias de los votantes? La discusión transitó en la delgada frontera entre los intentos de “gobernar” la comunicación digital y la defensa de la libertad de expresión, como elemento fundamental de la democracia. La mesa que me tocó coordinar fue escenario de una aguda confrontación de esas posiciones. Por suerte, era la última de la jornada. Luego, la “cena oficial”; no de gala, pero de saco y corbata. Las damas, en realidad, llegaron mucho más elegantes que nosotros; los caballeros traíamos el mismo atuendo desde la inauguración en la mañana.

El discurso, en búlgaro (traducido al inglés y al ruso, no simultáneamente), de la presidenta de la Comisión Central Electoral adelantó que tendríamos un menú y vinos búlgaros y un programa especial para amenizar. Efectivamente, en cuanto llegaron las viandas salió al escenario un trío de cuerdas. Un chelo y dos violines, ejecutados magistralmente por sendas señoritas, acompañadas por toda una orquesta grabada. La tecnología digital al servicio de la música clásica. En mi mesa, por supuesto, se seguía discutiendo sobre la pertinencia del uso de esa tecnología en las elecciones. Luego, cuando las ejecutantes de las cuerdas se fueron a descansar (en realidad a cenar), aparecieron en escena tres tenores. Cantaron, espléndidamente, arias de óperas clásicas que arrancaron fuertes aplausos de los comensales. Volvieron las cuerdas. Ahora un repertorio más popular; algo de los ochenta y noventa. Aplausos. Los tenores volvieron. Cantaron, también un repertorio más pop. Los funcionarios electorales saltaron a la pista. Bailaron con entusiasmo.

Era la noche del 8 de noviembre. Al verlos bailar la música “occidental”, recordé que treinta años antes yo estaba en Moscú. La “gloriosa Revolución de Octubre” en realidad se llevó a cabo en la noche del 6 al 7 de noviembre (del 24 al 25 de octubre, según el calendario juliano, que era el oficial en Rusia en ese momento), con la toma del Palacio de Invierno. Esa revolución había cumplido 100 años. Nadie la había mencionado. A nadie le importaba. Pienso que fui el único, en esa sala, que recordó el acontecimiento. Los funcionarios electorales estaban preocupados por los retos de la democracia en la era digital. Bailaban.

Yo pensé: éste es otro mundo; soy otra persona.**

 


** Mucho agradezco los comentarios y sugerencias de mis colegas del Instituto de Ciencias de Gobierno y Desarrollo Estratégico de la buap: José Antonio Alonso Herrero, Orlando Espinosa Santiago, Francisco José Rodríguez Escobedo y René Valdiviezo Sandoval. Además, agradezco los comentarios de mis alumnos del Taller de Ensayo Político, de la Librería del Complejo Cultural Universitario de la buap. Por supuesto, yo respondo sobre todo lo que dice este texto.

 


* LEONARDO VALDÉS ZURITA

Es profesor titular en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.