La política exterior hacia América Latina: la mirada intermitente

Más pragmática que basada en estrategias planeadas y propositivas, la política exterior mexicana hacia Latinoamérica ha sido zigzagueante, una mirada reactiva que no parece mostrar visos de cambios en la actualidad, como señala Ana Covarrubias en este rápido recorrido de más de siete décadas a través de la relación de México con sus vecinos del sur.

 

ANA COVARRUBIAS*

 


 

¿Cuándo mira México al Sur? Veamos cómo lo ha hecho desde 1945, cuando la supremacía internacional de Estados Unidos se hizo indiscutible. Nuestro país ha mirado a América Latina normalmente en coyunturas: por necesidad económica, por no quedar excluido de iniciativas regionales, en reacción a las consecuencias que sucesos en la zona puedan tener en México y por otros fines de política interna y exterior. Así pues, lo que encontramos es una mirada reactiva, las más de las veces, y ciclos de acercamiento y distancia de nuestros vecinos del sur.

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Uno de los intereses ocasionales de México en América Latina ha sido el comercial; el país ha mirado al Sur por necesidad, cuando su economía encuentra dificultades o cuando ve amenazado su comercio con Estados Unidos.

Los gobiernos mexicanos han apoyado los esfuerzos integracionistas; el primero en 1960, cuando se constituyó la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (alalc), y el segundo en 1980, cuando ésta se convirtió en la Asociación Latinoamericana de Integración (aladi). En ambos casos, México decidió participar por dificultades con su modelo económico, que requería de más mercados, en un mundo en el que se consolidaban bloques regionales, pero, además, por no quedar excluido de lo que fue inicialmente un esfuerzo sudamericano. La aladi no ha logrado el objetivo último de la integración regional y México continúa siendo miembro de ella, a pesar de haber firmado el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (tlcan).

No pueden subestimarse las consecuencias que tuvo esta decisión en la percepción de los países latinoamericanos respecto del lugar de México en el continente; se ha argüido que el país abandonó América Latina. Esta percepción, real o no, ha influenciado de manera significativa la diplomacia mexicana desde entonces: México ha concluido tratados de libre comercio o complementación económica con alrededor de 14 países latinoamericanos y participa hoy en la Alianza del Pacífico (ap) con Colombia, Perú y Chile. No sería aventurado afirmar que, a partir de la entrada en vigor del tlcan, sus relaciones comerciales con América Latina se han dado en la lógica de un modelo económico de apertura comercial y no tanto por necesidad coyuntural. El único momento de crisis reciente fue cuando el candidato y presidente electo Donald Trump amenazó con sacar a Estados Unidos del tlcan y México miró nuevamente al Sur. Todo parece indicar, sin embargo, que el nuevo Tratado México-Estados Unidos-Canadá (t-mec) será ratificado y, de ser así, que el país seguirá concentrando su comercio en América del Norte.

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México ha mirado con más frecuencia hacia Centroamérica y el Caribe, pues la cercanía implica riesgos y oportunidades. Tres ejemplos ilustran sus reacciones a lo que sucede en su frontera sur y en su tercera frontera: la Revolución cubana, la crisis centroamericana de los años setenta y ochenta, y la situación actual en el Triángulo Norte (Guatemala, Honduras y El Salvador).

La Revolución cubana trajo la Guerra Fría al hemisferio. A grandes rasgos, el cambio de poder en la isla tuvo dos resultados principales en los países de la región: amenazó su seguridad y se convirtió en asunto de política interna. El gobierno mexicano implementó una política exterior aparentemente progresista, y sobre todo pragmática, que, recurriendo al principio de no intervención, buscaba aliviar la división en el país, entre quienes apoyaban al nuevo gobierno y quienes lo repudiaban, y mantener distancia de la política estadounidense sin oponerse a ella frontalmente. En consecuencia, llegó a calificar de incompatible el sistema interamericano con el régimen marxista-leninista de Cuba, pero mantuvo su lenguaje a favor de la no intervención y la autodeterminación. Esta política le valió la tolerancia de Estados Unidos y el reconocimiento de Fidel Castro.

El gobierno cubano, sin embargo, no fue siempre una amenaza; fue también una oportunidad. Por ejemplo, el acercamiento a Cuba resultó útil para demostrar el progresismo de los gobiernos mexicanos, como el de Luis Echeverría, o cuando “había que pasar por Cuba” para lograr otro fin, como el apoyo a la política tercermundista de ese mismo presidente o la negociación para la paz en Centroamérica, como lo hicieron las administraciones de José López Portillo y Miguel de la Madrid.

Un momento fundamental de la política exterior mexicana hacia la región fue el que tuvo como protagonista al Grupo de Contadora, fundado en 1983 por México, Colombia, Panamá y Venezuela para buscar una solución negociada a la crisis iniciada por el triunfo de la Revolución sandinista en Nicaragua en 1979. Esta Revolución fue apoyada por el gobierno de López Portillo debido a la simpatía que sentía por los guerrilleros y porque el cambio en Nicaragua —y El Salvador— se consideraba no sólo justo sino también necesario para evitar una guerra generalizada con participación estadounidense. El Grupo representó, para unos, la continuación de esa política activa hacia la región; para otros, la adopción de una diplomacia más distante, pero Contadora trabajó arduamente para lograr que todos los países en conflicto firmaran el Acta de Contadora para la paz y la seguridad en Centroamérica. El esfuerzo mexicano fue reacción a la inestabilidad en sus fronteras, que provocó, entre otras cosas, el flujo de un buen número de refugiados hacia el sur de México, lo que suponía atención especial a ese grupo que requería recursos y coordinación, y que complicaba la relación con Guatemala cuando su ejército incursionaba en Chiapas persiguiendo a quienes definía como guerrilleros. El Acta de Contadora no fue firmada por los países centroamericanos y la paz fue negociada por ellos mismos en el proceso de Esquipulas, pero la política mexicana se distinguió por su compromiso con la paz y la seguridad en el istmo.

Hoy México vuelve a mirar a Centroamérica para contener los efectos de la violencia y la pobreza en esa región en el país. Ya el gobierno de Fox había implementado el Plan Puebla Panamá (ppp) para fomentar el desarrollo regional, pero no obtuvo los resultados esperados. En esta ocasión, el instrumento diseñado es el Plan de Desarrollo Integral (pdi) que pretende, igualmente, contribuir al crecimiento y desarrollo en el Triángulo Norte, y evitar, así, la migración que cruza nuestro país en su camino a Estados Unidos. Una vez más, es una mirada reactiva.

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La apertura y alternancia políticas en México a inicios del siglo xxi trajo consigo una nueva mirada hacia América Latina: la defensa y promoción del libre comercio, de la democracia y de los derechos humanos se convirtieron en prioridades de la política exterior. Esta política, sin embargo, dio como resultado el deterioro de las relaciones con varios países, lo que reavivó posiciones como las que señalaban la pérdida de liderazgo de México en América Latina y su dependencia de Estados Unidos.

El país llegó tarde a la democracia regional, pero fue bien recibido, aunque pronto enfrentó su primer desafío, cuando dirigió su política exterior de democracia y derechos humanos hacia Cuba, poniendo fin al pragmatismo que había caracterizado la relación bilateral basada en un entendimiento peculiar de la no intervención. Cuba aparecía nuevamente como una oportunidad para lograr el objetivo de demostrar el cambio en México. Pero en esta ocasión dicha oportunidad terminó casi en el rompimiento de relaciones diplomáticas en tanto el gobierno de la isla reaccionó negativamente a la “invitación” a la apertura política. Durante el gobierno del presidente Vicente Fox se cerró un ciclo en las relaciones México-Cuba.

Los gobiernos subsecuentes, tanto del pan como del pri, mantuvieron su posición a favor de la democracia en la región: en 2009, tras el golpe de estado en Honduras, el gobierno de Felipe Calderón respaldó la aplicación de la Carta Democrática Interamericana (cdi), que establece la suspensión del país miembro de la Organización de Estados Americanos (oea) en donde se haya producido una interrupción del orden democrático, hasta que éste se restablezca. De igual manera, la administración de Enrique Peña Nieto defendió activamente la restauración de la democracia en Venezuela, pero los intentos de México fueron infructuosos y tensaron mucho las relaciones con ese país. Actualmente, la diplomacia mexicana ha optado por no juzgar al gobierno de Maduro y por promover el diálogo entre el oficialismo y la oposición.

¿Por qué los gobiernos de Calderón y Peña Nieto optaron por continuar con la política de democracia y derechos humanos? La mirada al Sur puede explicarse por la necesidad de ambos de subrayar la naturaleza democrática de su régimen ante el enorme problema interno de derechos humanos y, como en otras ocasiones, para hacer evidente la presencia de México en América Latina. México actuaba como un jugador regional después de un periodo de deterioro en las relaciones con varios países, y en una clara rivalidad con Brasil.

En efecto, Fox no pudo rendir buenas cuentas al terminar su sexenio. Algunos países consideraron intervencionista su política de democracia y derechos humanos, pero fue su defensa a ultranza del modelo neoliberal, reflejado en la propuesta estadounidense del Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (alca), lo que constató sus diferencias ideológicas con los países de la “ola rosada” (es decir, con gobiernos de izquierda). Así pues, el alca se convirtió en motivo de división en el continente y fue durante la Cumbre del Mar del Plata en 2005 cuando murió la iniciativa, no sin antes haber provocado un conflicto entre México, por un lado, y Argentina y Venezuela, por el otro; el primero defendió el Acuerdo y los segundos lo rechazaron. El diferendo con Argentina no superó el intercambio incómodo de declaraciones entre los presidentes; en el caso venezolano, se llegó prácticamente al rompimiento de las relaciones diplomáticas.

Brasil se opuso también al alca, pero quizá la reacción más fuerte de México al gobierno de Lula se debió a su política global y a la rivalidad por el liderazgo regional. Nuestro país no pudo ser indiferente ante un Brasil que pugnaba por un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y que diseñó organizaciones regionales que lo excluían, como la Unión de Naciones Suramericanas (unasur). La política exterior de Lula dejó claro que América del Sur era su espacio.

Teniendo como antecedente el deterioro de las relaciones de México con América Latina durante el gobierno de Fox, sus sucesores, Calderón y Peña Nieto, se dieron a la tarea de recomponerlas y de asegurar la presencia de México en la región. El primero logró la constitución de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (celac), que reafirmó el poder de convocatoria del país. En consecuencia, México miró al Sur al sentirse excluido por las acciones de Brasil y de quienes constituían la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (alba), que encabezó la lucha contra el modelo neoliberal.

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El gobierno de Andrés Manuel López Obrador llegó al poder prometiendo una mirada constante hacia América Latina. Hasta hoy, su mirada combina cambios y continuidades: en el caso de Venezuela, México modificó radicalmente su posición, pasando de la defensa de la democracia a la no intervención; en Centroamérica mira porque, otra vez, lo que sucede en el istmo afecta al país.

América Latina y el Caribe ameritan la mirada de México, aunque ésta ha sido ambigua al dirigirse hacia Ecuador, Bolivia, Haití y Chile; parece ser, en ocasiones, una que no ve. Dada la situación en la región, podría esperarse una mirada reactiva, no una estrategia planeada y propositiva: el gobierno no ha sugerido como objetivos de política exterior ser un jugador regional ni proyectar su política interna (¿ideología?), y no hay, todavía, temas externos que alteren los equilibrios internos. De mantenerse este status quo, podríamos anticipar una etapa sin mirar al Sur, más allá de Centroamérica, lo cual no sería novedoso en la política exterior de México; entraríamos en el ciclo de la distancia.◊

 


* ANA COVARRUBIAS

Es profesora-investigadora en el Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México.