La Historia como una profesión académica: los inicios

En México, la profesionalización del oficio de historiador fue de la mano de la consolidación del trabajo académico de El Colegio de México, tal como lo asienta en este texto Guillermo Zermeño. En esa “despolitización” de la historia destacaron pilares de nuestra institución: Silvio Zavala, Daniel Cosío Villegas, Luis González y González, Berta Ulloa y Moisés González Navarro, y publicaciones como la revista Historia Mexicana y las Historias moderna, general y mínima de México, todas emblemáticas del quehacer editorial del Colmex.

 

GUILLERMO ZERMEÑO*

 


 

La transformación de la Historia en una profesión en México es más o menos reciente. Ocurre hacia las décadas de 1930 y 1940, cuando, al igual que en este caso, se abrieron otros campos de estudio y especialización antes inexistentes en las universidades y centros académicos, relacionados con la literatura, la sociología, la economía, la antropología, la filosofía y el arte. En cuanto a la Historia, Silvio Zavala ocupa sin duda un lugar central como académico y como funcionario. Después de obtener su doctorado en Madrid bajo la dirección del jurista e historiador Rafael Altamira, a su regreso fundó la carrera de Historia en El Colegio de México el 15 de abril de 1941. El modelo previsto estaba en buena parte inspirado en el Centro de Estudios Históricos de Madrid, fundado en 1910. Con la creación de estos centros de estudio se buscaba renovar todos los ámbitos de la ciencia y de la investigación. Su organización se concibió básicamente a partir del modelo de seminarios o talleres de investigación y docencia que germinó con mucho éxito en Alemania durante el siglo xix.

Silvio Zavala dirigió el Centro de Estudios Históricos (ceh) de 1941 a 1956, si bien al mismo tiempo fungía como director del Museo Nacional de Historia (1946-1954) y de la Comisión de Historia del Instituto Panamericano de Geografía e Historia (1947-1965). Además, con financiamiento de la Fundación Guggenheim, inició la edición de materiales inéditos relacionados con las Fuentes para la historia del trabajo en la Nueva España (Fondo de Cultura Económica, 8 vols., 1939-1946). Con cuarenta años de edad, en 1947 era ya miembro de El Colegio Nacional (creado en 1943) y desde 1946, también de la Academia Mexicana de la Historia (fundada en 1919). Para 1949 era integrante de la Junta de Gobierno de la Universidad Nacional y a partir de 1950 fue responsable de la Comisión de Historia del desarrollo científico y cultural de la unesco. Además, fue embajador en Francia de 1966 a 1975, después de haber sido presidente de El Colegio de México de 1963 a 1966.

Alfonso Reyes, en un elogio de su figura en 1953, lo consagró como el modelo de historiador a impulsar y promover, debido a su trabajo acucioso con fuentes primarias, su cautela en la interpretación y, en especial, su obstinada asepsia o neutralidad intelectual. Según Luis González, miembro de la primera generación de estudiantes de Historia de El Colegio de México y uno de los discípulos predilectos del profesorado, la idea de Zavala consistió en formar un tipo de historiador hasta entonces inexistente en México e Hispanoamérica, supuestamente dominados por los historiadores-anticuarios, los cultivadores de la historia oficial broncínea y los historiadores aficionados a la filosofía de la historia.

En el diagnóstico subyace también el interés de formar profesionales que sirvan de contrapeso y alternativa crítica a un tipo de historiografía sesgada por una fuerte carga ideológica y partidista, si no es que también confesional. En los escritores de historias pesaba mucho su pertenencia a organizaciones políticas militantes o a credos confesionales. De ahí la necesidad de preparar a historiadores más adictos a la verdad de la historia que a la verdad de uno mismo; a la del pasado en sí que a las preferencias ideológicas, políticas o religiosas. De esta clase de historiador se esperaba, entonces, que, más que enjuiciar el pasado, se comprendiera en términos propios; que se entendiera cómo habían pasado las cosas y por qué, y no una historia seguidora de causas políticas o credos confesionales.

Los impulsores de la nueva historia advertían que en el ambiente había un exceso de interpretación, ideologización y politización de la historia. En ese sentido, aspiraban a establecer un reino independiente de la política, y por eso puede decirse que este proceso de profesionalización de la historia implicaba hasta cierto punto su “despolitización”. En esto coincidían las dos corrientes historiográficas en disputa en los años de su fundación: los llamados “positivistas”, más preocupados por el “dato duro” de la historia, y los “historicistas”, quienes asumían dicho presupuesto, si bien no dejaban de ver también la complejidad cultural que rodea al “dato duro”.

Silvio Zavala se distinguió por promover un nuevo ethos académico relacionado con la Historia, una profesión cuya conformación se traducía en seguir un método, una disciplina y un cuidado especial en no imaginar cosas que no habían sucedido o no estaban bien fundamentadas en la documentación y el trabajo de archivo, en las “pruebas” provistas por los documentos del pasado. Se pretendía, por eso, no inventar el pasado o, al menos, no sobreinterpretarlo o malinterpretarlo.

Al mismo tiempo, se trataba de un proyecto ambicioso, ya que el objetivo era dar cuenta de todos los aspectos de los que está hecha la vida humana y social. Por eso, más allá de las historias particulares acostumbradas, políticas, diplomáticas o militares, el compás de los temas de estudio se abría a una dimensión mayor: la economía, las ideas, los factores ambientales y geográficos, la cultura, las condiciones materiales de vida y, sobre todo, la aparición de las masas en la historia. De este modo, se pretendía determinar, con bases sólidas, la identidad o cultura de un grupo, de una comunidad, de una nación, de un pueblo, de una civilización. En ese sentido, el proyecto era próximo al que se estaba desarrollando en otros lugares, como Francia o Estados Unidos; en particular, al relacionado con la escuela de los Annales, en el que destacaban figuras como Marc Bloch, Lucien Febvre y, sobre todo, Fernand Braudel. En ese contexto, Bloch y, más tarde, Febvre escribieron textos en defensa de una “nueva historia” que pueden leerse como respuestas a tiempos críticos y amenazadores.

De manera que la idea de profesionalizar el mundo de la Historia en México estaba sincronizada con enfoques y problematizaciones afines a los desarrollos críticos que se venían dando en otros lugares. Se veía que una forma apta para forjar historiadores en un tiempo crítico era por medio de la importación de la práctica del seminario al estilo alemán, que consistía en aprender investigando; en conformar espacios compartidos por maestros y alumnos interesados en pensar y trabajar conjuntamente temas y problemas de investigación o necesitados de esclarecimiento. Zavala alguna vez se refirió a esos espacios en términos de “talleres de artesanos” en los que se producían obras respetables relacionadas con el esclarecimiento de la historia, en su doble sentido: como acontecer, como presente, y como pasado ya acontecido (si bien en esta fase se privilegió el segundo aspecto). Sus resultados pueden apreciarse en una obra próspera, rica en monografías y tal vez menos en síntesis interpretativas.

En sus comienzos destacan tres seminarios que han dejado su estela hasta el presente, líneas de trabajo y de reflexión convertidos en talleres fabricantes de historias. En primer lugar está el seminario de Silvio Zavala y José Miranda, miembro del exilio español, sobre las instituciones jurídicas en el proceso de conquista y colonización del mundo americano. Al lado está la figura de José Gaos, miembro también insigne del exilio español, quien desde su llegada a México en 1939 impartió lecciones y organizó un seminario muy exitoso sobre la historia de las ideas en el mundo hispanoamericano. Eran dos formas de acercarse a la Historia que podrían verse como complementarias, más que excluyentes, en la medida en que ambas rutas se enfocaban en identificar los vínculos culturales y científicos compartidos por el mundo hispanoamericano, al tiempo que se sentaban las bases para el refuerzo de una historia nacional revolucionaria ilustrada. Finalmente, en 1949, concluida la Segunda Guerra Mundial, Daniel Cosío Villegas —gestor clave, junto con Alfonso Reyes, de la creación de El Colegio de México en 1940— reclutó a algunos estudiantes y los agrupó en torno a un seminario sobre la Historia moderna de México; entre ellos, Luis González y González y Moisés González Navarro, que habían llegado de Guadalajara para hacer sus estudios en la nueva institución.

El espacio de trabajo que abrió Cosío Villegas en 1949 tiene su particularidad. Se plantea como efecto de la reconfiguración política internacional de la posguerra, así como de los reacomodos dentro de la “familia revolucionaria” en México. Intelectuales y académicos como Cosío Villegas consideraban que la Revolución mexicana había perdido aliento y fuerza bajo la política desarrollista del presidente Miguel Alemán (1946-1952). Es famoso su ensayo de 1947 “La crisis de México”, un escrito programático que daba pie a la indagación sobre cuándo y cómo se había perdido el rumbo del gobierno “revolucionario”. De alguna manera, como lo señalan ciertos comentaristas, dicha inquietud dejaba ver que cuando se hablaba de Revolución mexicana no se trataba de un movimiento monolítico y unitario. Más bien, de un fenómeno complejo, advertencia que igualmente tenía repercusiones en el rumbo que podían tomar los estudios históricos profesionales, sobre todo porque esta clase de seminario se ocupaba de temas que se acercaban “peligrosamente” a la historia contemporánea y, en consecuencia, a una posible “repolitización”.

Para su realización, el seminario de Cosío Villegas contó con el apoyo de la Fundación Rockefeller y de otras agencias estatales mexicanas, y se concentró en examinar los antecedentes inmediatos del movimiento social y político que desencadenó lo que más tarde se llamaría Revolución mexicana. En ese espacio académico habrían de consolidarse las carreras académicas de algunos de los integrantes de las primeras generaciones propiamente profesionales de la Historia, como Luis González y González, Berta Ulloa y Moisés González Navarro. Los resultados de las investigaciones de varios años (1955-1972) desembocaron en los diez gruesos volúmenes que conforman la Historia moderna de México, una obra comparable en su dimensión a la que, años antes de la Revolución maderista, coordinó el general Vicente Riva Palacio bajo el título de México a través de los siglos. Unos años más tarde, en 1959-1960, para continuar el proyecto, Cosío Villegas impulsó el seminario de Historia Contemporánea que acabó dirigiendo Moisés González Navarro, así como el dedicado al estudio de la Revolución mexicana, coordinado por Luis González, con la participación de especialistas en ciencias políticas, relaciones internacionales, economía, sociología e historia, que abordaron temáticas similares a las de la Historia moderna: educación, política, sociedad, economía, diplomacia. Colofón de esta magna empresa fue la publicación exitosa de la Historia general de México en cuatro volúmenes (1976) y la Historia mínima de México (1973).

En términos historiográficos, el proyecto de Cosío Villegas era comparable al que en Francia desarrolló Fernand Braudel concebido como una “historia total”. Cosío describió de este modo el proyecto en sus Memorias:

Así, aquella vida que parecía idéntica, cambia, y a veces prodigiosamente: mueren pueblos y brotan ciudades; se abandona la mina, se ensaya la industria y la agricultura. Relatando todo esto, el historiador hace conocer otra vida que no es la política, sino la social y la económica, distintas de aquélla, pero ligadas a ella. Y las tres juntas dan una visión más redonda, más cuerda y hasta más agradable del mexicano, de todos los mexicanos.

Seminarios como el de la Historia Moderna y otros implantaron en El Colegio de México un estilo de trabajo y de producción de un buen número de historias generales y regionales vigente hasta los tiempos actuales. Es indudable también que en dichos espacios se impusieron ciertas reglas básicas o metodologías que siguen gobernando el quehacer del historiador académico profesional. En su construcción se conjuntaron las energías y los esfuerzos tanto de académicos y profesores mexicanos como de miembros reputados del exilio español. Esta convergencia sentó las bases de la investigación sistemática en muchas áreas de estudio, no sólo de la Historia.

En ese marco, ni el profesor ni el estudiante eran meros transmisores de información, sino que se esperaba de ellos que fabricaran, a través de la investigación, nuevas ideas, nuevas verdades sobre el pasado, lo cual implicaba, asimismo, la necesidad de publicar los resultados en forma de libros o artículos. Es en ese contexto que apareció en 1951 Historia Mexicana, tal vez la primera revista académica de historia (sin considerar boletines de divulgación científica como los Anales del Museo Nacional de México, iniciada en 1877, o la revista Cuadernos Americanos, fundada por Silvio Zavala en 1941, dependiente del Instituto Panamericano de Geografía e Historia). Diez años después de fundado el ceh, Historia Mexicana surgió como órgano difusor de los trabajos de los investigadores y estudiantes del Colmex. Fue creada bajo el estímulo y aliento de Daniel Cosío Villegas, quien tuvo mucho que ver en el desarrollo de otras empresas culturales, como el Fondo de Cultura Económica en 1934, igualmente como apoyo para el proceso de profesionalización de las ciencias sociales y las humanidades, para lo cual contaron con apoyos gubernamentales como los de Jaime Torres Bodet y otros funcionarios letrados que se interesaban en la promoción de la cultura y la investigacion científica.

Cosío Villegas coincidía con Zavala en el impulso de este modelo de historiador apegado a la documentación para “desideologizar” la histora nacional y sus disputas partidistas o confesionales. Formado en Estados Unidos, expresamente echaba de menos, en el ámbito de las instituciones académicas nacionales, la figura del American scholar, un individuo dedicado de tiempo completo a la enseñanza y la investigación, un homo academicus apegado a las reglas propias del quehacer de cada una de las disciplinas en ciernes, en pleno desarrollo desde el siglo xix en otros lugares.

Vista desde el mundo iberoamericano, parecería que esta figura adquirió mayor realce conforme entraron las sociedades en procesos de industrialización acelerada que planteaban problemas inéditos y de mayor complejidad en comparación con las sociedades agrarias tradicionales. Su necesidad podía deberse también a la necesidad de hacer frente a diversas clases de crisis sociales y políticas intermitentes, como la mencionada en relación con Cosío Villegas, pero también a crisis originadas en países en conflicto político-militar y de frontera. En España claramente se hace mención de cuatro crisis (la de la reforma liberal, la del 98 o disolución del imperio colonial americano, la del 27 y la de la Guerra Civil de 1936-1939) para entender la necesidad de implementar una reforma de las ciencias sociales y humanidades. En México y otros países latinoamericanos, obedece a la crisis derivada de la guerra civil de 1910-1920 y a la política de reconstrucción o regeneración de la sociedad mexicana posterior, una reconstrucción que implicaba la creación de instituciones que fomentaran la investigación científica en todos los órdenes. En ese sentido, el Estado surgido de la Revolución se establece como promotor o facilitador importante de esta clase de instituciones, al igual que la clase empresarial e industrial necesitada de profesionistas y especialistas en los diferentes campos del saber y la tecnología.

En un escenario más complejo derivado de los estragos, las catástrofes humanitarias y la reconfiguración de la geopolítica mundial, en términos de una bipolaridad sistémica, relacionado con la Segunda Guerra Mundial, pudo haberse profundizado la sensación de una crisis civilizatoria de mayor envergadura que obligara a Occidente a mirarse en el espejo del pasado para intentar reorientar el curso de la historia de cara al futuro. En cierto modo, el llamado a profesar una historia metódica, práctica y disciplinada, en permanente construcción, respondió a algunos de esos nuevos desafíos. Además, la reducción de la complejidad de sus procedimientos propios —con la investigación, el procesamiento de la información, la escritura y la publicación fijadas en torno a un canon metódico— permitió que el oficio de la Historia se democratizara y ampliara su rango de interés en el espacio público. No obstante, debido a dicha reducción metódica, pudo haberse desatendido la complejidad del mundo que estaba surgiendo durante el período de la posguerra. Y si se alude a una crisis civilizatoria a nivel global, conlleva igualmente el incremento de complejidad en cuanto a la definición del objeto específico de la Historia: no sólo el “pasado en sí”, sino el problema del tiempo que se desdobla invariablemente entre el pasado, el presente y el futuro.

Comoquiera que sea, en aquel momento en que tuvo lugar el proceso de profesionalización de la disciplina, tendió a enfatizarse más un concepto de Historia concebido como un instrumento de reconciliación entre partes enfrentadas, entre culturas y civilizaciones; como un medio de colaboración para el establecimiento de la paz y no de la guerra. Un instrumento articulado en torno a una serie de prácticas disciplinadas, metódicas y objetivas que permitieran dejar atrás el mundo de prejuicios ancestrales o chovinistas de cualquier signo. Un ejemplo de estos buenos deseos fue el primer congreso mexico-norteamericano de Historia realizado en 1949 en Monterrey, organizado por Silvio Zavala y Lewis Hanke. En aquella ocasión, Hanke reafirmó la voluntad de crear un esprit de corps profesional alrededor de la historia entre esos dos países, que suavizara las tensiones tradicionales en la historiografía mexico-norteamericana, fundado en la preservación e investigación de las fuentes documentales, como sustento de una historia verdadera y honesta. De esa manera, en 1949 se formalizó el intercambio académico historiográfico entre ambos países, que luego sería ampliado con la inclusión de Canadá, ya bajo el Tratado de Libre Comercio, vigente hasta la fecha.◊

 


* GUILLERMO ZERMEÑO

Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México.