La excepción que confirma la regla. Asilados y refugiados latinoamericanos en México

El reciente asilo político concedido a Evo Morales confirmó la imagen que se tiene de México como un país de refugio. Sin embargo, esto no siempre ha sido de este modo, y el fenómeno de la inmigración en México dista mucho de ser una sencilla política de puertas abiertas. Así lo expone, con autoridad, Pablo Yankelevich en este artículo, necesario para entender la coyuntura internacional en la que nos encontramos.

 

PABLO YANKELEVICH*

 


 

El reciente asilo político otorgado a Evo Morales, expresidente de Bolivia, ha vuelto a activar añejas polémicas y a exhibir más de una confusión. Entre estas últimas, destaca la imagen de que México es un país de puertas abiertas a la inmigración extranjera, cuando en realidad lo ha sido para los perseguidos políticos. No resulta extraño que las naciones construidas a partir de aluviones inmigratorios, como Estados Unidos y Argentina, hayan recibido torrentes de víctimas de acosos políticos, religiosos o étnicos, pero éste no ha sido el caso de México. Por lo contrario, desde los años veinte del siglo pasado, este país ha tenido una de las legislaciones de inmigración más restrictivas del continente y, a pesar de ello, esas leyes siempre dejaron abierta la puerta a los perseguidos políticos.

¿Cómo entender la paradoja de una nación con fuertes restricciones a la inmigración y que es, al mismo tiempo, generosa a la hora de recibir a extranjeros que escapan por razones políticas? En la explicación de las políticas restrictivas se imponen argumentos vinculados a la protección de mercados laborales para privilegiar el empleo de trabajadores mexicanos; y también a políticas que consagraron mecanismos de selección “racial” asociados al convencimiento de que las posibilidades de asimilación de los inmigrantes a la nación mexicana dependían de sus orígenes étnicos o nacionales. Sin embargo, estos argumentos desaparecían en caso de que los extranjeros fueran perseguidos políticos.

Explicar que en México la excepción se confunde con la regla obliga a revisar decisiones gubernamentales fundadas en antecedentes históricos y en contextos políticos específicos. La Revolución de 1910 colocó a México a la vanguardia del pensamiento y la acción del progresismo latinoamericano. La puesta en marcha de un programa que contempló la realización de una reforma agraria, la consagración de derechos laborales, la defensa de un laicismo radical, la ejecución de innovadoras propuestas educativas, junto a una política exterior que abiertamente desafió a los centros del poder internacional, hicieron de México un faro que alimentó la ilusión de que era posible un mundo más igualitario y justo.

Hasta mediados del siglo pasado, para importantes sectores de las izquierdas latinoamericanas, México constituyó un lugar de referencia obligada, y hubo motivos de peso para que así fuera. En las dirigencias políticas e intelectuales de los primeros gobiernos posrevolucionarios destacó un latinoamericanismo manifiesto, esto es, la convicción de compartir un universo histórico y cultural sobre el que se proyectaba la utopía de un futuro también común. El programa de renovación cultural y educativa que lideró José Vasconcelos recortó la ejemplaridad que México proyectó en el continente. Los desafíos de este intelectual y funcionario al autoritarismo de militares, clérigos y terratenientes en América Latina se cristalizaron en abiertas condenas a dictadores y en muestras concretas de solidaridad con sus víctimas. En los años veinte, México fue sede de un vasto exilio venezolano opositor a la dictadura de Juan Vicente Gómez, y el mismo Vasconcelos fue un convencido simpatizante de las luchas antiimperialistas en el Caribe, en particular en Cuba y Puerto Rico. México ofreció protección a líderes y militantes universitarios. Uno de los más destacados fue el peruano Victor Raúl Haya de la Torre, que llegó en 1923, y que, pocos años más tarde, en México fundó el apra, organización que orientó la discusión y la acción política de amplios sectores de clases medias en América Latina, y cuya importancia resulta insoslayable en la vida política peruana desde 1930. En 1926, otro líder universitario, el cubano José Antonio Mella, se refugió en México para desarrollar una activa militancia política en el seno del comunismo hasta que fue asesinado por agentes enviados por el dictador Gerardo Machado. A esta comunidad de latinoamericanos se sumaron el escritor y ensayista boliviano Tristán Marof, además de un nuevo grupo de desterrados venezolanos entre los que figuró Salvador de la Plaza, fundador del Partido Revolucionario de Venezuela, y el nicaragüense Augusto César Sandino, sin duda la figura más sobresaliente de las luchas antimperialistas de aquellos años, a quien el gobierno mexicano otorgó protección en 1929; desde México, Sandino articuló una amplia red trasnacional de solidaridad.

Hasta mediados de los años treinta, la presencia de perseguidos políticos fue un fenómeno de carácter individual: sólo núcleos reducidos de dirigentes e intelectuales se beneficiaron de la protección del gobierno mexicano. El estallido de la Guerra Civil en España y la solidaridad mexicana con el gobierno republicano marca un hito en la recepción de perseguidos políticos. En primer lugar, porque México nunca antes había orquestado una operación humanitaria de dimensión internacional que involucró a buena parte del servicio exterior apostado en las principales capitales europeas; y, en segundo lugar, por la duración de ese destierro, que al prolongarse durante cuatro décadas impactó profundamente en la vida social, científica y cultural de México. El exilio republicano español inauguró la primera experiencia de exilio masivo: se ha estimado que cerca de 25 mil personas obtuvieron protección del gobierno de México. Justo es destacar que el ingreso de los republicanos constituyó una auténtica excepción a una norma migratoria, la Ley General de Población de 1936, que fue la más restrictiva que ha conocido México. Una decisión tomada por el presidente Lázaro Cárdenas y por un pequeño círculo de sus colaboradores fue la que activó procedimientos y prerrogativas que condujeron a autorizar el ingreso de este contingente de perseguidos.

El programa revolucionario se atenuó después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, sus postulados permanecieron, particularmente aquéllos referidos a la política exterior. A lo largo del siglo pasado, México fue un enérgico defensor del derecho a la autodeterminación de las naciones y un fuerte opositor a cualquier forma de intervencionismo extranjero. En el contexto latinoamericano, la firmeza de estas convicciones tuvo como correlato la apertura del país a opositores políticos originarios de naciones bajo regímenes dictatoriales.

Desde 1928 la figura jurídica del asilo político quedó consagrada en el orden interamericano. México ha abogado firmemente por la defensa de esta herramienta humanitaria y desde entonces nunca dejó de aplicarla, algunas veces sin muchos alardes, otras con gran espectacularidad, haciendo evidente la urgencia por ensanchar menguados márgenes de legitimidad política. Entre otros, el presidente guatemalteco Jacobo Arbenz, derrocado en 1954, estuvo bajo protección del gobierno mexicano; un año más tarde Fidel Castro se exilió en México y en estas tierras preparó la expedición guerrillera que desde costas veracruzanas partió a bordo del Granma. El otorgamiento de asilo fue aplicado, incluso, por administraciones ostensiblemente represivas. Pocos lo recuerdan, pero la administración de Gustavo Díaz Ordaz, antes, durante y después del conflicto universitario de 1968, otorgó asilo a perseguidos políticos por la dictadura brasileña; lo mismo hizo con dominicanos que escaparon de la represión después de la invasión estadounidense de 1965 y con un nutrido grupo de centroamericanos, sobre todo hondureños, acosados por el régimen de Osvaldo López Arrellano. Durante la siguiente década, en las administraciones de Luis Echeverría Álvarez y José López Portillo, el comportamiento fue similar. Estos presidentes son reconocidos como los últimos que apelaron a la herencia nacionalista de la Revolución, y en ese clima arribaron miles de víctimas de las guerras sucias orquestadas por las dictaduras centro y sudamericanas, sin que ello cuestionara el hecho de que esas administraciones mexicanas libraban otra guerra, no menos sucia, que dejó una secuela de desaparecidos y muertos provenientes de las filas de una izquierda tan radical como a la que pertenecían muchos de los exiliados centro y sudamericanos.

La imagen de México como nación de refugio se alimenta de la protección a perseguidos de la izquierda latinoamericana. Sin embargo, esta conducta también benefició a opositores de gobiernos de izquierda. Entre 1959 y 1971, más de medio millar de cubanos que no simpatizaban con el régimen de Fidel Castro fueron asilados en México. Este proceder exhibe, por un lado, la sujeción a una práctica humanitaria con independencia de las adscripciones políticas de los perseguidos y, por otro, el sentido político de un proceder que, en el espacio nacional e internacional, ha servido para refrendar el respeto y la defensa de principios rectores de la política exterior.

La recepción de perseguidos tuvo claros referentes cuantitativos. Entre 1950 y 1985 se registraron cerca de 3 mil asilados latinoamericanos. Si bien el caso cubano antes referido fue uno de los más numerosos, resultó superado por el chileno, que contabilizó cerca de 900 asilados en la embajada mexicana en Santiago después del golpe de Estado de septiembre de 1973. Es importante tener presente que el asilo fue una de las puertas que permitieron el ingreso a México de perseguidos de casi todas las naciones de América Latina; sin embargo, nutridos contingentes residieron en el país sin haber obtenido esta protección. Salieron de sus naciones bajo su propio riesgo e ingresaron a México con visados de turistas que luego, y muchas veces con la ayuda de organizaciones de solidaridad, conseguían cambiar por visas de estudio o de trabajo. Es decir, no todos los exiliados latinoamericanos fueron asilados, a juzgar por los volúmenes que alcanzaron algunas de estas comunidades: se advierte que la mayoría ingresó por sus propios medios. En los años sesenta y setenta, las comunidades de argentinos, bolivianos, brasileños, chilenos y uruguayos rondaron las 15 mil personas, y de ese total, menos de dos mil fueron asilados. Una situación similar se observa en el caso de antillanos y centroamericanos en los sesenta y setenta. En las redes solidarias tejidas desde la izquierda mexicana participaron distintos funcionarios gubernamentales y, vía contactos formales e informales, un buen número de estos latinoamericanos alcanzó algún tipo de regularidad migratoria gracias al manejo discrecional de la norma que no se aplicaba a inmigrantes stricto sensu, sino a perseguidos que escapaban de represiones atroces.

La idea de México como nación refugio se ensanchó en los primeros años de la década de los ochenta, cuando decenas de miles de campesinos indígenas cruzaron la frontera sur huyendo de las campañas contrainsurgentes del ejército de Guatemala. Cerca de 50 mil guatemaltecos fueron asentados en campamentos de refugiados, que contaron con el apoyo del gobierno mexicano, la onu y diversas organizaciones no gubernamentales de México y el extranjero. Una de las consecuencias de esta experiencia fue que, en el año 2000, México incorporó a su legislación migratoria la figura del refugio que, a diferencia del asilo, no sólo reconoce causas políticas sino una variedad de motivos para solicitar esta protección humanitaria; entre ellos, persecuciones étnicas y religiosas, condiciones generadas por situaciones de violencia generalizada o de desastres naturales.

La política migratoria de México nunca fue de puertas abiertas: todas las leyes migratorias, desde la primera de la posrevolución sancionada en 1926 hasta la más reciente de 2011, contuvieron, y contienen a la fecha, estrictos requisitos que debe cumplir todo extranjero que desee ingresar, transitar o residir en el país. No es sencillo obtener un visado para residir en México. Ahora bien, los asilados políticos y los refugiados constituyen un universo diferente en el volumen de extranjeros en México; fueron y son casos excepcionales y, como tales, minoritarios.

Si México fuera un país de puertas abiertas a la inmigración no podría explicarse el exponencial crecimiento de las solicitudes de refugio. En 2013, la Comisión Nacional de Ayuda a los Refugiados recibió poco más de un millar de pedidos; para diciembre de 2019 se estiman 80 mil. Es evidente que para los migrantes centroamericanos, pero también para los llamados extracontinentales, asiáticos y africanos, una de las pocas maneras de ingresar a México y de permanecer en el país de manera regular es obtener la condición de refugiado. Para ello no es suficiente declarar que se es víctima de condiciones de violencia, desocupación y hambre, sino que hay que demostrarlo. Una cosa es la cantidad de solicitudes presentadas y otra es la de refugios concedidos. Es muy probable que menos de 20% de todos los solicitantes se conviertan en refugiados. Los números hablan por sí mismos. Los asilados y los refugiados en México han sido y son una excepción que, como todas, no hacen más que confirmar la regla.◊

 


* PABLO YANKELEVICH

Es profesor investigador del Centro de Estudios Históricos; dirige la colección “Historias Mínimas” de El Colegio de México.