La poesía como azogue: El desprendimiento de David Huerta

 

OLGA MUÑOZ CARRASCO*

 


 

El desprendimiento. Antología poética 1972-2020.
David Huerta.
Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2021, 432 pp.

  

Después de llevar varios días entregada a la lectura de El desprendimiento, a la poesía de David Huerta en este formato de antología, me gustaría abordar esta presentación como he abordado la lectura: de manera fragmentada, un poco a retazos, porque siempre es una cosa extraña leer a un poeta en una antología: de alguna forma se percibe la ausencia de los textos no seleccionados, falta que también de algún modo han de restañar los poemas supervivientes. Frente a Jordi Doce —que ha leído exhaustivamente la obra de Huerta, la ha seleccionado con tanto cuidado y la ha reconfigurado al añadirle un iluminador prólogo—, mi acercamiento a Huerta es más reciente y se sustenta en esta hermosa edición de Galaxia, como si se tratara de un gran poemario. He pensado, entonces, hacer unas breves calas en asuntos que me han interpelado para, a partir de ahí, conversar.

El primer arrebato para mí llega con Incurable, esa propuesta inagotable, inabarcable y susceptible de ser caracterizada con muchos otros calificativos que abunden en su irreductibilidad. Desde ahí me pareció que, a partir de los fragmentos seleccionados, podría reconstruirse el resto proyectivamente, como si desde cualquier punto del tejido verbal pudiera, paradójicamente, adivinarse la trama libérrima del resto. Su fisionomía me evoca la de un pulpo gigante que se despliega por sorpresa y va ocupando todo el espacio disponible, sin importar las dimensiones del hueco. Aquí tenemos cuatro fragmentos que llenan páginas y páginas con un aliento genésico y autogenerativo.

El desprendimiento provoca en el lector, al menos en esta lectora reciente, cierto desconcierto. Pasar el primer tramo de la obra —por ejemplo, de El espejo del cuerpo a Incurable— genera vértigo, y lo mismo sucede en la transición de unos libros a otros en la segunda zona de la poesía de Huerta (la que comienza tras el gozne de La música de lo que pasa, de 1997, según nos ilustra Jordi en el prólogo). Esta escritura metamorfoseante nos convierte en lectores vírgenes, lectores noveles en cada entrega, algo que debería suceder con cualquier poemario, pero que no tan frecuentemente ocurre. Y, sobre todo, no siempre ocurre con un mismo poeta: ¿qué hacemos con unos poemas que nos obligan a alterar nuestras coordenadas de lectura cada vez?, ¿cómo se lee eso?, ¿cómo se lee así? Con El desprendimiento he tenido una fuerte sensación de necesidad de aclimatación a casi cada libro, como si tuviéramos que aprender a leer todo el tiempo o, más bien y para servirnos del título, he experimentado la necesidad de desprenderme de adherencias para acometer con plenitud la entrega al texto. Y entonces, claro, en ese abandono a cada poemario descubrimos elementos que enlazan libros incluso distantes, apariciones casi obsesivas como una mano tendida, un espejo ubicuo o la vocación de descenso que surgen de una forma u otra. Me interesa este asunto de en qué lector o lectora nos convierte El desprendimiento, qué dinámica de lectura exigen estos versos.

La citada cuestión del espejo, por ejemplo, es una clave evidente. La capacidad de esta escritura para la analogía es impresionante, y es como si se colocaran espejos por todas partes para activar el reflejo, la contigüidad de imágenes, el lazo visual (la palabra como azogue). Por ejemplo, en “Viento de luz” de La calle blanca leemos: “Figuras tiemblan / en los espejos. / El cielo / cunde sobre cuerpos ateridos. / Azules delgados. Morados tenues. / El cielo multiplica horizontes. / Cada plano se encuentra / con su volumen. Cada línea / se enlaza con un vapor poliédrico” (274). La mirada se vuelve laberinto entre las imágenes (y no lo afirmo yo, lo dice Huerta en “Miradas”): Las miradas se vuelven un laberinto, / se invierten y se alternan, se desnudan y se visten / con los más extraños colores y perfiles” (La calle blanca, 279). Existe un descubrimiento del mundo a partir de un primer gesto de cubrimiento de la realidad con la palabra (otra vez: la palabra como azogue), como sucede en cierto modo en ese hermoso poema de El azul en la flama titulado “Esquina violeta”, donde una jacaranda ciega de color la mirada: “Doblé la esquina y una tela violácea / me cubrió los ojos / con un pañuelo de sinestesia” (218). Abandonarse al color, a la lluvia del árbol y desde esa esquina que es en realidad la escritura nombrar el mundo y su acumulación intrínseca, que Huerta no deja de recoger y consignar: “todo es una acumulación de asuntos y contagios”, sentencia en “Mundos a medianoche” (218), también perteneciente a esa maravilla que es El azul en la flama.

Y esa pregunta que yo lanzaba ―en qué lector o lectora nos convierte esta poesía― se va respondiendo tangencialmente: hay un impulso común al amplio muestrario de poemas, un núcleo de deseo que avanza con variaciones y transformaciones, mudanzas en el sentido clásico: esta poesía se transforma constantemente “por no hacer mudanza en su costumbre”, que diría Garcilaso en su poema XXIII. El lector ha de discurrir con esa transformación continua, esa metamorfosis invariable, por resumir casi con un oxímoron. Huerta lo condensa mejor: “mutación y sentido / jardines azules, luces crecientes del deseo” (271).

Me resisto a terminar sin haber comentado la conciencia de escritura que presenta la poesía de Huerta. Encontramos, entre otras muchas cosas, la inclusión de poemas que juegan con el cuento (300), con el monólogo interior (308), con potenciales personajes de tragedias modernas (344), con una voz que se hace múltiple y personaje ella misma (305)… El homenaje intertextual, la cita o la evocación de otros escritores hacen aflorar un panorama literario que se inserta conscientemente en una o varias tradiciones. Pero hallamos algo más, una reflexión relativa al proceso de creación misma en el instante mismo del poema: “Cómo haría él, ante la página en blanco / de la que tanto se dice ―y nada que valga / de veras la pena—, para ser concreto, / para no perderse miserablemente / en vaguedades leopardianas, para esquivar / las resquebrajaduras de la sintaxis / y los afantasmados esguinces / de una prosodia tartamuda. Cómo / de cada palabra podría surgir, claro y lleno / de energía, lo que quiere decir, escribir, / mandar allá, donde están los otros, / los lectores, en la niebla, en la distancia” (223). Hay que trasegar con la palabra para nombrar el mundo, que en su pluralidad exige un instrumento igualmente dúctil: “En esa certeza múltiple / debes encontrar el poema” (Canciones de la vida común, 288). La poesía de Huerta se ofrece también como un ejercicio poético de autorreflexión que oscila entre el abigarramiento y la condensación, entre la fulguración y la serenidad.

Una imagen me sirve para concluir: la poesía de Huerta como azogue, esto es, como la capa de mercurio que permite hacer de un cristal y su transparencia un espejo. Pero se trata de un azogue especial el de esta palabra, un azogue imantado que atrae tanto como refleja el mundo, que lo proyecta tanto como lo arrastra hacia sí: escribir como azogar.◊

 


 

* Cuenta como poeta con los libros La caja de música (2011), El plazo (2012), Cráter, danza (2016), 15 filos (2021), Tapiz rojo con pájaros (2021) y Filo (inédito). Su labor editorial está vinculada a la colección Genialogías de Tigres de Papel y al colectivo Lengua de Agua. Es profesora y directora del Máster de Español en Saint Louis University en Madrid. Entre sus trabajos académicos destacan los libros Sigiloso desvelo. La poesía de Blanca Varela (2007) y Perú y la guerra civil española. La voz de los intelectuales (2012).