La cultura de la cancelación y el universalismo bajo fuego. Entrevista a Luc Ferry

Ensayista, editorialista, profesor de filosofía, traductor de Kant y autor de una obra considerable, el también exministro de Educación Nacional Luc Ferry es un animador influyente y a veces controvertido del debate público en la Francia de nuestros días. Eric Conan lo calificaba, en 2003, no como un militante, sino como un contradictor. Este anticonformista deja ver su hablar franco y directo y su erudita vivacidad en un intercambio con Vicente Ugalde.

 

VICENTE UGALDE*

 


 

Vicente Ugalde: Para dar una breve contextualización, quisiera referirme rápidamente a algunas situaciones que se han presentado en Estados Unidos y Canadá en las que individuos, generalmente personalidades públicas, han sido acusados de atacar a grupos sociales desfavorecidos; acusaciones que, por su parte, se señalan como portadoras de cierto ostracismo. Me parece que sería suficiente evocar la noción de cancel culture y la carta publicada el verano de 2020 en la revista Harper’s para denunciar esos ataques, suscrita por 153 personalidades del arte y la cultura (entre los cuales se encuentran Noam Chomsky, Francis Fukuyama, Mark Lilla, Salman Rushdie, J.K. Rowling y Michael Walzer). Las reacciones al cartón de Xavier Grose publicado a finales de enero pasado en el diario Le Monde, por el que se le acusaba al caricaturista de ironizar sobre el dolor de las víctimas en general, y de las víctimas de incesto en particular, son un ejemplo de las expresiones por las que, con base en una opinión o acción pretendidamente vergonzosa o denigrante, un colectivo de críticos arremete, principalmente en las redes sociales, contra la reputación y la profesión de alguien. Tratándose, en este ejemplo, de ideas expresadas en forma de dibujo humorístico, las reacciones han sido percibidas como tentativas de limitar la libertad de expresión, como una forma de censura.

Pues bien, si la libertad de expresión debe estar sometida a límites definidos por las susceptibilidades de las víctimas y grupos desfavorecidos de la sociedad, ¿no cree usted que esta cuestión merece una discusión amplia? En ese caso, ¿qué contornos podría tomar esa discusión? ¿Se trata de un debate sobre la libertad de expresión? ¿Cómo entender este fenómeno?

Luc Ferry: Si queremos verdaderamente comprender lo que se trama en la cancel culture, hay que sumergirse un instante en la historia intelectual de la extrema izquierda. Mientras que en los años setenta es antirreligiosa, festeja alegremente la “muerte de Dios”, el “desencantamiento del mundo” según Marx, el “nihilismo consumado” para Nietzsche o la “neurosis obsesiva de la humanidad” a los ojos de Freud, la extrema izquierda se ha convertido hoy en el principal aliado del fundamentalismo religioso. Tres momentos marcaron esta historia y, siguiéndolos, es que se puede entender, a la vez, la potencia y la incomparable nocividad.

Todo comienza al final de los años setenta, cuando Foucault y Sartre proclaman a los cuatro vientos su apoyo a la revolución iraní, anunciando así la sustitución del proletariado como fuerza revolucionaria por este damné de la terre (“condenado de la tierra”)1 que es el fundamentalismo islamista. Sartre describe rápidamente a Jomeini como el símbolo del “progreso” en la continuidad de los movimientos revolucionarios de los años cincuenta de Argelia y de Camboya; el derrocamiento del Shah, en cuanto antiestadounidense, anticolonial y antiimperialista, marcaba inexcusablemente la emergencia de un régimen de libertad. Es en ese contexto que intelectuales de extrema izquierda se rinden en peregrinaje a Neuphle-le-Château2 para hacerle una visita al “sol de la revolución”. Para no quedarse atrás, Foucault declara en el Corriere della Sera que la revolución islámica es “la primera gran insurrección contra los sistemas planetarios, la forma más moderna de la revuelta”. Un año más tarde, todavía cegado y dogmático, persiste y sostiene: “La historia viene de poner a pie de la página el sello rojo que autentifica la revolución”, una insurrección magnífica, hecha por los que buscan “incluso a costa de su vida esta cosa de la que hemos olvidado la posibilidad desde el Renacimiento y las grandes crisis del cristianismo: una espiritualidad política. Ya me imagino a los franceses riendo, pero sé que están equivocados”. En efecto, el horror que se perfila en el horizonte no tiene nada de cómico, pero para Foucault, como para Sartre, es suficiente que el movimiento sea antidemocrático y antioccidental para que sea necesariamente formidable.

El segundo momento es el de la segunda Intifada de los años 2000. Ella instaura claramente la alianza de la extrema izquierda propalestina con este nuevo nombre del antisemitismo que es el antisionismo.

En un tercer tiempo, el islamista, el “condenado de la tierra”, fortalece su posición, como clase revolucionaria reemplazante del proletariado, con la extrema izquierda, forjando para entonces el concepto siniestro de “islamofobia”, cuyo propósito es indicar que toda crítica del fundamentalismo religioso debe considerarse sinónimo de racismo. La raza, pseudoconcepto que creíamos desacreditado fuera de los medios de la extrema derecha, vuelve con fuerza en la izquierda para reemplazar el de clase. La izquierda de la izquierda abandona así definitivamente la cuestión social en beneficio de cuestiones “societales” importadas de los studies vehiculados por la corrección política estadounidense, la más agresiva: gender studies, women studies, racial studies, colonial studies. Desde entonces el izquierdismo importado de Estados Unidos no deja de ganar terreno aliándose especialmente con el ecofeminismo y los movimientos decoloniales que forman en las universidades el fondo común de la cancel culture.

VU: La denuncia de esos ataques bajo la noción de cancel culture muestra que se trata no sólo de dañar la reputación, sino también de excluir, de cancelarle a alguien la posibilidad de ejercer su empleo, más aún cuando los detractores son de su mismo medio profesional. Más allá de la naturaleza de los temas que están en el centro de esos ataques, surgen algunas interrogantes respecto al medio en el que se difunden. El hecho de que las redes sociales sean privadas hace que se cuestione la repartición de la responsabilidad de imponer límites. ¿En quién recae? ¿En los usuarios de redes sociales? ¿En los propietarios que deciden en qué momento suspender la cuenta de un usuario, como le ocurrió a Donald Trump con su cuenta en Twitter? Por otro lado, la forma en la que se formulan esos ataques podría revelar cambios importantes en nuestras sociedades. ¿Cómo entender sucesos que se presentan como actos de justicia, pero que condenan a ciertos individuos al ostracismo sin ningún procedimiento? ¿Se trata de una erosión a las instituciones de justicia? ¿Del fin de la externalización hacia un tercero del ajuste de cuentas entre particulares?

LF: Seré muy claro: no tengo ninguna simpatía por Trump y me dio gusto su salida. Sin embargo, la censura en redes sociales privadas de un presidente democráticamente electo es un absoluto escándalo. En el transcurso de las últimas semanas, Twitter no sólo clausuró la cuenta de Donald Trump, sino también las de 70 mil de sus más vehementes seguidores, que pertenecen al grupo “QAnon”. Si en una encuesta de opinión se hace la pregunta: “¿Está usted conforme con que Twitter impida a los complotistas delirantes llamar a movimientos insurreccionales violentos?”, habrá muchas posibilidades de que se obtenga una respuesta afirmativa. El problema es que, planteada así, de manera sesgada, la pregunta no aborda el tema que, en sustancia, tendría que ser el siguiente: “¿Le parece normal que las empresas privadas conduzcan el debate público y, por ejemplo, censuren a un presidente democráticamente electo, mientras que les dan la palabra a islamistas que convocan a la muerte, y mientras no censuran ni limitan los contenidos de odio, los insultos racistas o antisemitas, ni las amenazas de violación y muerte?”. Ahí, tengo la expectativa de que la respuesta sería diferente. El problema es que, desde su creación en los años 2000, las redes sociales estadounidenses no han dejado de reivindicar el estatus de simples “ductos”. En nombre de la libertad de expresión, han objetado a quienes les piden eliminar los contenidos ilegales (que cada año dejan circular por millones), diciendo que ellos no son ni editores ni directores de prensa. Con gran dosis de hipocresía, se comparan gustosamente con las compañías telefónicas, sin importarles que los mensajes que alojan y difunden son públicos, no solamente privados. Al cerrarles la boca a los trumpistas, las redes sociales salen por fin de la ambigüedad: reconocieron implícitamente su estatus de editores, lo que justifica plenamente el proyecto de regulación que busca implementar la Unión Europea. Este proyecto se basa en un principio fundamental, de una gran precisión: que todo lo que la prensa “normal” (offline) tenga prohibido transmitir en el debate público, debe estar también prohibido en la red (online). Una propuesta que se discute actualmente en el ámbito europeo es dar a las redes sociales el estatus de editores y no simplemente de “transportadores”, y hacerlas así responsables para que pueda prohibirse en la red eso que está prohibido en la prensa.

Sin embargo, habrá también que medir las consecuencias de disposiciones de este tipo sobre nuestros sistemas judiciales. Hay que tener las cifras en mente. En el mundo se publican alrededor de 6 mil tuits por segundo y 4 mil millones de mensajes diarios en Facebook, es decir, 1 460 mil millones por año. ¿Cuántas demandas de difamación piensa usted que reciben Sundar Pichai, Mark Zuckerberg o Jack Dorsey cada año? Sin duda, millones. ¿Cuántos magistrados harán falta para procesarlas, más aún cuando las cuentas cerradas bajo cierto seudónimo son reabiertas inmediatamente bajo otro? Por eso, desde hace varios lustros abogo por que sea retirado el anonimato en la red, al menos en nuestras democracias, no en los países totalitarios como en China, en donde, por lo contrario, habría que continuar protegiéndolo. Obligar a los internautas a revelar su identidad ofrecería infinitamente más ventajas que inconvenientes: ello permitiría, de entrada, reducir masiva y anticipadamente los contenidos ilícitos (cuando hablamos en nuestro nombre y somos identificables, en general reflexionamos dos veces antes de transgredir las leyes). Hay más: sancionando los delitos de forma ejemplar y rápida, es claro que también anticipadamente limitaríamos rápidamente el número de transgresiones. Cada uno estaría simplemente conminado a asumir sus responsabilidades, lo que no sería nada escandaloso, sino todo lo contrario. A decir verdad, eso permitiría incluso a las redes sociales cumplir su promesa original (o, mejor dicho, regresar a aquello que nunca debieron haber dejado de ser): ofrecerse como un verdadero lugar de intercambio y, por qué no, de discusión informada.

VU: Además del modo en el que se formulan las acusaciones y enjuiciamientos relacionados con la cancel culture, así como del medio en el que se difunden, otro rasgo que podría darle cierta novedad a ese fenómeno social son los temas de las acusaciones. Muchos de los casos relacionados con la cancel culture, y que han generado gran indignación, se refieren a expresiones y a valoraciones formuladas con base en la pertenencia a una raza y, entre muchos otros, con relación a ciertas prácticas relacionadas con la sexualidad. ¿Considera que ello es la expresión de cambios en las concepciones morales? ¿No sería una manifestación de la cohabitación de diferentes concepciones del bien en nuestras sociedades contemporáneas? ¿Pensaría que esas expresiones podrían percibirse como un paso hacia una progresión moral?

LF: Como la salida de Trump encanta más o menos a todo el mundo democrático fuera de Estados Unidos, nadie parece inquietarse con el hecho de que la izquierda estadounidense, mayoritariamente dentro del partido demócrata, defiende valores que están en las antípodas de una verdadera democracia. Tener a los demócratas en el poder significa el regreso del fundamentalismo ecologista, del feminismo diferencialista, de los movimientos decoloniales, de las políticas de discriminación positiva; en suma, de la corrección política en todos los niveles. Basta leer The New York Times y The Washington Post para convencerse. Esos periódicos, cercanos al partido demócrata, acusan de buena gana a Francia de ser un país racista porque intentamos hacer leyes para limitar la propagación del fundamentalismo religioso que sostiene al Estado islámico. Ciertos artículos no dudan en comparar nuestra república francesa con el régimen del apartheid que asolaba Sudáfrica. Un periodista del New York Times considera incluso que los atentados terroristas que causaron en Francia más de 200 muertes no eran más que una respuesta legítima a las políticas “islamófobas” de nuestros gobernantes. En suma, la terrible ola de lo políticamente correcto y de la cancel culture, que conozco bien por haber dado clase en universidades estadounidenses en el transcurso de los años ochenta y noventa, está de regreso en un partido que es hoy, en el mundo, el más hostil al universalismo de todos los partidos democráticos. Cuesta trabajo entender cómo Estados Unidos, el país de las gafa3 y de la nasa, de la medicina, de las ciencias, y de las más innovadoras y eficaces tecnologías del mundo, sólo haya podido ofrecer a sus electores, en su última elección, la opción entre dos viejos, uno cuya salud mental a veces parece vacilar y otro del cual numerosos observadores nos dicen que tendría que haberse retirado desde hace tiempo.

VU: Ross Douthat, del New York Times, señalaba, a propósito de la cancel culture, que hay una intersección del internet en cuanto medio de anulación (medium of cancellation) con el poder creciente de las normas morales de la izquierda como justificación de la anulación. Para él, no es sólo la tecnología o la ideología, sino las dos. Habla de una izquierda emergente y joven que quiere tomar los tabús actuales contra el racismo y el antisemitismo, y los utiliza como modelo para un abanico más amplio de límites, con definiciones más diversas de lo que sería racista, sexista y homófobo, una teoría más comprensiva de eso (del discurso y del comportamiento) que amenaza con hacer daño. Se pregunta si esas nuevas normas de la izquierda serían iliberales o si simplemente infundirían en el liberalismo una nueva moral para remplazarla por el antiguo consenso protestante. ¿Le parece que esas normas podrían ampliar el espacio de voces antes marginadas?

Y una última pregunta. Aunque los temas evocados con mayor frecuencia en casos relacionados con la cancel culture están vinculados más bien a la preocupación casi obsesiva de grupos universitarios estadounidenses que favorecen la justicia social, no están excluidos en esas cruzadas las opiniones y los comportamientos que son dañinos para el medioambiente. Usted ve en la cuestión de las futuras generaciones uno de los temas que han renovado la filosofía política (y lo relaciona con la noción de lo sagrado), una causa de lo político que ocupa el espacio que antes hipotecaron otras ideas de lo sagrado, como la nación y la revolución. Si la cuestión de las futuras generaciones forma parte del catálogo de normas de la nueva moral, ¿cómo introducir matices al debate sobre la cancel culture?

LF: Islamoizquierdismo, ecofeminismo y decolonialismo: los tres forman la base social de esta cancel culture, esta cultura de la prohibición que gangrena las universidades. El movimiento decolonialista defiende, particularmente, la idea de que la crisis ecológica no se puede resolver independientemente de la cuestión colonial. Se trata de un enfoque de los problemas ambientales que emergió en América Latina y que luego fue adoptado, como debía ocurrir, en las universidades estadounidenses, en el transcurso de los noventa, por intelectuales como Walter Mignolo (Duke), Ramon Grosfoguel (Berkeley) o Arturo Escobar (North Carolina). Es una corriente anticapitalista y de extrema izquierda, pero que agrega a la crítica del desarrollo industrial moderno la crítica de la colonización y del patriarcado, de manera que, de paso, establece la relación con las luchas feministas y los gender studies ineludibles en las universidades estadounidenses. De ahí también la crítica radical al desarrollo capitalista propuesta, en Estados Unidos, por Arturo Escobar, pero también en Francia por Malcom Ferdinand, uno de los intelectuales de la ecología decolonial que, en una publicación reciente, propone la siguiente definición. Según él, la ecología decolonial tiene como objetivo

proponer otra comprensión de la crisis ecológica, a la vez política e histórica, que toma en cuenta la constitución colonial del mundo moderno, que es uno de los grandes temas más ausentes del pensamiento ambiental […] Pensar la ecología y omitir la constitución colonial del mundo es como tratar de reflexionar sobre un problema tapándose un ojo. Hay que ver, por ejemplo, el tratamiento que se hace de la figura del refugiado climático (que es un problema ecológico, no lo olvidemos). Al refugiado se le trata casi siempre fuera de su contexto sociopolítico y de su historia. Como si repentinamente, para hablar de cambio climático, hubiera que dejar de lado las desigualdades y las relaciones existentes antes de esa catástrofe.4

La palabra “decolonial” debe entenderse en un sentido bien preciso. Aunque el periodo de la colonización propiamente dicho haya quedado atrás, la “colonialidad” permanece y hay que deconstruirla. Por “colonialidad” hay que entender la actitud “burguesa, occidental, masculina y blanca” que ha consistido, desde los inicios de la colonización del Sur por el Norte, en querer imponer un modelo único de comportamiento y de valores: cómo ser un hombre o una mujer “de bien”, un buen padre o una buena madre, un buen o un mal ciudadano, una buena familia, un buen trabajador, etcétera.

Es en esta perspectiva que Françoise Vergès, una de las principales representantes del ecofeminismo decolonial, defiende, por supuesto, el velo islámico contra las feministas republicanas que adolecen —cuando piensan erróneamente que el velo representa una sumisión de las mujeres— de una especie de crisis obsesiva de hostilidad hacia esta “cultura del Sur” que es el Islam. Hay así, por un lado, un feminismo republicano, el de Simone de Beauvoir, que “invisibiliza” a las “racializadas”, y por el otro, eso que habría que llamar un “movimiento de liberación de las mujeres”, que se propone, por lo contrario, hacerlas visibles, lo que supone la descolonización de las mentes, pero también el fin de ese mundo capitalista que por esencia rechaza reconocerlas. En suma,

el feminismo decolonial revela los impensados de la buena conciencia blanca. Se sitúa desde el punto de vista de las mujeres racializadas: esas que, trabajadoras domésticas, asean el mundo. Denuncia el capitalismo intrínsecamente racial y patriarcal […] y hace las preguntas que incomodan: ¿qué alianza conviene hacer con las mujeres blancas? ¿Qué solidaridad tener con los hombres racializados? ¿Cuáles son las primeras vidas amenazadas por el capitalismo racial?

Son preguntas a las cuales podríamos agregar las de la ecología decolonial: ¿cuáles son los componentes del planeta más amenazados por el capitalismo colonial? La ecología, a un tiempo feminista y decolonial, es, a este respecto, la última novedad entre las diferentes corrientes de la ecología política. Es de lo que hace gala Greta Thunberg. Afortunadamente, el pensamiento decolonial ha sido criticado, especialmente por feministas víctimas del fundamentalismo islámico, como Zineb El Rhazoui, una periodista de origen marroquí que publicó un libro, muy valiente, titulado Détruire le fascisme islamique (Destruir el fascismo islámico). Ella no va por todos lados diciendo su verdad a los que considera los nuevos totalitarios de nuestro tiempo y, aunque parezca paradójico, los únicos que reintroducen en nuestras democracias la noción de raza:

el pensamiento decolonial pisotea la divisa republicana, “libertad, igualdad, fraternidad”, clasificando a los humanos por segmentos raciales eternamente víctimas o culpables […] No les agrada que ser negro, amarillo, rojo o blanco no sea una “identidad” sino una característica física. En cuanto a la religión, es algo de lo que se tiene libertad en una república (y que no es el caso en una teocracia), pero cuando se tiene una religión, eso no significa que se es esa religión. Los indigenistas son los colaboradores del islamismo y los saboteadores de la laicidad, aunque digan su nombre o prefieran adornar su ideología diferencialista con conceptos universitarios huecos, hechos de pseudociencias y de competencia victimaria.◊


 

1 Se alude a la expresión que da título al libro del filósofo francés de origen martiniqués Frantz Fanon, figura de los estudios poscoloniales (N. del E.).

2 Es el nombre del municipio localizado a 40 kilómetros de París en el cual, luego de ser expulsado de Irak, en 1978, Jomeini radica durante su exilio en Francia (N. del E.).

3 Acrónimo que designa a las empresas estadounidenses más importantes y pioneras en internet: Google, Apple, Facebook y Amazon (N. del E).

4 Remitimos al lector a la entrevista de Malcom Ferdinand realizada el 7 de mayo de 2019 y publicada en el sitio Le Comptoir: https://comptoir.org/2019/05/07/malcom-ferdinand-nous-avons-besoin-dune-ecologie-decoloniale/

 


* VICENTE UGALDE

Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Demográficos, Urbanos y Ambientales de El Colegio de México. Su trabajo se centra en el estudio de la gobernanza metropolitana, las políticas ambientales, la juridización del medio ambiente y los conflictos socioambientales. Es autor de Los residuos peligrosos en México: el estudio de la política pública a través del derecho (El Colegio de México, 2008). Es también director adjunto de Otros Diálogos.