La peste

 

FRANCISCO SEGOVIA*

 


 

Tres días con sus noches
estuvieron pasando sin parar por las calzadas
los mexicas que salían de Tenochtitlan.

Sesenta y cinco días había durado el sitio
que dejó la ciudad en ruinas y deshecha
envenenada de sal y podredumbre su agua dulce
y cargado el aire de pestilencia y miasmas.

Poco a poco se vaciaba la ciudad
como un río que se va extinguiendo
y en el último hilillo de agua
deja ahogándose un montón de pececillos
que aún saltan que aún están saltando.
Pero también ellos ­se aquietan
como todo finalmente
y pronto no queda nada vivo.

A la buena de Tláloc
confió Cuauhtémoc la limpieza
de Tacuba Tlatelolco y Tenochtitlan
(Cortés —quizás— a la de San Isidro)
y “larga y repentina / cayó la lluvia compasiva”
y limpió las plazas los canales y las calles.

Pero la enfermedad siguió y siguió
como el salitre por los muros de las casas
y alcanzó Oaxaca y Michoacán
con sus fiebres sus bubas sus viruelas
y siguió y siguió y siguió
por Tabasco y Campeche
y Yucatán y las Hibueras
sin cuidarse mucho de españoles:
iba sólo por los indios.

Esos mismos indios
que —dijo don Baltasar
Dorantes de Carranza—
“Se acaban de prisa […]
Con el solo aliento los acabamos”.

 


* FRANCISCO SEGOVIA

Es poeta, traductor y lexicógrafo. Forma parte del equipo que redacta el Diccionario del español de México (dem), en El Colegio de México.