
13 Sep Katherine Anne Porter en México1
Los extranjeros que visitaron México en los años 20, o un poco después, contribuyeron tanto como los propios mexicanos a forjar la idea que el mundo se hizo de la Revolución Mexicana y del país que de ella surgió. Hubo algunos europeos (Eisenstein, Lawrence, Artaud, Breton), pero también muchos norteamericanos (John Reed, Ambrose Bierce —el famoso “gringo viejo”—, Hart Crane, etc.). En este ensayo, Mauricio Tenorio fija los ojos en Katherine Anne Porter y su paso por el país, pues —argumenta— Estados Unidos y México comparten una historia, son espejo uno del otro y se dan imágenes recíprocas. Entre ellas no puede faltar la que nos ofrecen los cuentos de la gran escritora tejana.
–MAURICIO TENORIO*–
We shall not cease from exploration
And the end of all our exploring
Will be to arrive where we started
And know the place for the first time.
T.S. Eliot, “Little Gidding” (Four Quartets)
No es que sea importante, ni que deba tenerse por sabido, pero el caso es que yo soy de los que hace tiempo vienen escribiendo de una historia común entre Estados Unidos y México, de la necesidad de hacer historia de México como historia de Estados Unidos y al revés. No voy a dar la cansina lección de siempre; sólo quiero leer un trozo de historia, así, como haciendo historia de Estados Unidos por hacer historia de México y al revés. Quiero contar un momento, para mí, interesante de la historia del modernismo que, como tal, es mexicano, estadounidense y muchas cosas más. Y traigo a cuento a Katherine Anne Porter (1890-1980). Espero que la historia y el método se expliquen por sí mismos. Para poder contar en breve, doy por sabidos muchos hechos y personajes de lo que de común se conoce como historia mexicana y como American History. No hay otra manera, no al menos si ha de reinar la brevedad.
Corrían los años de la Gran Depresión, los de They Shoot Horses, Don’t They?, los de “Bitter Fruit” en la desgarrada voz de Billy Holiday (“Southern trees bear a strange fruit, / Blood on the leaves and blood at the root”). Eran los años en que se hizo arquetipo el intelectual macho y comprometido, y ahí Ernest Hemingway a sus órdenes; años en que Sinclair Lewis era best-seller y Dorothy Parker la voz irónica de The New Yorker. Y fue entonces cuando el gurú Edmund Wilson, de común parco en elogios, largó aquello de que Katherine Anne Porter era una de los grandes escritores estadounidenses. Así de famosa llegó a ser la Porter, una escritora para escritores, aunque en 1940 sólo había publicado un puñado de ensayos, reseñas y poemas, y dos colecciones de cuentos (o novelas cortas): Flowering Judas (1930) y Pale Horse, Pale Rider (1939).
Porter fue mujer de letras en tiempos curiosos, años de escritoras de gran venta (Eleonore H. Porter, las últimas novelas de Edith Wharton, Gertrude Atherton o Pearl S. Buck), pero su escritura y su ser mujer eran de otro pelaje. Nada de largas narraciones con finales felices, nada del abuso de adverbios, adjetivos y cansinas descripciones; nada de eso. Al contrario, prosa económica y exótica, ritmo austero afinado al tono de la desilusión y la ironía. La Porter no era decente señora burguesa, aunque a esta texana nacida en la pobreza le diera por creerse dama de la aristocracia sureña. Más allá de la impostura, para Porter ser mujer y escritora era cosa de ir tras el pan, la libertad y el reconocimiento: lucha, vanidad, viajes, sexo, aborto (“son rumores, son rumores”), amantes prominentes (Felipe Carrillo Puerto, Salomón de la Selva), varios matrimonios y belleza… porque era bella, y lo sabía. Toda su vida gastó queridos “in the wrong side of the twenties”. En fin, Porter probó de todo, no llegó a la productividad y preeminencia de F. Scott Fitzgerald, pero era de la misma estirpe de desencantados; no alcanzó el alcoholismo y el legendario tono sureño y la influencia de William Faulkner, pero no por no intentarlo —Porter, Faulkner o Rulfo son nuestro modernismo costumbrista—; no fue la madame de burdel australiano a la que alude The Waste Land (“O the moon shone bright on Mrs. Porter”), pero fue, como T. S. Eliot, modernismo a la gringa, y amexicanado, que más no hubo.
Como Anita Brenner, Frances Toor, Ella Wolfe, Alma Reed, Mary L. Doherty o Thorberg Brundin, Katherine Anne Porter sucumbió ante el México revolucionario, es decir, ante el magnetismo de la mescolanza de revolución social con raza prístina, autenticidad y deseo. Y así, a poco de salvarse de la influenza española, Porter aterrizó en la ciudad de México que venían levantando, como campamento de damnificados, una tribu inconexa de hijas e hijos de la hecatombe económica, la violencia, las persecuciones políticas, las utopías revolucionarias y el mandato de, por riñones, romper e innovar en el arte, en la moral. Una ciudad formada por raros submundos: ora el del bengalí M. N. Roy y su esposa estadounidense, Evelyn Trent; y el teósofo comunista Linn A. Gale, así como por Roberto Haberman, Bertram y Ella Wolfe, José Alem, Carleton Beals y Henry Glintenkamp; ora el submundo de Edward Weston, Rafael Sala, Felipe Teixidor, León Felipe y Mona Alfau; o el de Brenner, Manuel Gamio, Ernest Gruening, Toor, José Vasconcelos, X. Guerrero, Clara Ponset, Felipe Carrillo Puerto, Salomón de la Selva o Diego Rivera; o también el de Arthur Craven, Mina Loy o Bob Brown. (En otro lado he contado estas historias).
Porter entró a ese campamento de la mano de Thorberg Brundin, luchadora feminista sueca, socialista y entonces pareja de Roberto Haberman, el lioso activista y espía rumano-estadounidense cercano a Luis N. Morones y al comunista polaco Joseph Retinger, también asesor de Morones. En su segunda estancia más o menos larga (1931), Porter halló su campamento ocupado por la vastedad de Diego Rivera y compartió sus días, entre pleitos y pesares, con Hart Crane, Mary Doherty, Moisés Sáenz, E. N. Simpson, Frank Tannenbaum y Eugene D. Pressly (con quien se casa y ambos dejan México por el Berlín de entreguerras). El resultado de los varios viajes a México fue una zaga de historias siempre escritas a destiempo y a trompicones: cuando por primera vez llega a México, escribe sobre China (My Chinese Marriage, firmado por M. T. F., pero en verdad escrito por Porter bajo contrato); cuando en Texas o Nueva York o Berlín, entre intrigas y saraos, relata el México de sus recuerdos. En 1921 y 1922 publica los primeros ensayos de tema mexicano, y el primer cuento: “María Concepción” (1922), una María Candelaria gringa que fue preludio de una media docena de relatos de tema mexicano, todos autobiográficos, todos a trancas y barrancas —siempre tarde, con urgencia de dinero y de tiempo para terminar la obra que soñaba.
Sostener que Katherine Anne Porter —o que John Reed o Anita Brenner o inclusive Frank Tannenbaum— no entendieron “al otro”, a México, es una gansada. Porter, o cualquiera de esos viejos gringos o gringas, hablaba de no a México; es más, no pensaban en México sino en el México que ellos crearon de la mano de muchos mexicanos y extranjeros, sobre todo estadounidenses; hablaban del Estados Unidos, ese desencantado, que requería a México como el Estados Unidos industrial requería la mano de obra mexicana. Porque su mundo era, por seguro, Estados Unidos, pero algo más y algo menos. Cuando sureños, cuando escritores, cuando poetas, cuando comunistas, cuando socialistas, cuando judíos, cuando texanos, cuando mujeres, cuando homosexuales… su mundo era un raro y abarcador Estados Unidos; era la intersección de varias lenguas (inglés, español, francés, alemán, ruso, yiddish…), el peso de la Rusia revolucionaria, el desprecio y nostalgia por un sur agrícola, comunitario, democrático, pero racista, los ecos de la España republicana, una guerra mundial y el constante fantasma de otra, una gran depresión, la lucha global por la liberación de la mujer, los imperativos vanguardistas para cualquiera que tomara la pluma o el pincel, la búsqueda global por lo auténtico y prístino, la lucha de clases en todas partes y, por supuesto, el deseo llevado como carnet d’identité universal —jus coitus: soy de donde follo. Y por seguro ese su mundo también incluía, como pocas cosas y con todo derecho, su México, el de la Revolución y el doméstico (el de los mexicanos en Estados Unidos), el de la violencia redentora, la fijeza histórica y racial, el del arte a un tiempo tradicional y vanguardista. Era de ellos, pues, ese territorio modernista hecho zona franca donde traficar, en relativa seguridad, drogas, armas, sabores, cuerpos e ideas. No sé, ni me preocupa, si ese espacio corresponde a la historia de Estados Unidos o de México o al de la historia de las relaciones entre ambos. Preocuparme por esto sería como herniarme por dilucidar si la historia de los mayas es historia mexicana o guatemalteca. Nonsense.
Katherine Anne Porter, luego, no escribió sobre México sino sobre ese su mundo cuya capital fue la Ciudad de México por varios momentos entre 1914 y 1940. Como la novela de uno de los habitantes de esa ciudad, Bob Brown —You Gotta Live (1932)—, todos los cuentos mexicanos de Porter son postales de esa capital. En las narraciones deambulan figuras como Porter misma, encarnada en mujeres que en diferentes edades y momentos habitaron esa ciudad. En algún relato sale a cuento el pintor Rubén (Diego Rivera) y su modelo y amante (Lupe Marín). En otro, el personaje es el escritor estadounidense que espera convertirse en el experto en cuestiones mexicanas mientras aguarda a su gringa en brazos de una “india” local (Carlton y Lillian Beals). Amdreyev (Sergéi Eisenstein) es el personaje del relato “Hacienda”, director de una película en una hacienda pulquera. Lo mismo hizo, pero en burla, C. Durieux en un texto inédito, mandado a Anita Brenner, “Flight from Pampan, Story of a Mexican Village by Agapito Garrapata”. En él aparece Jesús Flaco (Rivera) y es la historia de un arqueólogo estadounidense que descubre un pueblo perdido en Guerrero donde los indios hablan inglés y visten “shorts” y camisas de gringos de Acapulco.
Y ahí, en los cuentos de Porter, una u otra reencarnación de Carillo Puerto, Samuel Yúdico, Adolfo Best Maugard, Salomón de la Selva, Roberto Haberman, José Vasconcelos, Hart Crane, Ernest Gruening, Josephine Herbst o Mary Doherty. En fin, en los cuentos mexicanos de Porter sería difícil encontrar un solo personaje que no sea una versión disfrazada de uno de los habitantes de esa ciudad que crearon Porter y los demás; la ciudad que erigieron para habitar un sueño, pero que sólo les sirvió, y a ratos, para escapar de pesadillas.
Katherine Anne Porter llegó a México procedente de la decadencia económica nacional y familiar, de la influenza que casi la mata, del desamor y la traición. Se fue huyendo a México, decía, “con el propósito expreso de estar presente y ayudar a la revolución”, “de escribir cosas buenas sobre ella y sobre ellos para la endemoniada prensa estadounidense”. Pero viajó para llegar al mismo puerto de donde partió: pronto encontró sólo desencanto y traición. Nada nuevo. Ante la imposibilidad de dar pormenor sobre lo que veía, ante la llana desilusión, se preguntaba: “¿por qué no un relato sobre la imposibilidad de escribir en un plazo corto un relato sobre México?”. En efecto, ¿por qué no algo así, Katherine Anne?
I
Katherine Anne Porter tuvo por oficio la decepción, y fue tan buena en tal faenar como otros dos viajeros en México: Henry Adams y D. H. Lawrence. En 1924, Porter escribió: “He sido acusada por estadounidenses de un gusto por lo exótico, por sabores ajenos. Quizá sí, pues Nueva York es el lugar más ajeno que conozco y me gusta mucho”. Su pasado sureño y su texanidad, creía ella, le habían ampliado la patria, se la habían convertido en una suerte de South ensanchado que iba de Texas a México, de México a Nueva York o a Berlín o París: “Literalmente, nunca he estado fuera de Estados Unidos (America), pero mi Estados Unidos (America) ha sido una tierra norte de lenguas extrañas y razas conjuntamente mezcladas, y si esa gente no es estadounidense (American), yo estoy terriblemente equivocada”. No equivocó la amplitud y promiscuidad del territorio que se abría a una mujer self-made y modernista desde el trágico fin de un prematuro matrimonio sureño en 1915 hasta su éxito económico e intelectual en 1962, con su única novela, Ship of Fools. En lo que acaso erró fue en el cálculo de las posibilidades de escapar de sí misma, de Katherine Anne Porter, de María Concepción, de Laura, de Miranda —personajes autobiográficos de sus relatos, figuras siempre entre la espada (la moral social y sexual que quita esperanza y satisfacción, pero a cambio otorga orden y estabilidad) y la pared (la liberación que da placer, esperanza y sabiduría, pero que acababa en decepciones e inestabilidad). Sin duda su visión de México fue exotista, pero sus decepciones la salvan: ante la imposibilidad de la utopía social, del amor romántico y de la obra extensa y perfecta que imaginó, el puerto seguro fue la constante duda y la decepción que trasmiten sus pocos cuentos (27 en total) y su única novela, sacada a trompicones por un editor incansable. Rulfo, a la distancia, parece una prosa igualmente difícil de producir y reproducir.
Porque, no bien habían pasado pocos meses de haber llegado a México por primera vez, Porter ya se había decepcionado de la Revolución Mexicana. A los pocos años, también se desencantó de los artistas oficiosos que comercializaban la Revolución. Quedó hastiada de socialismos y comunismos, se refugió en la impostura de aristócrata sureña, entre populista y reaccionaria. A fines de la década de 1940, acabó involucrada en el Congress for Cultural Freedom, el frente anticomunista y liberal que secretamente estaba auspiciado por la cia. Pero si la obsolescencia pronto alcanzó a otros de esos gringos “arrancherados”, como Waldo Frank o Stuart Chase (debido a su fe en la simplista superioridad espiritual de lo hispánico o lo indígena), el legado de Porter quedó a salvo gracias a tantas decepciones. Por decir, la prosa cuasi-científica de Frank Tannenbaum aún es leíble tanto por su documentación —à la Humboldt, extraída de mexicanos— como por su pragmatismo: antes que rechazar a la Revolución, terminó por abrazar con gusto lo que la Revolución pudo producir, a saber, un Estado benefactor, corporativista, modernizador e indigenista. Not bad at all, not at least for Mexico, said Mr. Tannenbaum, y se paseó por el país de la mano de Lázaro Cárdenas.
La obra de Katherine Anne Porter salva el paso del tiempo de distinta manera: a través no del pragmatismo sino de una experimentación política y estética que incluía la decepción. Pero ambos, Tannenbaum y Porter, aún resuenan porque mucho del México que ellos crearon sobrevive hoy en el mundo a través de la mera idea “México”, ese término que implica mucha historia, siempre presente, nunca pasado, fijeza racial, semioccidentalismo, colores pasteles, muerte, violencia, sarapes, tamales y pistolas. Al unísono con algunos mexicanos y extranjeros, Porter fue una de las próceres de la cara que tenemos ante el mundo, que es como los tacos al pastor: a simple vista re-mexicanos, pero, bien vistos, una síntesis local de saberes y sabores que circularon entre el Medio Oriente, el Mediterráneo y las Américas.
II
“Soy la nieta de una guerra perdida”, escribió Katherine Anne Porter a más de veinte años de haber llegado a México por primera vez; “tengo en mi sangre el conocimiento de lo que puede ser la vida en un país derrotado, reducido a los huesos por la privación”. Y es que asumía como suya la humillación de los estados confederados. Su estirpe se remontaba a una alicaída aristocracia sureña de Kentucky, Louisiana, Tennessee y, finalmente, Texas, donde Porter nació. Claro que ser Texas era de alguna manera ser México, pero también era la obsesión de la raza debajo de la piel. En efecto, todos sus relatos de alguna manera constituyen reportes taxonómicos —un hábito modernista, si los ha habido. Las sirvientas que le sirven y la hacen sentir lo que ella se cree, aristócrata sureña, le roban y son indias, todas. Le han contado, le escribe a una amiga, que los indios —y para Katherine Anne cualquier prieto urbano es indio— son “openly homosexual”. En “The Three”, la amante morena de su versión de Carleton Beals es india trepadora a la Frida Kahlo: a esa india “más tarde le dio por lucir joyería nativa y bailar danzas nativas en trajes típicos, y aprendió a pintar casi tan bien como un niño de siete años; ‘ya sabes’, decía él [el personaje inspirado en Beals], ‘el estilo primitivo’”. La valentía y arrojo del alter ego de Porter, la india —tenía que ser— María Concepción, era eso, arrojo, sólo gracias a un extraño atavismo racial e histórico. Cuando Porter se decepciona de Rivera, lo llama de “mixed blood” para restarle autoridad y autenticidad, y Morones para ella es “pure Aztec”. Cuando escribe el catálogo para una exposición de artes populares mexicanas (1922), califica ese arte de “racial art”, y eso era bueno: “la influencia extranjera, aristocrática, fue una catástrofe que amenazó los signos vitales de la raza mexicana y por mucho tiempo desvió hacia métodos extraños, superficiales, su expresión natural”. Todo es, pues, raza, incluso su única y tardía novela, cuyos personajes alemanes, mexicanos o judíos le trajeron, ya en la década de 1960, enormes críticas por ser considerados caricaturas raciales.
Sería excesivo decir que tal necesidad de fijeza racial deviene de su ser sureña. Porter comparte esta obsesión con la mayoría de los gringos fascinados con el México revolucionario, a menudo neoyorkinos o del medio oeste, muchos judíos. Lo que sí sorprende es que, a diferencia de la neoyorkina Dorothy Parker, o de Frank Tannenbaum, o de los viajeros mexicanos en Estados Unidos, cuyo racismo ante los negros no era muy distinto al de los estadounidenses, Porter nunca escribió sobre el problema de raza en Estados Unidos. Antes de fascinarse por México, Tannenbaum escribió sobre la esclavitud y el Sur. Y es memorable el modo en que Parker, en The New Yorker, satiriza el falso antirracismo de la gente bien de Nueva York. Katherine Anne Porter es diferente: una sureña estadounidense que quiere ver a México como cuadro de castas, ni nuevo ni sorprendente, pero es extraño que ni en sus recuerdos del “Old South” Porter se acordara de pintar “angelitos negros” —ella tan sureña, ella que tanta raza procuraba.
III
La ciudad de México que Katherine Anne Porter ayudó a crear y habitó fue más que una decepción política e intelectual: fue, sobre todo, una capital de la traición. Para Porter, dice su crítico y biógrafo Thomas F. Walsh, México fue “como una amante que siempre traicionó su confianza, pero, desde un nivel algo inconsciente, Porter daba la bienvenida a esa traición porque siempre le revelaba verdades trágicas que se volvieron la materia de su arte”. La Ciudad de México, pues, para ella fue siempre un regreso, doloroso pero indispensable, a la creatividad. Pero era ciudad perjura, plena de traición, de la humana, carnal y peligrosa, para quien, como Porter, sufría de atrofia de la ilusión: “he sufrido mucho por el amor, o mejor dicho por la imposibilidad de encontrar un substituto adecuado a la ilusión”.
En esa ciudad que ella construyó y vivió, Haberman traicionó a su esposa sueca en los brazos de una mexicana, Esperanza Domínguez, la cual después fue a su vez traicionada y abandonada en Nueva York. En ese su México, el amante de Porter, Carrillo Puerto, acabó en los brazos de esa otra gringa de “mejillas de arrebol” (Alma Reed). Su otro amante en la ciudad de México, el poeta nicaragüense Salomón de la Selva, la engañó y la dejó embarazada. Siguió el aborto del hijo que nunca tuvo. En uno de sus cuentos, Rubén (Diego Rivera), el amo artístico de la ciudad, saluda a la traición en nombre de la creatividad: Rubén le dice a un poeta que ha escrito un poema para Rosita (Lupe Marín), pues la cree muerta debido a una broma pesada de Rubén: “tú tienes tu poema, yo mi fresco: ¿qué mínima importancia tiene Rosita? ¡Ah!, muerta o viva ¿qué tiene ahora que ver con lo nuestro?”.
De igual forma, en esa ciudad de México, el poeta del Brooklyn Bridge, Hart Crane, pasó de ser el gran amigo de Porter a ser la causa de sus problemas, gracias a líos de homosexuales y al alcoholismo. El asesor comunista de Morones, el polaco Joseph Retinger, también traicionó a Porter metiéndola en intrigas de las mafias socialistas. Su amiga escritora, Josephine Herbst, la traicionó al publicar un cuento que desvelaba las aventuras de Porter con un piloto inglés. Blasco Ibáñez, Anita Brenner y Stuart Chase la traicionaron al querer ganarle el lugar como la voz autorizada sobre México en inglés —“Encuentro que todos ellos son profetas y expertos, frustrados e insatisfechos, pululando entre la muchedumbre de otros auto-proclamados profetas, intentando filtrarse entre la piel esotérica del indio”. Y, sin que Porter lo supiera, Roberto Haberman, el camarada de causa, informaba a la inteligencia militar estadounidense tanto sobre las putas que frecuentaba Morones como sobre las actividades de Porter en México. En pocas palabras, pura traición.
Pero, del perjurio, Porter conoció los dos lados, porque la capital de su México no era de ellos, sino ellos de la muy perjura ciudad. Como antes hiciera Haberman, Katherine Anne, en la década de 1940, delató ante el fbi a su “amiga” J. Herbst por ser simpatizante comunista. Porter también traicionó al viejo arqueólogo estadounidense William Niven, que le confió el complot en contra de Obregón que se preparaba en Estados Unidos (Porter informó a Morones; es decir, a Retinger). Katherine Anne Porter también dejó plantado a Vasconcelos en los quehaceres que le encargó, y no tenía empacho en coescribir artículos revolucionarios con Haberman en tanto que producía notas pagadas en contra del Artículo 27 para Magazine of Mexico, revista apoyada por empresarios estadounidenses.
Más aún, Porter se traicionó a sí misma no sólo al no encontrar el amor en su Ciudad de México sino al nunca terminar el libro sobre México que se había prometido. Pero su vulnerabilidad a la traición, su capacidad de desencanto, la brevedad y claridad de su prosa, todo eso, quizá no daba para ser expresado en otro formato que el de historias cortas, inmediatas. Se traicionó también porque el alcohol, porque la bohemia, porque no le hacían olvidar que a ratos quería ser buena. O que quería compañía en su maldad: “I longed to be free of my uniqueness, to be a fellow-sinner at least with someone: I could not bear my guilt alone—and here I was” (“Saint Agustin and the Bullfight”).
IV
Katherine Anne Porter, imagino, hubiera querido que de ella se dijera lo que ella, Porter, dijo de Virginia Woolf: “vivió en la naturalidad de su vocación. Su territorio nativo fue el mundo de las artes; bajo su propio cielo se extendió con libertad, hablando su lengua materna con valentía. Se sentía en casa en ese espacio como nadie más se había sentido”. No se dijo esto de ella, aunque fama no le faltó, pero es en su prosa donde se descubre no México sino el valor de Katherine Anne Porter. En una década en que Pearl S. Buck cuenta historias exóticas de niños en China abandonados a los perros por la pobreza, pero siempre con final feliz, o en que el Babbitt de Sinclair Lewis abandona la vida burguesa para dejarse llevar por todos los excesos sólo para regresar a su esposa y a la moralidad, única felicidad… En esos mismos años es cuando Porter escribe una prosa brillante, llena de ritmos exóticos, femeninamente plácida, pero a un tiempo irónica y pesimista. Nada acaba bien en el mundo de Porter. Cuando en prosa seudocientífica —simple romanticismo tardío— el antropólogo Robert Redfield propagaba la bella idea de un Tepoztlán solidario, prístino y comunitario; cuando en inglés correcto pero nada impresionante Brenner hablaba de una autenticidad a toda prueba (Idols Behind Altars); cuando Ernest Gruening —en una mezcla de prosa de informe del Banco Mundial y cursi estilo socialista— pintaba un México revolucionario en constante mejora, antiimperialista y socialista (Mexico and its Heritage); justo entonces Katherine Anne Porter avanza un inglés modernista, que más no ha habido, referido a México; lengua que, sin perder los colores, el exotismo y la fijeza racial que movía a los otros, ofrecía sin embargo un panorama de desolación y, es claro, la desolación siempre está más cerca de la realidad. Como autorretratándose, Katherine Anne Porter describe a la Laura de Flowering Judas: “se persuade a sí misma de que su negación de lo que ocurre en el exterior es una seña de que está poco a poco perfeccionándose en el estoicismo que ella lucha por cultivar en contra del desastre que teme, aunque no puede nombrarlo”.
Es del valor del estilo de lo que hablo cuando pido que esto se lea en inglés para entender la trascendencia de Porter (principio de María Concepción):
Maria Concepcion walked carefully, keeping to the middle of the white dusty road, where the maguey thorns and the treacherous curved spines of organ cactus had not gathered so profusely. She would have enjoyed resting for a moment in the dark shade by the roadside, but she had no time to waste drawing cactus needless from her feet. Juan and his chief would be waiting for their food in the damp trenches of the buried city.
Leído en español, el párrafo no dejaría de ser, si anecdótico, exacto y terso. En inglés, no obstante, es un logro de ritmo que empieza desde la introducción de nombres a un tiempo familiares al lector estadounidense, pero deliciosamente ajenos y sonoros pronunciados con acento inglés: María Concepción, Juan. El párrafo además involucra color, que es sonido, textura e historia: cactus, curved spines, maguey, buried city (el sitio arqueológico adonde trabajaba Juan para un arqueólogo estadounidense, versión literaria de William Niven). La arquitectura de las oraciones evita revelar la laboriosidad de la brevedad, la claridad y la cadencia. A esto súmesele el final del cuento, uno de los pocos relativamente felices que imaginó Porter: un atavismo racial resigna a Juan a estar con María, y a María a estar con Juan, y así, bajo la protección del pueblo, María Concepción construye su felicidad sobre las ruinas monstruosas del cadáver de su rival, a la que María ha apuñalado, apoderándose del hijo recién parido por la roba maridos: “Even as she was falling asleep, head bowed over the child, she was still aware of a strange, wakeful happiness”.
Igual ritmo y cadencia se nota en el final que Porter pusiera a un reporte de huelga escrito al alimón con Haberman, otro de los contados finales felices: los obreros triunfan, “and the singing party went on before the gates, to the thrumming of mandolins —lovely and tuneful melodies, with their lovely and tuneful names— La Pajarera, Cielito Lindo, Estrellita”.
Es este estilo el logro perenne de Katherine Anne Porter: México pronunciado en excelsa prosa modernista estadounidense; esto es, Estados Unidos hablando modernismo gracias a México. No había que saber mucho de México; sí había que “vivir la naturalidad de una vocación”, dominando la lengua materna con atrevimiento y perspicacia. Sin embargo, creo que Porter nunca superó los alcances de sus relatos de las décadas de 1920 y 1930. Su novela, aunque best-seller, es dispensable. Y, así y todo, Porter hizo del lenguaje su irrepetible y perenne ser, y en ello México fue no el resultado sino el experimento a que obligaba el innovar modernista. El resultado en sí no es del todo leíble como historia o cultura estadounidense ni mexicana.
Muchos de esos “gringos viejos” intentaron hacer el retrato del México de sus sueños; Katherine Anne Porter retrató la cámara retratando, perdió de vista el sueño y se dedicó a escribir sobre él, soñando. No sé si eso fue decir mucho o poco de México. Sí sigue diciendo mucho de cómo México ganó su nombre en inglés a lo largo del siglo xx, y de cómo una voz femenina salvó al lenguaje de entre la maraña de modas, vanguardias y apetencias por lo exótico. El resultado no es ni historia ni literatura mexicana o estadounidense; es episodio de esa cosa sin nombre que somos, a un tiempo, mexicanos y estadounidenses.◊
1 Todas las traducciones son mías. De K. A. Porter: Flowering Judas and Other Stories (Nueva York: Modern Library, 1935), Letters of Katherine Anne Porter, editadas por Isabel Bayley (Nueva York: Atlantic Monthly Press, 1990), Pale Horse, Pale Rider. Three Short Novels (Nueva York: Harcourt, Brace and Company, 1939), Ship of Fools (Boston: Little, Brown, 1962), The Collected Essays and Occasional Writings of Katherine Anne Porter (Nueva York: Delacorte Press, 1970), Uncollected Early Prose of Katherine Anne Porter, editado por Ruth M. Alvarez y Thomas F. Walsh (Austin: University of Texas Press, 1993). Existen varias traducciones de desigual calidad, entre otras: Cuentos completos (Barcelona: Lumen, 2009), La nave del mal, traducción de Baldomero Porta (Barcelona: Bruguera, 1966), Pálido caballo, pálido jinete, traducción de Manuel Balaguer (Buenos Aires: Sur, 1956), y la colección de piezas de tema mexicano, Un país familiar: escritos sobre México, compilación, prólogo y notas de Ruth M. Álvarez, traducción de Gertrudis Martínez de Hoyos y Gabriela Montes de Oca (México: Conaculta, 1998). Sobre Porter y México: Susana María Jiménez Placer, Katherine Anne Porter y la Revolución Mexicana. De la fascinación al desencanto (Valencia: Universitat de València, 2004), pero ante todo Katherine Anne Porter and Mexico: The Illusion of Eden de Thomas F. Walsh (Austin: University of Texas Press, 1992).