La producción socioeconómica de las pandemias y de las desigualdades

El impacto que ha tenido la pandemia de COVID-19 ha sido mayor en los estratos socioeconómicos de menor ingreso, a pesar de que se ha dicho que “el virus no distingue”. ¿Cuáles son los mecanismos económicos detrás de la relación entre enfermedad y desigualdad? Carlos López Morales ofrece una posible respuesta al analizar la diferencia entre ingreso y riqueza en México.

 

CARLOS A. LÓPEZ MORALES*

 


 

La pandemia ocasionada por el virus SARS-CoV-2 deja muchas lecciones; entre ellas, destaca la tarea de revisar su relación con las desigualdades. Sobre esto, algunos debates que he sostenido en mis círculos cercanos han gravitado alrededor de aseveraciones como “el virus no distingue”, “a todos toca por igual” o, en el extremo, “es un mecanismo de selección natural”. Es cierto que algunas de sus características pueden contribuir a sostener argumentaciones de ese tipo, pues, a fin de cuentas, la amenaza omnipresente viene porque el virus es nuevo, es decir, nadie en el planeta había estado expuesto a él y por eso tener inmunidad —al menos ningún humano—, y sobrevivirán sólo aquellos que tengan éxito en la respuesta inmunitaria; de allí el proceso presuntamente selectivo. No obstante, la ecología del virus es mucho más compleja: ni empieza con las características genéticas del brinco zoonótico (documentadas en marzo de este año en el estudio “The Proximal Origin of SARS-CoV-2”, publicado en Natura Medicine) ni termina con las respuestas diferenciadas de nuestros sistemas inmunológicos. La historia ambiental de las pandemias, como la que cuenta Laurie Garrett en su estupendo The Coming Plague, de 1994, nos enseña que son ecología humana: dependen de la manera en la que nuestro entorno construido se relaciona, casi siempre de modo negativo, con el específicamente natural. Se trata de procesos de coproducción entre nuestras sociedades y los ecosistemas que las soportan.

En efecto, la investigación especializada sobre emergencia y propagación de patógenos sugiere que los procesos causales subyacentes no tienen el mismo carácter que los que explican otras calamidades, al respecto de las cuales la especie humana tiene muy poco que hacer —a pesar de su hibris característica—, salvo reducir vulnerabilidades y riesgos. En su participación en el libro Wildlife and Emerging Zoonotic Diseases, de 2007, un grupo de científicos liderados por Sarah Cleaveland, de la Universidad de Glasgow, reporta que tanto la emergencia como la dispersión de patógenos se explican con los crecientes desbalances funcionales ocasionados por la destrucción de los ecosistemas asociada a nuestras expansiones poblacional y económica. Al perder sus reservorios y sus interacciones históricas y milenarias, patógenos como el SARS-CoV-2 encuentran en su eterna búsqueda evolutiva nuevos mediterráneos por conquistar en los entornos degradados, abundantes en huéspedes humanos. Muchas veces fracasan, pero muchas otras tienen éxito, incluso cuando son inocuos o aun benéficos para nosotros, como se sugiere en la bibliografía reciente sobre microbiota humana. El problema surge, nos queda clarísimo, cuando su éxito se acompaña de enfermedad y muerte, como ahora.

 

Economía y desigualdad

 

Pero la enfermedad y la muerte no han tocado a todos por igual. Uno de los aspectos presentes a escala global es que las estadísticas de contagio y muerte están lejos de reproducir fielmente las características poblacionales, dado que sobrerrepresentan a los grupos vulnerables, ya sea por ingreso, por color de piel o por condición social. Una cosa es decir que la vida de todos ha cambiado por la pandemia y otra muy distinta sostener que afecta a todos por igual. Por lo que es visible hasta ahora, esta epidemia sólo ha agudizado las desigualdades preexistentes, incluso cuando los gobiernos hayan dispuesto las mejores respuestas de contención (por lo menos hasta ahora), lo que ha ocurrido en muy pocos países.

Aunque todavía hay mucho ruido estadístico, una investigación sobre el perfil sociodemográfico de la mortalidad mexicana por COVID-19 realizada por Héctor Hernández Bringas, de la unam, informa que 71% de los fallecidos contaba apenas con educación primaria o no tenía ningún grado de estudios, mientras que la estadística poblacional del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (inegi) registra 31% para primaria completa, incompleta o sin instrucción. A escala local, el gobierno de Ciudad de México publica estadísticas de contagio por colonia y los primeros cruces de información sugieren una correlación entre la permanencia de casos activos con las colonias de bajos ingresos. Se sabe de antaño que la economía mexicana es una de las más desiguales en el mundo: la segunda peor en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, una de las peores en la región latinoamericana y dentro de las treinta más desiguales a escala mundial. No debería sorprender que la pandemia nos afecte precisamente de ese modo, desigual e injusto; o tal vez sí, dependiendo de la receptividad que se tenga de los lemas gubernamentales que sugerían la protección prioritaria a los más vulnerables.

Se manifiesta una paradoja: mientras que las desigualdades son visibles a nivel de calle, el entendimiento científico sobre su naturaleza pareciera que no está todavía establecido, aunque el tema gana frecuencia y relevancia en las preguntas de los científicos sociales.

En una publicación para Latin American Policy, de 2017, Miguel Reyes, Graciela Teruel y Miguel López, de la Universidad Iberoamericana, reportan que la concentración del ingreso entre los hogares mexicanos es mucho peor que la que se observa en las estadísticas de inegi. Ellos encuentran que el decil más rico puede concentrar hasta 53% del ingreso total (contra 35% de inegi) y que se acumula especialmente en el percentil de hogares con más altos ingresos que, según sus cálculos, tiene más que los seis deciles de menores ingresos juntos. Además, esa desigualdad tiene expresiones regionales importantes. Las principales son, tal vez, que la actividad productiva nacional está concentrada en sólo tres regiones (centro, occidente y noreste), y que todas las entidades del país ostentan una aguda concentración del ingreso en los deciles más ricos del país, aunque hay algunas peores, como Ciudad de México y los estados del sur.

La llamada economía estructural, una rama de análisis económico surgida en la primera mitad del siglo xx, ofrece una herramienta muy útil para estudiar, entre otra cosas, los procesos que subyacen a una distribución del ingreso desigual. Los modelos económicos de esta tradición imponen mecanismos teóricos de determinación de las variables económicas de interés (empleo, producción, precios, uso de recursos, ingreso, entre otras) sobre representaciones contables de las transacciones monetarias observadas entre todos los agentes de una economía determinada. De ese modo, esta rama de análisis permite conjuntar teoría con análisis empírico, utilizando bases de datos para describir economías reales con mucho detalle.

Recientemente, en colaboración con Miriam Valdés Ibarra y Alejandro Dávila Flores, de la Universidad Autónoma de Coahuila, trabajé en un estudio regional sobre desigualdad del ingreso en México, y en él utilizamos ese tipo de modelación estructural. Planteamos un experimento para analizar el modo en que el funcionamiento del sistema económico produce las agudas concentraciones del ingreso; simulamos una transferencia monetaria equitativa a todos los deciles de hogares en el país, aislamos los efectos de escala asociados a su concentración demográfica, asumimos que dicha transferencia se gasta de acuerdo con los patrones de consumo observados y medimos el impacto en el flujo circular del ingreso, es decir, tanto en las respuestas productivas regionales como en la percepción por parte de los hogares del ingreso que resulta de esas respuestas productivas. Encontramos que, después de que la transferencia equitativa recorrió los recovecos del sistema económico nacional, más de la mitad de la actividad económica se termina concentrando en tres de siete regiones (centro, noreste y occidente), mientras que las regiones sureñas apenas concentraron menos de una quinta parte de la respuesta económica nacional.

Además, en el ámbito nacional, por cada peso de ingreso generado que perciben los hogares de más bajos ingresos, los de más altos ingresos terminan percibiendo $48, lo cual se explica en función de que los salarios representan sólo una tercera parte del valor agregado nacional (el resto corresponde a pagos a los acervos de capital) y de que éstos se distribuyen muy desigualmente: a saber, 42% se concentra en los hogares de más altos ingresos, mientras que los más pobres no reciben ni 1%. La moraleja de este experimento es clara: una transferencia monetaria equitativa para todos los hogares en todas las regiones se transformó en concentración regional y aguda desigualdad del ingreso. Otras lecciones de esta investigación incluyen asuntos metodológicos y otros relativos a la pertinencia de medidas paliativas de política, sobre todo aquéllas basadas en transferencias monetarias a los hogares. Asimismo, es preciso señalar que la producción de las desigualdades regionales y de ingreso está en el adn del sistema económico nacional.

No obstante estos hallazgos, uno de los retos fundamentales para un entendimiento más completo de la desigualdad es el de distinguir entre ingreso y riqueza en estudios como el recién comentado, o en encuestas como las del inegi. El ingreso se mide siempre por unidad de tiempo y es, por lo tanto, un flujo económico. La riqueza, en cambio, es un acervo acumulable que puede tomar diversas formas, algunas más monetizables (como una cuenta bancaria o de inversión) que otras (la tenencia de la tierra, los bienes raíces, etc.). El asunto crucial entre estas dos variables es entender las formas causales en las que la distribución de la riqueza determina la del ingreso y viceversa; y para tener mejores modelos económicos, debe considerarse el tiempo como otra variable de análisis.

 

Implicaciones a largo plazo

 

Seguramente, los años venideros traerán consigo varias evaluaciones sobre el impacto socioeconómico de la pandemia ocasionada por el SARS-CoV-2. Hay dos temas de suma importancia. El primero se presenta en forma de hipótesis de trabajo: dada la novedad del fenómeno, la pandemia fue peor en aquellas regiones en las que lo eran también las desigualdades y, en consecuencia, éstas se agudizaron allí donde la pandemia fue peor, incluso a pesar de las medidas gubernamentales de contención. El segundo tiene que ver con la resiliencia de los sistemas económicos contemporáneos, y se formula mejor con un par de preguntas de investigación: ¿modificarán su funcionamiento los sistemas económicos a consecuencia de la pandemia? ¿Contribuirá este cambio a resolver las amplias desigualdades existentes?

Por lo pronto, lo que sí se sabe es que ni la pandemia ni la desigualdad son estados de la naturaleza, sino que son producción socioeconómica, aunque en grado y escala muy diferenciados. Esta comprensión tiene implicaciones importantes a largo plazo. Por ejemplo, la modificación del carácter destructivo de la relación entre la sociedad y los ecosistemas requiere transformaciones globales del modo de vida contemporáneo, sobre todo en un mundo que todavía no se estabiliza poblacionalmente. Algunos cambios podrán ser necesariamente radicales, como los requeridos en la distribución internacional de los patrones de consumo intensivos en recursos energéticos y materiales, y en las maneras de producir ambos para asegurar la conservación de los ecosistemas remanentes.

Respecto a las desigualdades económicas, el examen mexicano sobre el ingreso que aquí se comenta sugiere la existencia de un fuerte comportamiento inercial que transforma una distribución equitativa en una distribución ampliamente concentrada. Esa transformación puede tener muchas explicaciones posibles que conforman nuevas preguntas de investigación: ¿cómo se asocia esa concentración del ingreso con la distribución de la riqueza, tanto dentro de cada región como entre ellas?, ¿cómo influyen las reglas y convenciones institucionales en la transformación de valor agregado en salarios y luego en su distribución desigual entre la población?, ¿qué papel debe jugar una política educativa de largo aliento para mejorar el prospecto de ingreso de la mayor parte de la población mexicana, sobre todo en las regiones más pobres y desiguales?, ¿cómo influyen los patrones de consumo asociados con la urbanización creciente y generalizada en la actividad económica y en los patrones de distribución del ingreso?

La agenda de investigación que dibujan estos cuestionamientos es ambiciosa, pues plantea comprender las condiciones que permitan la sustentabilidad material y ecológica de una sociedad que batalla contra sus desigualdades, y debe atacarse articuladamente desde varias trincheras; es decir, no tiene por qué circunscribirse solamente a inspirar el diseño de programas de política pública. Esta tarea es titánica, pero no menos urgente, sobre todo si lo que nos interesa es, por parafrasear al filósofo español Manuel Sacristán, una sociedad justa en una Tierra habitable.** ◊

 


 ** Agradezco a Elisa T. Hernández por las lecturas, los comentarios y las sugerencias de edición del presente artículo.

 


* CARLOS ANDRÉS LÓPEZ MORALES

Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Demográficos, Urbanos y Ambientales de El Colegio de México.