La producción de la ciudad y su antítesis

Desde el final del siglo xx, las casas de interés social se construyen lejos del centro de las ciudades. Esto —dice Clara Salazar— no sólo excluye a sus habitantes de las ventajas citadinas (servicios, transporte, comercio, cultura, etc.), sino también de las finanzas públicas locales, es decir, del presupuesto gubernamental. Relegados a la periferia, los conjuntos urbanos de hoy son la antítesis de la ciudad ideal.

 

–CLARA SALAZAR*

 


 

Un informe de las Naciones Unidas indica que 55% de la población mundial vive hoy en ciudades y estima que ese porcentaje podría alcanzar hasta 68% en 2050. Pero, si lo que llamamos ciudad varía en tamaño, función, importancia y complejidad, ¿a qué se refiere la Organización de las Naciones Unidas y qué implicaciones tiene vivir en ciudades?

Sin pretender una apología de la ciudad, en este ensayo reflexionamos sobre lo que ofrecen las metrópolis, pero también sobre lo que dejan de ofrecer a una parte importante de la población, a la que niegan lo más esencial de la vida urbana. Nuestro enfoque vincula la totalidad de la metrópolis con sus espacios residenciales. Por un lado, hacemos referencia a ese conglomerado urbano que tiene la virtud de contribuir con una proporción sustancial de riqueza al producto interno bruto nacional, la de generar una diversidad de opciones laborales, educativas, culturales, recreativas y de movilidad, física y social, y de incorporar rápidamente innovaciones tecnológicas de última generación, produciendo dinámicas de crecimiento económico y prodigando mejores condiciones de vida a la población. Por otro lado, reseñamos los ambientes habitacionales ofrecidos en la ciudad y puntualizamos cómo, en su boyante producción y reproducción, se gesta su antagonismo.

Una muestra de lo anterior es que el hábitat que se produce en la ciudad está formado por entornos donde es deseable vivir, pero también por espacios que son la antítesis de lo deseable. La vida en las zonas residenciales de altos ingresos, con acceso a todos los bienes de consumo colectivo (equipamientos, servicios e infraestructura básica) y de consumo individual (centros comerciales, centros nocturnos, teatros, cines), contrasta con la vida de quienes habitan en las periferias, donde la tierra se ocupa sin derechos de propiedad ni obras de urbanización, donde la población pobre construye sus propias casas y los bienes de consumo colectivo están ausentes o son de mala calidad.

Este contraste no era así para los sectores medios. Hasta la década de los ochenta, el Estado mexicano les ofrecía viviendas de interés social que cubrían satisfactoriamente los requerimientos de esta población. Más allá de las características de estas viviendas, las unidades habitacionales tendían a ubicarse en suelo vacante dentro de la ciudad consolidada, o en sus cercanías, lo que permitía no sólo el uso de los bienes de consumo colectivo amasados históricamente a través del esfuerzo social, sino también el disfrute de los subsidios creados para asegurar su consumo.

Para los albores del siglo xxi, esta situación había cambiado drásticamente. Las viviendas de interés social —o, en general, las de menor precio en el mercado, también llamadas “viviendas económicas” o “viviendas populares”— se vieron paulatinamente desplazadas a la periferia lejana de las ciudades y, bajo la forma de conjuntos urbanos, se han extendido más allá del cinturón de la ciudad precaria. En estos nuevos conglomerados prevalecen condiciones difíciles de accesibilidad, movilidad y conexión, servicios básicos insuficientes, equipamientos recreativos y culturales escasos, así como servicios de salud exiguos e ineficientes. En la medida en que este nuevo modelo de hábitat ha sido concebido como un espacio privado, delimitado por bardas, se ha visto apartado del área urbana consolidada y sus habitantes no sólo han quedado segregados de la atención gubernamental requerida para su sustentabilidad, sino que también han sido disociados del disfrute de los bienes de consumo colectivos erigidos en la ciudad. Así, el grueso de la población que accede a una vivienda de bajo precio ha sido sentenciada a vivir en la antítesis de la ciudad. De acuerdo con las cifras ofrecidas por la Comisión Nacional de Vivienda, entre 2014 y 2018 se financiaron, en el ámbito nacional, 840 mil viviendas de tipo económico y popular (las más baratas del mercado), lo que representa 47.8% del total de viviendas financiadas en el periodo. Las preguntas que surgen entonces son: ¿cómo se constituye este antagonismo con la vida urbana?, ¿cómo se caracteriza?

Se constituye, en primer lugar, por la mayor restricción con que el Estado contempla los conjuntos urbanos en la dotación de bienes de consumo colectivo. Bajo los estándares en que éstos se producen actualmente, el Estado no siempre los provee de infraestructura y equipamiento. Por ejemplo, en el Libro Quinto del Código Administrativo del Estado de México, se estipula que corresponde al promotor inmobiliario autorizado a construir un conjunto urbano ejecutar las obras de infraestructura primaria, de urbanización y de equipamiento urbano. Como estas obras son parte de la inversión del constructor capitalista, éste transfiere su costo a los usuarios finales. En consecuencia, la “producción material” de bienes, que antes era financiada por la sociedad en su conjunto, pasa a ser adquirida de forma individual y es solventada directamente con el ingreso de los habitantes de la vivienda. Aunque, tras la entrega de las obras, corresponde a la autoridad municipal prestar los servicios públicos que requiera el conjunto, varios trabajos de investigación muestran que éstos son precarios. La falta de eficiencia gubernamental se debe, en parte, a que los municipios buscan mayores recursos fiscales y autorizan la construcción de más viviendas de las que son capaces de atender.

Pero hay otras cosas de las que son privados los habitantes de los conjuntos urbanos más externos. En éstos, por ejemplo, no se realiza la transformación y renovación constante de los bienes de consumo colectivo que dan paso a experiencias urbanas, que optimizan las rutinas y generan nuevos hábitos de convivencia; tampoco se produce en ellos la incorporación y el mejoramiento constante de los sistemas de transporte colectivo, ya sea el Metro o el Metrobús, ni se aplican las nuevas modalidades de movilidad, como las ecobicis; ni los carriles especializados para peatones y usuarios de bicicletas, distinguidos de los de  transporte público y privado. En los conjuntos urbanos se prescinde de la heterogeneidad y diversidad de esos bienes y de su constante recualificación. Así, la falta de una acción sistemática del gobierno sobre los conjuntos urbanos se ve profundizada porque la población de éstos no puede aprovechar los servicios públicos subsidiados. Veamos algunos casos.

En primer lugar, quienes viven en casas de interés social construidas en la periferia de la ciudad no salen de su casa a la calle y toman un transporte público subsidiado; ellos pagan tarifas sin subsidio y toman un colectivo deteriorado o un taxi pirata, o recurren al consumo individual de gasolina para acceder a los bienes colectivos.

En segundo lugar, a los conjuntos urbanos se les niega la diversidad de imagen urbana, lo que los vuelve monótonos. Una de las características de la ciudad es que reproduce la heterogeneidad mediante actuaciones puntuales, como permitir una disparidad en la altura de los edificios, aprobar cambios en los usos de suelo, ejecutar obras públicas o insertar mobiliario urbano. Los conjuntos urbanos, en cambio, son creados como productos terminados, determinados por la colocación estandarizada de piezas que, respondiendo a la lógica de las economías de escala, producen un espacio homogeneizado para facilitar la ganancia económica. Arropados en una política del acceso a la vivienda, por ejemplo, el municipio de Tecámac autorizó la construcción de un conjunto urbano de 45 000 casas de interés social de hasta de 35 metros cuadrados, las cuales fueron implantadas en terrenos de cuatro metros de frente y 60 de fondo. Este conjunto alberga hoy una población similar a la de Los Mochis (Sinaloa), Gómez Palacios (Durango) o La Paz (Baja California). La diferencia del conjunto con estas ciudades es, sin embargo, radical. La repetición en cadena de un modelo de vivienda destinado a un mismo estrato de población elimina toda la pluralidad que ofrecen dichas ciudades.

En tercer lugar, los conjuntos urbanos son segregados de los beneficios de las finanzas públicas locales. Bajo el argumento de que son espacios erigidos con los equipamientos y los servicios básicos necesarios, no son objeto del Ramo 33, recurso federal destinado a las zonas de mayor marginación municipal; tampoco son objeto prioritario de la inversión que resulta de los impuestos y demás tributos captados por los municipios, ni de los créditos adquiridos por éstos —recursos que se orientan preferencialmente a las zonas de la ciudad con mayor inversión de capital. Es el caso, por ejemplo, de la colonia Polanco, o de los ejes Reforma e Insurgentes en la Ciudad de México, donde se han modernizado los medios de movilidad, se han reforzado las medidas de seguridad, se ha mejorado la iluminación pública, se han redimido los camellones y los jardines, se han rediseñado las aceras y hasta se solucionan con rapidez las fugas de agua o las inundaciones por las lluvias.

En cuarto lugar, la población de los conjuntos urbanos queda aislada de la estructura de oportunidades para acumular capital social. Como ha señalado Rubén Katzman, estos grupos de población tienen menor exposición a los modelos de rol colectivo y cívico, y quedan excluidos de otros patrones de identidad, de participar en las manifestaciones y de obtener e intercambiar la información que se produce en la ciudad y se expresa cívicamente. Igualmente, quedan fuera del disfrute de los espacios para el consumo cultural, de las actividades artísticas, de los programas deportivos y las actividades lúdicas, como los concursos de baile y de teatro que se realizan en las plazas públicas. Además, quedan apartados de los ámbitos donde ocurren actividades delimitadas: el parque, la zona de oficinas, el centro comercial, el barrio de contrabando, el mercado tradicional, la pequeña tienda, el supermercado. Su aislamiento anula la posibilidad de que converjan con otros habitantes de la ciudad: el empresario, el estudiante, el tendero, el marchante, el mercader.

Si bien Alan Bourdin ha llamado la atención sobre el declive de la ciudad como el espacio de las relaciones sociales y su emergencia como el lugar de los consumidores, los conjuntos urbanos no ofrecen ni siquiera esto. La amplia oferta de consumo individual que se da en la ciudad está ausente en ellos, donde son insuficientes los lugares donde comprar, reducida la variedad de sus productos y muy limitada la diferencia de precios. Vivir en un conjunto urbano reduce la capacidad del consumo individual.

Producir ciudad, entonces, implica vigorizar constantemente los espacios habitables facilitando el consumo de los bienes y servicios públicos que pueden ser compartidos y usados por toda la población, independientemente de su estrato socioeconómico. Si bien en toda ciudad se producen dinámicas de diferenciación social de los espacios —mediante inversiones públicas y privadas que se focalizan en emplazamientos específicos para favorecer las actividades productivas—, la creación de conjuntos urbanos totalmente homogeneizados y meramente funcionales, sumada a la precariedad o ausencia de bienes y servicios colectivos, tiene un efecto mucho más agudo: los ámbitos de la experiencia cotidiana quedan reducidos a su mínima expresión.

Producir ciudad bajo el modelo de los conjuntos urbanos provoca un vacío de ciudad. Las características que definen el ideal de vida urbana —concentración de servicios, oferta inmediata de transporte, localización estratégica de cercanías (de movilidad, trabajo, escuela, mercados, recreación, diversidad, etc.)— desaparecen en éstos, reemplazadas por el aislamiento, la desconcentración de servicios, la lejanía y la inmovilidad. Los habitantes de estos conglomerados urbanos pierden el derecho a la ciudad, a la comunidad urbana y a las dinámicas colectivas prometidas por la modernidad.◊

 


Bibliografía

 

Bourdin, Alain, La metrópole des individus, Francia, Éditions de l’aube, 2005.

conavi, Sistema Nacional de Información e Indicadores de Vivienda, México, conavi/sedatu, disponible en <http://sniiv.beta.conavi.gob.mx/cubo/financiamientos.aspx#>, consultado el 21 de noviembre de 2018.

Gobierno del Estado de México, Reglamento del Libro Quinto del Código Administrativo del Estado de México, Toluca, Gobierno del Estado de México, 2016.

Kaztman, Rubén, “Seducidos y abandonados: el aislamiento social de los pobres urbanos”, Revista de la Cepal, núm. 75, diciembre, 2001, pp. 171-189.

 


* CLARA SALAZAR
Es profesora-investigadora en el Centro de Estudios Demográficos, Urbanos y Ambientales de El Colegio de México.