La guerra en Ucrania: de títulos sensacionalistas y otros males

¿Cuáles son las raíces y la gravedad del conflicto ruso-ucraniano? ¿Es posible separar el trigo de la paja en medio del alud informativo sobre el tema? El siguiente ejercicio de reflexión busca responder lo anterior a partir de consideraciones obligadas en el análisis del tema.

 

SOFIA ZAMORANO LEÓN*

 


 

En los últimos meses, el conflicto entre Ucrania y Rusia ha invadido la gran mayoría de los espacios de discusión. De un día para otro, el centro de la atención dejó de estar en la nueva variante ómicron, en el colapso de los sistemas de salud en todo el mundo, y en los estragos económicos y políticos del (mal) manejo de la crisis de la covid.

Desde febrero, la cotidianidad quedó repleta de las barbaries que Rusia ha cometido en territorio ucraniano, de las acciones militares de cada bando, de la terrible crisis migratoria derivada del conflicto y, más recientemente, del punto de inflexión que éste representa en la historia reciente. Además, el mundo entero es ahora juez y verdugo de las organizaciones internacionales y del papel que deberían tener para apaciguar el conflicto.

La concentración sustantiva de miradas en el dudoso límite de Europa del Este ha sido tal que, en términos mediáticos, se asemeja a acontecimientos históricos de alto calibre sucedidos en el último lustro, como la victoria presidencial de Donald Trump y el Brexit. Esto se debe no sólo a que las miradas internacionales y todo tipo de discusiones, desde las más cotidianas hasta las mesas más acaloradas de debate intelectual, versan sobre los mismos temas, sino a que la manera en la que evoluciona el conflicto termina por sorprender hasta a los más reconocidos expertos.

Cuidándonos de aseveraciones mediáticas sensacionalistas que buscan vender ejemplares más que otra cosa, el conflicto militar entre Rusia y Ucrania sí es y será un tema que marcará generaciones por venir y que moldeará —o, en todo caso, perpetuará— una visión arraigada en la psique latinoamericana, dicho sea de paso, construida y manufacturada, de Rusia: el eterno enemigo del mundo liberal y democrático, porque lo que más vende es la imagen de un enemigo lejano, con miras universalistas, imperialistas y autoritarias. Vende aún más cuando podemos hablar de un enemigo heredero de la tradición totalitaria soviética y, en sí misma, de la supuesta amenaza al orden liberal. Si el uso de estos términos parece inexacto y desmedido, es porque así lo es. Tan descabellado el uso y abuso de un popurrí de términos para nombrar lo que nos da miedo como temible la prospección de una guerra que termine en desastres y crisis de las que muchos sólo hemos leído.

Sin embargo, el grave peligro del derroche de éstos y otros términos, por demás deplorable, es que, detrás del debate de lo que sí es y no es, se esconde la perspectiva histórica selectiva que busca, entre otras cosas, encajar al Kremlin en un autoritarismómetro, ese común infortunio que busca encajonar realidades complejas en versiones sencillas que, más que explicar, justifican narrativas a conveniencia y dejan en papel secundario las cosas que realmente importan.

Si una entra al portal de noticias de su elección, se encontrará con que 6 de cada 10 notas internacionales de la semana son sobre la guerra Rusia-Ucrania. Sobran los sitios que hacen un recuento histórico que recorre tanto la Revolución de Octubre como el origen de la Unión Soviética y que parece trazar una línea directa desde la caída del muro de Berlín y el fin de la Unión Soviética hasta la invasión de Ucrania, pasando por Stalin y el tránsito de Vladimir Putin por la kgb como causantes directos del conflicto.

Más allá de la eterna línea histórica y de los engañosos ejercicios de rastreo de los orígenes de una historia hasta el inicio de los tiempos para hablar del hoy, de ellos vale rescatar que, para ponderar cualquier tipo de solución, con miras a una paz medianamente duradera en un conflicto como éste, los parámetros históricos y culturales son ineludiblemente necesarios. Sin duda, es todavía pronto para una lectura integral del conflicto y para adivinar su exacto desenlace, pero no lo es para poner sobre la mesa lo que está detrás del conflicto ruso-ucraniano y de su escalada en los últimos meses, así como el peligro que corre alguna solución a éste que ignore ciertos aprendizajes de la historia. Este texto no pretende rastrear los orígenes históricos para responder preguntas planteadas por el apabullante sensacionalismo de los medios, pero para el análisis del conflicto, por breve que se pretenda, hace falta tener en mente los siguientes elementos.

En primer lugar, uno de los problemas de fondo del conflicto, aunque a muchos no les guste, es un tema cultural. Ucrania, en términos geográficos y políticos, existe (y ha existido) en un delicado balance entre Rusia y Occidente. Por un lado, entre Rusia y Ucrania se mantienen fuertes lazos histórico-culturales que persisten, en cierta medida, a través de la población rusa que forma parte importante de la demografía ucraniana —17.3%, más de 8 millones de ciudadanos— (Comité Estatal de Estadística de Ucrania, 2001). Por otro lado, las prospecciones de disminuir la dependencia económica de Rusia mediante un creciente acercamiento con Occidente son una esperanza que interpela a otra parte de la población y se vincula con una demanda histórica: la de encontrar su soberanía más allá de la fragilidad de una cuerda floja entre dos bandos.

En segundo lugar, existir sobre esta cuerda floja significa, entre otras cosas, que mantener la soberanía intacta desde ese cinturón geográfico —que a veces parece más una frontera entre Rusia y la otan— no es un ejercicio de un solo frente. En este sentido, el cuidado de la soberanía, sobre todo en una zona tan complicada, a falta de una mejor palabra, no es una cuestión meramente desde arriba, decidida única y exclusivamente por una élite política nacional, sino que además depende en gran medida del reconocimiento de tus vecinos.

Es por ello que, cuando en 2014 Ucrania coqueteaba con la Unión Europea, boicotear el trato parecía necesario para el Kremlin a fin de evitar que Occidente se acercara (aún más) a sus fronteras. En este sentido, la Revolución Naranja puso en evidencia lo multifacético de la clave para la supervivencia de Ucrania como una nación soberana e independiente. Desde el punto de vista de la Ucrania equilibrista, por un lado están los peligrosos temores norteamericanos de un mayor avance de la influencia rusa en el territorio; por el otro, la amenaza percibida que representa para el Kremlin la pérdida de dicha área de influencia.

Pero la historia que hoy contamos, la que vemos en todos los medios, que encontró un clímax mediático en febrero de este año con la declaración de la entrada de una misión militar especial rusa a territorio ucraniano y que se ha prestado para una excesiva diplomacia turística, no empezó ahí. La desintegración de la Unión Soviética regresó a las exrepúblicas socialistas de Europa del Este al ya mencionado delicado balance entre Rusia y Occidente. En un vaivén casi imposible de romper, las nuevas naciones encapsularon dentro de sí una amplia diversidad cultural, existente desde tiempos imperiales. A partir de ese momento, Ucrania, como el resto de las exrepúblicas socialistas, vaciló desde el filo entre el mundo capitalista liberal y la nueva Federación Rusa ante cada decisión acerca del nuevo orden internacional.

Asimismo, a partir de entonces, en nombre del verdadero buen gobierno, la soberanía y la libertad, estos países se la han jugado ante diversos intentos por domesticar el nuevo espacio, justificados por supuestas legitimidades históricas: entre ellas, la amenaza de Rusia y su famosa voracidad de territorio hacia el Oriente, la existencia de una identidad rusa que no conoce de fronteras y el historial de Estados Unidos de usar buffer states como si fuesen cartas comodín en un juego de naipes.

En el proceso de la batalla por conquistar el nuevo espacio, se ha vuelto costumbre que las acciones rusas le den cobijo y sustento simultáneo a las pretensiones norteamericanas, históricas en su existencia, de defender “la verdadera democracia liberal” ante amenazas anticapitalistas y autoritarias. Y no es que no importen las múltiples denuncias de violaciones a los derechos humanos, las decenas de miles de desplazamientos forzados y los pueblos en sufrimiento que han quedado atrapados en el fuego cruzado. Sin embargo, lo que ha importado más a Estados Unidos han sido las violaciones a principios altamente valorados por el mundo occidental y, peor aún, la confrontación directa a su proclamación de autoridad en los espacios de toma de decisión.

Por esto, la discusión no debería versar sobre el peor de los males o sobre si la solución radica en la adhesión a tal o cual organización o bajo el paraguas de tal o cual actor. Cualquier pretensión que emprenda acciones militares en nombre del verdadero buen gobierno, indistintamente del bando del que provengan, es igual de peligrosa para cualquier nación. Basta recordar los siguientes escenarios: Irak en 2003, Georgia en 2008, Libia en 2011. Los estragos de este conflicto llueven y lloverán sobre lo que cada vez menos recuerda a los edificios de una ciudad alguna vez bella y revestida de naranja. De seguir por el camino que hoy se recorre, cada vez menos se podrán escuchar los cánticos por una revolución liberal, que no sólo parecerá más lejana, sino un sueño imposible más que una posibilidad.

El desastroso camino ya recorrido ha vuelto imposible una solución ideal; sin embargo, una solución relativamente pronta que puede tener este conflicto podría ser a través de la mediación diplomática, idealmente de los organismos internacionales en los que vez tras vez hemos depositado nuestra confianza, con miras de proteger a la gente, de respetar el espacio que dé cabida a la histórica multiplicidad étnica y cultural de Ucrania y que busque poner freno a quienes quieran dominar ese espacio.

Aun así, como apuntan las tensiones ya señaladas, la discusión para establecer cualquier tipo de resolución al conflicto ruso-ucraniano deberá girar en torno a cómo reinterpretar y acatar los reclamos de dignidad, soberanía, libertad y seguridad, al mismo tiempo que articularse con el verdadero respeto de la autonomía de los pueblos. Deberá, verdaderamente, reconocer la urgencia de la defensa de lo cultural y sacar del centro del conflicto la confrontación, a ratos directa, a ratos indirecta, entre el orden liberal anglosajón y la Federación Rusa, que ha cavado la tumba de pueblos enteros; de lo contrario, el conflicto ruso-ucraniano, de escalar aún más, será el castigo a una nación entera por las decisiones de élites encapsuladas en discusiones de altas tribunas.

Los resultados precisos de un conflicto que cruza por líneas culturales y sociales, además de las políticas y económicas, sin mencionar las de la integración regional, están fuera del alcance de cualquier acercamiento al tema que pretenda ser un ejercicio intelectual serio. En todo caso, y lo que aquí ofrezco, son consideraciones que tienen que tomarse en cuenta en cualquier análisis del tema.

Antes que nada, es preciso recordar que, como todo en la modernidad digital, la historia se ha contado dejando de lado la objetividad histórica y mediante títulos sensacionalistas en medios de comunicación masiva. Por lo tanto, es imprescindible ser críticos de todo aquello que consumimos y denunciar la selectividad de la prensa en estos tiempos de crisis. Es, además, fundamental, ante los intentos de terceras partes de tomar un papel de mediación activa, reforzar la exigencia de una mayor responsabilidad de nuestros líderes y representantes, así como, ante los intentos de denunciar este conflicto como el único símbolo de la barbarie de las grandes potencias, rechazar con solidez estos y otros ejercicios que olvidan y dejan de lado ciertos antecedentes y que opacan la verdad histórica que no cae bien para su narrativa.

Que las denuncias arriba descritas sirvan para no perder de vista que hoy el pueblo ucraniano es el desplazado, el expatriado, el amenazado de muerte, el indefenso, pero que hoy lo es también el pueblo afgano, el palestino y el yemení; y en el pasado lo fue el libanés, el georgiano, el iraquí y, sin duda alguna, el sirio. Y que este conflicto y  la “dolorosa lección histórica sirva de base y antecedente para que Rusia y Occidente puedan constatar que la seguridad nacional se entabla con la seguridad global” (Tawil, 2022).◊

 


 

Referencias

 

Comité Estatal de Estadística de Ucrania, “Resultados del censo de 2001”, Ucrania, 2001.

Tawil, Marta, “Historia mínima del ‘peligro inminente’”, El Heraldo de México, México, 10 de marzo de 2022 (sec. Opinión).

 


 

* Estudió la licenciatura en Relaciones Internacionales en el Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México; ahora realiza su tesis con el tema “La modernidad alternativa en Rusia”. Ha participado como panelista sobre el conflicto ruso-ucraniano, Rusia y temas de seguridad global en diversos espacios de discusión.