La migración en la relación México-Estados Unidos: una importancia asimétrica

Las visiones de México y de Estados Unidos han sido divergentes en cuanto al fenómeno compartido de la migración, su centralidad, su urgencia y las formas de atenderlo. Esta asimetría —nos dice Francisco Alba en este texto—, agudizada por la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, podría sufrir cambios cualitativos con el arribo de Andrés Manuel López Obrador a la de México.

 

FRANCISCO ALBA*

 


 

En las relaciones entre México y Estados Unidos la importancia del tema migratorio no ha hecho sino aumentar a lo largo de las últimas dos o tres décadas. Esto es un reflejo particular de su creciente relevancia en los debates y las políticas mundiales, pero, en el caso de México y Estados Unidos, la migración se produce con unas características y en unas circunstancias que no parecen haber recibido la atención debida: su importancia es asimétrica y varía notablemente según cada país. Así, el significado y la centralidad que cada uno otorga a este fenómeno bilateral es diferente en cuanto a su urgencia, su actualidad y su visibilidad. Esta asimetría se ha ampliado sustancialmente desde la llegada de Donald Trump al gobierno de Estados Unidos, y vale la pena señalarlo.

El actual gobierno de Estados Unidos ha colocado la relación migratoria con México no sólo en el centro de su política exterior sino en el de la interior, comenzando por la promesa que hizo Trump durante su campaña presidencial de construir un muro en la frontera con México a fin de bloquear la migración no autorizada (Build the wall! era un grito que enardecía a las masas) y, últimamente, con el cierre de gobierno más prolongado en la historia de ese país, debido a una disputa del presidente estadounidense con el Congreso de su país —no necesariamente con todos los republicanos, aunque, ciertamente, con la mayoría de los demócratas— sobre el financiamiento para extender y reforzar el muro fronterizo con México.

Manifestaciones de esa centralidad y ese sentido de urgencia por “resolver” la relación migratoria con México van desde la insistencia machacona, durante los primeros dos años del gobierno de Trump, en la necesidad de construir ese muro, hasta hacer de la “inmigración ilegal” el problema prioritario en el reciente “Estado de la Unión” (informe presidencial del 5 de febrero de 2019), considerar la frontera sur como un espacio sin ley, hablar de una crisis nacional urgente en esa frontera, de una situación de emergencia nacional y de grave reto a la seguridad nacional ante las caravanas de migrantes que cruzan varios países de Centroamérica y México hacia la frontera de Estados Unidos. Los migrantes fueron calificados de criminales.

Así, la centralidad y la urgencia de la relación migratoria bilateral se han visto acompañadas por una apreciación negativa de las consecuencias, para la sociedad estadounidense, de la presencia de migrantes no autorizados. Las banderas de America First y de la identidad nacional dificultan el reconocimiento de las aportaciones de los migrantes (y de los extranjeros), sobre todo de los considerados poco calificados y de los no autorizados (aunque en la práctica se trata de migrantes funcionales y necesarios para la economía de ese país).

En cambio, en México no aflora la importancia del tema migratorio y sus manifestaciones se encuentran como escondidas, aunque la prensa dé cuenta de la variada problemática migratoria: las devoluciones de nacionales desde Estados Unidos, la utilización de “La Bestia” por parte de los migrantes en tránsito, el papel estelar de “Las Patronas” o los innumerables abusos que sufren los migrantes. Desde luego, la cuestión migratoria es un punto importante, siempre presente, pero la temática migratoria no ocupa en la actualidad una posición central en la relación bilateral. Durante los últimos dos años, el gobierno mexicano ha concentrado su atención en el proceso de gestación del Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular, apoyando de manera decisiva la labor del embajador mexicano Juan José Gómez Camacho como uno de los dos facilitadores del proceso. Esta atención va de acuerdo con la larga búsqueda del gobierno mexicano por encontrar un marco regulatorio de carácter multilateral para que el mundo, empequeñecido y crecientemente comunicado, aprenda a convivir con la emergente realidad global de las migraciones. El Pacto fue aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 19 de diciembre de 2018 y adoptado por una Conferencia Intergubernamental realizada en Marrakech, Marruecos, el 10 de diciembre de ese mismo año. Hay que decir que, en la última etapa de gestación del Pacto, Estados Unidos se retiró de él.

Difícilmente podría hablarse de centralidad y sentido de urgencia en la relación migratoria bilateral. En las relaciones recientes entre México y Estados Unidos estos factores radicaban claramente en la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (tlcan) y en preservar la dinámica de los intercambios comerciales. En cuanto a la apreciación del gobierno mexicano sobre las migraciones, ésta ha sido, en general, positiva durante las últimas décadas; específicamente, la migración mexicana ha sido considerada un factor productivo y de desarrollo tanto para los lugares de destino como para los de origen —tal vez más para los primeros que para los segundos.

Ahora bien, el aumento en la importancia que Estados Unidos concede a la relación migratoria bilateral —en sus manifestaciones de centralidad, sentido de urgencia y negatividad— es realmente la culminación de un proceso que, si bien se venía gestando con mucha anterioridad, experimenta un gigantesco salto cualitativo con el presidente Donald Trump. Desde esta perspectiva, el ascenso de Trump a la presidencia puede ser visto más como síntoma de un desplazamiento de fuerzas estructurales —como la desindustrialización, la automatización, las crecientes desigualdades, el fortalecimiento de las identidades nacionales o el antiglobalismo y antielitismo, que hacen aflorar un larvado sentimiento nativista y aislacionista entre segmentos relativamente numerosos de la sociedad estadounidense— que como un detonante de grandes cambios, aunque hay que reconocer que existe un proceso de retroalimentación, pues el presidente Trump alienta fuertemente estos sentimientos nativistas y aislacionistas, externando con desfachatez mayúscula, una y otra vez, su visión negativa, simplista y derogatoria de la inmigración no formalmente sancionada por su país.

Para situar en una perspectiva de mayor alcance la coyuntura en que se encuentra actualmente el tema de la migración en la relación México-Estados Unidos conviene recuperar sumariamente algunos antecedentes. El fenómeno migratorio entre ambos países tiene una larga historia. A raíz de haberse eclipsado esta migración durante y después de los años de la Gran Depresión, renace en los años 40 con el programa de “braceros”. Desde entonces, si bien con múltiples altibajos y cambios en sus características, la migración se ha mantenido de manera ininterrumpida, creciendo de manera sostenida hasta alcanzar más de 12 millones de ciudadanos mexicanos en Estados Unidos hacia 2005, para descender ligera pero paulatinamente a partir de la Gran Recesión de 2008 hacia los 11 millones y medio, y mantenerse en ese rango hasta la actualidad. Una cuantiosa emigración neta anual de nacionales ha alimentado la creciente población mexicana residente en ese país. Esta emigración llegó a ser cercana al medio millón en los primeros años del presente siglo, aunque ha disminuido drásticamente en la última década, a raíz ante todo de esa Gran Recesión.

El descenso de la población mexicana en Estados Unidos y de la emigración neta de mexicanos se debe, por un lado, a una disminución en la salida de mexicanos y, por otro, a un significativo incremento en las devoluciones y los retornos de migrantes —en ambos casos, ante todo, de indocumentados. Muchos de los que retornan lo hacen acompañados de sus familias, muy a menudo con hijos nacidos en Estados Unidos, donde han vivido durante muy largos periodos. En la actualidad, la emigración neta de los mexicanos fluctúa alrededor de 100 mil migrantes al año; la gran mayoría de ellos ingresa de manera legal a Estados Unidos. Por lo demás, la población de origen mexicano residente en Estados Unidos alcanza actualmente cerca de 35 millones de personas.

Es indudable que, a lo largo de aproximadamente tres cuartos de siglo, el tema migratorio ha sido parte y elemento importante de las relaciones bilaterales, con sus momentos de acuerdos y sus momentos de tensiones. Estas últimas solían calificarse como un irritante más o menos serio en la relación bilateral, pero no pasaban de eso. Durante el periodo de los programas de braceros (1942-1964) hubo momentos de tensión —como las deportaciones de mexicanos en 1954 por la iniciativa Operation Wetback, cuando México intentó impedir que sus nacionales salieran del país cruzando la frontera sin autorización—, como los hubo también durante las aproximadamente dos décadas (de la mitad de los 60 a la mitad de los 80) del laissez-faire migratorio —como en los años 70, con las declaraciones de los responsables del Servicio de Inmigración y Naturalización de los Estados Unidos (el ins, por sus siglas en inglés) y los reportajes mediáticos sobre una “invasión silenciosa” que había que detener “con urgencia”.

El Estudio Binacional México-Estados Unidos sobre Migración (1997) describió la tónica de la relación bilateral en esas décadas como una de “acción y reacción”, con lo que se aludía a un patrón de comportamiento en el que una decisión de una de las partes se veía respondida por otra de la otra parte, pero sin que hubiera, prácticamente, puntos de encuentro ni contacto. Sin embargo, a partir de la adopción, en 1986, de la Ley de Reforma y Control de la Inmigración (IRCA, por sus siglas en inglés), la tónica comenzó a cambiar. Desde ese momento, la relación migratoria bilateral empezó a adquirir mayor importancia y centralidad en Estados Unidos, con repetidos intentos por frenar la migración mexicana no autorizada —es decir, la de los indocumentados. Una manifestación de lo anterior fue la adopción de la Proposition 187 en California en 1994 (después declarada inconstitucional por la Suprema Corte) y la instrumentación de una serie de “operativos” en puntos neurálgicos de la frontera con México durante los años 90. Se dio inicio entonces a la construcción de un muro fronterizo, comenzando por los segmentos urbanos de la frontera más transitados por los indocumentados. También datan de esos años los primeros incrementos fuertes al presupuesto y en el personal de la Patrulla Fronteriza.

México, en cambio, intentaba restarle importancia a la atención que el fenómeno migratorio recibía en el país vecino y lo dejaba continuar, actuando como business as usual, aunque el gobierno estaba atento a entablar un diálogo con Estados Unidos para disminuir los irritantes y llegar a algún acuerdo migratorio. Después de 1986 hubo un par de instancias en las que México y Estados Unidos acercaron sus posiciones e intentaron responder conjuntamente al fenómeno migratorio con la intención de frenar un tanto su dinámica y establecer reglas que regularan la movilidad de los trabajadores y las personas entre los dos países.

La primera de esas instancias fue un “acercamiento indirecto” mediante la firma del tlcan. Este tratado quería alcanzar una despresurización migratoria mediante la liberalización del comercio y las inversiones, lo que crearía en México empleos mejor pagados y de ese modo reduciría las diferencias económicas y sociales entre ambos países. La segunda instancia fue un intento amplio y serio de negociación migratoria entre México y Estados Unidos, esta vez de manera directa, la cual incluía, entre otros temas, la regularización de los migrantes mexicanos en aquel país, programas de trabajadores temporales y la ampliación de las visas para mexicanos en el espíritu de un tlcan ampliado (nafta plus) —lo que se llamó “la enchilada completa” (the whole enchilada)”. Estas negociaciones migratorias se llevaron a cabo durante el año 2001, hasta que los acontecimientos del 11 de septiembre de ese año las cancelaron abrupta y definitivamente. En los meses de esas negociaciones, la migración fue para México —esta vez sí— un tema central de la relación bilateral; en cambio, para Estados Unidos tal vez no lo fue. Difícilmente sabremos cuál pudo haber sido el resultado final de esas negociaciones.

Después del 11 de septiembre de 2001, el tema migratorio comenzó a tomar un derrotero muy diferente en la relación bilateral, crecientemente conflictivo, más sensible, delicado y vinculado con otras dimensiones igualmente conflictivas, sensibles y delicadas. A partir de ese momento, la seguridad nacional y la lucha contra el terrorismo se convirtieron en las prioridades de las política interior y exterior del gobierno de Estados Unidos, que para atender estas prioridades creó un nuevo y poderoso Departamento de Seguridad Nacional (o de la Patria; dhs, por sus siglas en inglés). Si la fusión de los flujos centroamericanos con el mexicano había complicado el fenómeno migratorio, convirtiéndolo en un verdadero sistema migratorio regional, la asociación migración-seguridad hizo que su manejo fuera todavía más complejo. Al paso del tiempo, se profundizaron y agudizaron los problemas del tránsito migratorio, principalmente el de los centroamericanos por territorio mexicano.

Ante la creciente preocupación por la seguridad nacional y otros cambios globales, y debido a la relevancia que fue adquiriendo la cuestión migratoria bilateral, en Estados Unidos surge entonces la necesidad de formular una nueva política migratoria, cosa que se lleva a cabo partiendo de un diagnóstico, ampliamente compartido, según el cual su sistema migratorio “está roto”. En el debate sobre las características de esta nueva política migratoria se conforman dos campos: el que pugna por una Reforma Migratoria Integral (cir, por sus siglas en inglés) y el que postula que lo primero que debe hacerse es aplicar las leyes (Enforcement First). Cualquiera que resultara ser la dirección de esa nueva política migratoria, está claro que el fenómeno migratorio mexicano-estadounidense y el papel de la migración en la relación bilateral se verían afectados de manera significativa.

Ante ese escenario, México se propuso, en 2005, enfrentar la cuestión migratoria desde una perspectiva de “responsabilidad compartida”, buscando que esa perspectiva fuera compartida por su principal interlocutor en el tema. Por lo que correspondía a México, se reconocía la necesidad de mejorar las condiciones económicas y sociales del país, de vigilar las fronteras y de reinsertar adecuadamente a los migrantes que regresaban al país. Sin embargo, este planteamiento no ha tenido mayor eco en Estados Unidos, donde las acciones fueron inclinándose hacia el campo de la aplicación de las leyes. Así, en 2006, el gobierno estadounidense adopta la Fence Segurity Act, que autorizó la construcción de aproximadamente 700 millas de muros y otras barreras físicas en la frontera con México. También se adoptaron otras medidas de control migratorio y fronterizo, cada vez más estrictas. Más tarde, en los gobiernos de George W. Bush y Barak Obama, se institucionalizaron las deportaciones, expulsiones y devoluciones de los migrantes que no tuvieran autorización para permanecer en Estados Unidos. Esta deriva de la política migratoria estadounidense ha afectado de manera principal a los migrantes mexicanos y ha hecho de la cuestión migratoria un importante punto irritante de la relación bilateral.

La llegada de Trump a la presidencia de Estados Unidos representa un salto cualitativo en esta trayectoria de endurecimiento y unilateralismo, pues le otorga a la cuestión migratoria un lugar en la agenda política estadounidense que nunca antes había tenido. Como se dijo antes, esto quedó claro por el sitio central que ocupan ahora la “migración ilegal” y la construcción de “ese” muro (the wall) a lo largo de la frontera con México. Esta centralidad va asociada a un sentido de urgencia que, obviamente, encierra una alta visibilidad mediática y un sentido de actualidad.

Así, del endurecimiento migratorio se pasa a la búsqueda de un distanciamiento regional y de una exclusión. No hay espacio para diálogo migratorio alguno que no sea el conducente al freno de la migración mexicana y la que transita por México. Desde luego, los propósitos de Trump sólo se han alcanzado de manera muy parcial, pero las implicaciones de ese salto cualitativo en el discurso y en los propósitos probablemente se dejarán sentir en la relación bilateral durante un plazo largo. Trump ha vuelto aceptable, y políticamente correcto, no sólo denigrar a los migrantes y frenar su acceso a Estados Unidos prácticamente a cualquier precio, incluida la separación de familias, sino también el llamado al ejército (y no sólo a la Guardia Nacional) en apoyo a las labores de vigilancia y sellamiento de la frontera.

Por lo pronto, los dos países se encuentran ante una situación paradójica y, hasta cierto punto, aberrante. Obviamente, la cuestión migratoria es una dimensión central de la relación bilateral; sin embargo, esta cuestión parecería estar ausente de la agenda bilateral. Por lo que respecta a México, esta paradoja y esta aberración, aunque originadas en Estados Unidos, estuvieron “veladas” durante los gobiernos anteriores, pero parecen estar siendo “expuestas” en el incipiente gobierno de López Obrador. Por las señales enviadas desde su elección como presidente de México, y una vez asumida la presidencia, la estrategia o postura del actual gobierno frente a la relación migratoria con Estados Unidos es de prudencia, discreción, no confrontación, no enfrentamiento, no-engagement; en síntesis, de apaciguamiento (appeasement). Esta postura tiene sus antecedentes en la que adoptaron los dos gobiernos mexicanos anteriores, una vez que se vio la dirección que estaba tomando la política migratoria en Estados Unidos tras los ataques del 11 de septiembre de 2001. Sin embargo, aunque conforme con esta actitud de retraimiento, la actual postura también puede verse como un salto cualitativo, por lo explícito y abierto de la misma. No se responde a declaraciones y acciones que muchos observadores consideran ofensivas e insultantes; se recibe prácticamente a todos los migrantes que pretenden ingresar al país, ofreciéndoles tarjetas de visitantes temporales, de trabajo, para residir en el país, o visas humanitarias —indudablemente, un cambio importante respecto del pasado reciente, cuando hubo múltiples e infructuosos intentos de contener a los migrantes en situación irregular durante su tránsito hacia Estados Unidos—; también se recibe a los migrantes que esperan en México una resolución a su demanda de asilo en Estados Unidos. Esto es posible porque, en este caso, el gobierno estadounidense recurre unilateralmente al apartado 235(b)2(c) de la Ley de Inmigración y Nacionalidad, el cual permite regresar a los migrantes al país por el que ingresaron de manera irregular. Esta medida —al igual que la generosa recepción de migrantes en la frontera sur de México­—se hace por razones humanitarias, de protección y respeto a los derechos de las personas migrantes. Con todo, las acciones del gobierno mexicano podrían interpretarse como concesiones tácitas e indirectas a las peticiones estadounidenses para frenar el tránsito de migrantes hacia su país, reteniéndolos en México. Independientemente de esto, es claro que México puede ser generoso por razones humanitarias y recibir a los migrantes que huyen de la pobreza, el desamparo, la inseguridad y la violencia. Como en otros tiempos y contextos, el país podrá hacer “virtud de la necesidad”.

La acomodaticia postura mexicana frente a la cuestión migratoria en la relación bilateral se hace descansar en uno de los dos principales pilares de lo que se califica como la “nueva política migratoria”: la protección y el respeto de los derechos de los migrantes. El otro pilar es la promoción del desarrollo y la reducción de la violencia en los lugares de origen de los migrantes. Sin embargo, estos dos pilares de la nueva política migratoria en realidad no son nuevos; llevan años de gestación y presencia en la conformación de la política migratoria tradicional mexicana. La protección de los migrantes mexicanos, incluidos los indocumentados, tiene sus raíces en la época de los programas braceros, y la protección de los migrantes extranjeros en México tiene su clara institucionalización en la Ley de Migración de 2011. Pero no olvidemos que la previsible generosidad mexicana con los expulsados de otras tierras ha tenido en el pasado notables episodios.

En cuanto a la promoción del desarrollo para reducir las presiones migratorias, este planteamiento también estaba en los supuestos que permitieron la “aceptación política” en Estados Unidos del tlcan, mediante una liberalización comercial y de inversiones que alentaría la creación de empleos y empujaría al alza los salarios en México, lo que produciría cierta convergencia económica y social entre los dos países —estrategia que resultó insuficiente para ese propósito. Por lo demás, la promoción del desarrollo centroamericano también ha estado presente en el Plan Puebla-Panamá, de principios de este siglo, y en otros planes similares que le siguieron, todos ellos sin una continuidad ni un aterrizaje efectivos.

Sin embargo, las acciones emprendidas basándose en estos dos pilares podrían constituir también saltos cualitativos dentro de las posturas discursivas. Por un lado, la aplicación de las leyes y disposiciones migratorias ha sido, por lo general, terriblemente deficiente —plagada de abusos, corrupción e impunidad—; por otro, la atención prioritaria que la administración de López Obrador planea darle al desarrollo económico y social del sureste mexicano bien podría ser también un potente detonador de desarrollo para toda Centroamérica, en particular de los países del llamado Triángulo Norte.

En la actualidad, la relación bilateral en cuestiones migratorias se encuentra en una situación paradójica: es central para Estados Unidos y secundaria para México; es urgente para Estados Unidos y aplazable para México; es tratada con un lenguaje políticamente incorrecto en Estados Unidos y políticamente correcto en México. Por el momento, la relación migratoria es tensa, pero manejable. Sin embargo, frente los patrones divergentes de las políticas migratorias de ambos gobiernos, la aparente tranquilidad en la relación migratoria bilateral bien podría presagiar conflictos y tormentas en el futuro.◊

 


* FRANCISCO ALBA

Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Demográficos, Urbanos y Ambientales de El Colegio de México.