La revista Diálogos

Convencido de que la historia de una literatura está en la historia de sus revistas, José María Espinasa, no sólo antólogo sino devoto de aquel Diálogos de Ramón Xirau, pone en el mapa de nuestras letras a la publicación que honró a El Colegio de México durante tantos años.

 

– JOSÉ MARÍA ESPINASA –

 


 

Las revistas literarias habían sido, antes de la década de los sesenta, muy importantes para la promoción de grupos y la fijación de posturas estéticas. Hay que recordar Contemporáneos en los treinta, Taller y El Hijo Pródigo en los cuarenta. Pero se hacía necesario ya un concepto distinto de revista, aquel que se haría evidente en una publicación como Plural a principios de los setenta. Deudoras de esa tradición, muchas de las revistas surgidas a partir de 1955 —fecha en que apareció el primer número de la Revista Mexicana de Literatura— con un alto nivel cualitativo ampliaron el horizonte que ellas habían establecido. La revista que mejor representó eso fue Diálogos, que dirigió desde su primer número, en 1964, hasta el último, en 1986, Ramón Xirau.

La historia de la revista es a la vez prototípica y anómala. Xirau cuenta que la publicación surgió, como muchas otras, de una conversación en la que alguien dijo “hace falta una revista”, alguien contestó “hagámosla” y —además— hubo otro alguien que decidió financiar un primer número, tal vez dos. Xirau es entonces un hombre que se aproxima a los cuarenta años —nació en 1924— y goza de un prestigio creciente como ensayista y profesor universitario; es también un poeta casi secreto (al secreto de la poesía suma el de que la escribe en catalán.) Por eso resulta natural que el sencillo pero expresivo título Diálogos vaya seguido de un subtítulo: “Artes y letras”.

El apoyo al primer número financiado por la amistad, aunque después se haya dicho que el dinero venía de la cia, se extendió a dos y a tres; se hicieron proyectos sin que se tuviera una base económica sólida y sin que la publicidad o la venta pudieran garantizar siquiera la subsistencia de la revista. Es la historia de casi todas las publicaciones de este tipo. El Colegio de México, centro de investigación que se consolidaba cada vez más como institución académica, adoptó como suya la publicación. El subtítulo mencionado antes cambió: “Artes, letras y ciencias humanas”. Su género por excelencia sería el ensayo y funcionaría como una ventana a lo que sucedía en otros países y lenguas.

No deja de ser curioso que la revista tuviera formas de funcionamiento propias de una revista independiente —posibilidad de publicar autores desconocidos, de tendencias no sólo diferentes sino contrapuestas—, a la vez que una de sus mejores cualidades fuera no tener ese aire de fin del mundo, de última jugada que acompaña a las entregas de revistas independientes, y comprender que el trazo de su dibujo estaba dilatado en el tiempo, en la sucesión de números.

Por otro lado, la estructura —el esqueleto— tenía un buen balance: ensayos de largo aliento, textos de creación, notas y reseñas de libros, artes plásticas, teatro, cine, música, e incluso comentarios breves sobre la actualidad y noticias de la cultura contemporánea. Diálogos no fue una revista “necesaria” en sentido sociológico; respondía más a una voluntad común de reconocerse en el espacio colectivo que abrían sus páginas, en la lectura como un factor de ese sentido comunitario. Lejos de ella estaban los manifiestos y las consignas; sí, en cambio, creía en una labor acumulativa, de construcción interna de una cultura.

Tres rasgos distintivos podrían destacarse: por un lado, la abundante presencia de autores latinoamericanos que, a través de sus páginas, se volvieron conocidos del público mexicano y hasta frecuentes colaboradores en otras revistas. Por otro, la importancia fundamental de las traducciones y la aparición de nuevas voces. Esto último se dio de manera natural, sin que supusiera un espaldarazo o un padrinazgo, simplemente el reconocimiento de su calidad. A su vez, estas voces no ocupaban un espacio en la revista capaz de monopolizarla en provecho propio o de un grupo o generación: están por igual Francisco Hernández como Hugo Hiriart, Ignacio Solares como Esther Seligson, Fabio Morábito y Pedro Serrano.

Lo más importante es rescatar la idea de una publicación que no está orientada a un ejercicio de poder más allá del que implica la aparición en sus páginas de una determinada colaboración. Una ojeada al índice general deja en claro que el colaborador más asiduo fue su director. Xirau escribía reseñas y notas, traducía, presentaba autores y de vez en cuando también publicaba ensayos y poemas. Su trabajo no fue protagónico, pero sí le dio un tono a la revista, en principio desde los “Epígrafes”, especie de editoriales (género tan difícil) en cada número y que luego recogió en libro. Todos los editores saben qué importante es ese trabajo de redacción que va de los artículos sin firma a las reseñas, mezcla que da cuerpo a los ladrillos y forma a la casa. El símil arquitectónico tiene su miga: cada número es como una habitación más en la casa o como una nueva reunión en la sala. Las revistas tienen algo de almanaque, de hojas de calendario que en lugar de quitarse se agregan.

Muchos de los textos que Diálogos publicó formaron parte posteriormente de libros importantes. Por eso no hay tanto que mirarla con nostalgia sino como un pasado cumplido. Estudiar ese discurso permitiría mostrar hasta qué nivel su influencia en revistas posteriores es profunda y cómo influyó también fuera de nuestras fronteras en otras publicaciones. Ahora que surge, más de cuarenta años después, la revista Otros Diálogos, su heredera en versión digital, dirigida por Silvia Giorguli, presidenta de El Colegio de México, su función y su destino son seguir fieles a la impronta que Xirau marcó, a manera de homenaje al maestro que ya no está entre nosotros, y a la vez ser partícipe de un nuevo tiempo, un nuevo siglo, en el que incluso el soporte ha cambiado. Otros Diálogos está llamada a ser motivo de novedosas y fértiles conversaciones. ◊