Juventudes en Latinoamérica: estampas del campo de batalla

El reportero Paris Martínez lanza su mirada hacia el Sur, en especial hacia los jóvenes del sur de nuestro continente, y recoge cuatro ejemplos de las esperanzas y las desesperanzas de aquéllos a los que observa: un colombiano que abandonó su país huyendo de los paramilitares; un boliviano que desde una revista digital busca que en su país no haya voces acalladas; un salvadoreño que se escapó de las palizas sufridas a manos de una u otra pandilla; un chileno que vive y analiza la revuelta juvenil desde el campo de batalla.

 

PARIS MARTÍNEZ*

 


 

En 1937, en medio de la Guerra Civil española, el poeta Miguel Hernández esbozó en su libreta de apuntes su definición de juventud: “Sangre que no se desborda, juventud que no se atreve, ni es sangre, ni es juventud, ni relucen ni florecen. Cuerpos que nacen vencidos, vencidos y grises mueren. La juventud siempre empuja, la juventud siempre vence”.

Juventud es sangre que bulle y desborda. Y es también sangre que rebalsa, sangre derramada. Ésa es la imagen de los jóvenes que, entre el humo de los bombardeos, el poeta alcanzó a siluetear con algunos versos, estampas de triunfo y derrota amalgamados con algo que parece esperanza.

Los jóvenes que luchaban, escribió, “llegaron a las trincheras / y dijeron firmemente: / ¡Aquí echaremos raíces / antes que nadie nos eche! / Y la muerte se sintió / orgullosa de tenerles”, y combatían contra aquellos “que han grabado en nuestro cielo / constelaciones crueles / de crímenes empapados en sangre inocente”.

Si todos los jóvenes se unieran, fantaseaba el poeta, su fuerza “sería el mar arrojando / a la arena muda siempre / varios caballos de estiércol / de sus pueblos transparentes”.

Dos años después de escribir esos versos, sin embargo, la juventud que se afanaba en defensa de su débil democracia fue avasallada por el franquismo, que progresaba a hombros de Adolf Hitler, y el poeta fue capturado, humillado y puesto a morir de hambre y enfermedad dentro de una celda.

Miguel murió en 1942 de tuberculosis, recién concluida su juventud, a los 31 años de edad, luego de peregrinar por diversas cárceles en las que el frío le congelaba las lágrimas, según escribió.

Desde entonces han pasado 77 años, y el mundo sigue siendo el mismo: las constelaciones crueles permanecen grabadas en el cielo, los jóvenes en todas las latitudes aún echan raíces en las trincheras, la muerte todavía estaría orgullosa de tenerlos. Y la vida sigue.

 

Primera estampa. El rumbo del balón

 

“A mí, desde muy chiquitico me ha gustado la calle —narra Junior, de 18 años—; me gustaba andar con mis amigos y en la calle me crie jugando futbol. El futbol es mi pasión, y mi sueño siempre fue convertirme en futbolista profesional, pero hoy ya no veo el futbol en mi vida”.

Junior nació en Cali y creció en el departamento del Cauca, en el Pacífico colombiano, donde la costa deja de serlo y se convierte en montañas.

“Soy de Timba —dice alzando un poco la voz y sacando el pecho, sonriente, orgulloso—, que es un corrimiento del municipio de Buenos Aires, y ahí vivía; iba todos los días a una escuela de futbol, a entrenar, pero después vinieron las amenazas a mi papá y tuvimos que salir, primero a Cali, luego a Bogotá y, finalmente, abandonar el país.”

En 2017, recuerda Junior, se firmaron los acuerdos de paz entre el gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, el grupo guerrillero más antiguo de esa nación; y desde entonces, afirma, “los paramilitares tienen todo el control del país; por eso no sólo comenzaron a matar a exguerrilleros impunemente, sino que también empezaron a cobrarles cuentas a los líderes sociales de los pueblos; y como mi papá y su hermano eran los que llevaban al municipio de Buenos Aires las demandas de la población de Timba, los paramilitares se fueron también contra ellos, porque en los municipios hay mucha corrupción, y si usted no hace lo torcido que le dicen, lo mandan matar”.

Fue así como hace seis meses, recuerda Junior, “estaba yo en el colegio, como siempre, relajado, y de pronto sentí algo raro, tuve un mal presentimiento. Llamé a mi casa, pero mi papá me dijo que no pasaba nada, que todo estaba tranquilo, y yo me relajé, pero cuando salí del colegio y llegué a la casa, todos estaban corriendo; mi papá sólo me dijo ‘coja la maleta, nos vamos’; echamos todo a la camioneta y salimos para Cali, y ahí estuvimos escondidos varios días, pero luego nos enteramos que al hermano de mi papá, a mi tío, lo habían secuestrado. Lo secuestraron, lo torturaron y lo asesinaron, y junto a su cuerpo dejaron un cartel en el que pusieron que mi papá era el siguiente; entonces nos fuimos a Bogotá, y luego, con la solidaridad de algunas personas, pudimos salir del país, aunque sólo mi papá y yo… Mi mamá y mi hermana se quedaron”.

Hoy Junior aguarda en México, bajo el estatus de refugiado por razones humanitarias, la remota posibilidad de reencontrarse con su hermana menor, cuya remembranza le llena los ojos de lágrimas, que no dejan de salir de sus párpados. Eso es, subraya, por lo que lucha.

“Si yo ahorita le digo ‘estoy aquí’, es porque sé que así son las cosas, pero la verdad es que no me siento aquí, no me siento con la capacidad de enfrentar todo esto, sé que estoy ya grandecito, que ya tengo 18 años, pero anteriormente nunca me tocó vivir algo tan fuerte, algo que lo aflige a uno tanto, y sólo me digo que tengo que ser positivo, que todo esto va a mejorar, que todo esto es para bien. Me digo que algún día los que estamos lejos podremos volver con nuestras familias, y ese reencuentro será muy gratificante.”

—¿Qué es para ti la paz? —se pregunta a Junior.

—La paz es para mí un derecho. Un derecho que nadie nos puede quitar o discutir. Por eso, cuando el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, hizo votaciones para que la gente eligiera qué querían, si paz o guerra, yo no entendía nada. La paz es un derecho; para mí eso es algo que no debe ponerse a discusión, pero ese man lo hizo, puso a la gente a votar: ¿quieres paz o quieres guerra? Y la gente eligió la guerra. Por votación, la gente salió y votó y dijo que no quería acuerdos de paz. Y yo me preguntaba por qué, si es con eso que se pone fin a una guerra, si con eso van a mermar la violencia, por qué decir no a la paz. Pero dijeron que no. Y yo creo que es por la ignorancia de la gente, por el individualismo. Al final se firmó la paz, pero el proceso se abandonó, y ahora muchos guerrilleros están volviendo a las armas, y los políticos que apoyan los paramilitares siguen en el poder. Alguien tiene que decir “mierda, no más”, pero a nadie parece importarle… A veces pienso que hay gente a la que le gusta la mala vida, no lo sé, me parece ilógico.

Cuando se pregunta a Junior en dónde deposita sus esperanzas, tarda en responder. “Yo quería ser futbolista, pero siento que ahora tengo otras responsabilidades, y, además, si usted me manda a una cancha, no corro ya más de diez minutos… Poco antes de salir de Colombia jugué en un torneo sub 20 y me lastimé el tobillo, y apenas estaba en recuperación cuando tuvimos que irnos. Aquí en México he preguntado en algunos planteles de futbol, pero no me aceptan por ser extranjero; necesito revalidar mis estudios y eso quiero, ésa es mi esperanza: revalidar, poder terminar mis estudios de preparatoria y hacer la universidad, que es algo que allá estaría muy difícil, porque pagar un semestre de la universidad te cuesta un ojo de la cara, y aquí las mejores universidades son públicas, mientras que en Colombia no hay una sola universidad buena, y menos pública. Pienso ahora que quisiera ser médico del deporte. Quisiera ser profesionista, vivir bien aquí, en México, traerme a mi mamá…, traerme a mi hermana.”

 

Segunda estampa. Ecos de la Colonia

 

En medio de la convulsión social y política que en un par de semanas paralizó Bolivia y llevó a Evo Morales a renunciar a la presidencia y a abandonar el país, un joven de Cochabamba hace un alto para lanzar una sentencia: “Bolivia no es Evo Morales, Bolivia no es la imagen edulcorada del país socialista que progresa a ritmo acelerado, imagen que estratégicamente han impuesto algunos sectores de la izquierda en la región; tampoco es la nación con sectores demócratas en lucha contra la dictadura, como dicen ser los grupos de derecha; Bolivia es un país polarizado entre dos discursos hegemónicos y, por lo tanto, es un país con miles de voces acalladas”.

Quien formula esta reflexión es Mijail, un joven de 30 años que forma parte de la colectiva feminista que edita la revista digital Muy Waso, publicación cultural y de entretenimiento con la que, subraya, “intentamos abrir un espacio para las voces disidentes que en Bolivia no encuentran dónde expresarse, porque aquí sólo hay dos discursos posibles: estás con el mas (el Movimiento al Socialismo de Evo Morales) o estás contra el mas, y cualquier voz distinta, o cualquier voz que sea crítica a esos discursos polarizados, es silenciada. Por eso, mis compañeras feministas lanzaron este emprendimiento hace ya un año, que yo acompaño, primero con la idea de hablar de cultura y entretenimiento desde una perspectiva no elitista, y en los últimos tiempos también hemos incursionado en temas más sociales, como la actual crisis política del país”.

Así, Muy Waso es la trinchera desde la que este grupo de jóvenes de Cochabamba defiende el principio de que la cultura no es un bien exclusivo de las élites, y de que la libertad de expresión, como derecho, debe defenderse mediante su ejercicio, sobre todo cuando en el país resurge la visión de que el “otro” es el enemigo y lo que diga no debe ser tomado en cuenta.

Hace 14 años, recuerda Mijail, cuando Evo llegó al poder, se generó la expectativa de que desde el Estado sería desmontado el “pensamiento colonial” que mantenía dividida a la sociedad boliviana y segregada a la población indígena, y que podría avanzarse en la erradicación de la desigualdad, basada primordialmente en premisas raciales.

De hecho, señala Mijail, en 2006, “el principal eslogan de Evo Morales era que realizaría una revolución democrática y cultural, que suponía un cambio de paradigma en la mentalidad colonial, xenófoba, que tenemos muy metida. Pero en los siguientes años, ese principio fue desapareciendo de la agenda ideológica de Evo Morales y del mas; por el contrario, fueron alimentando un discurso de confrontación social, la lucha contra los neoliberales, y el resultado lo estamos viendo ahora: por un lado, hay un amplio sector de las juventudes del sector rural y trabajador que apoyan a Evo, pero no por estar organizadas o politizadas, sino sólo porque están identificadas con el proceso de cambio que él simboliza, y para ellos el ‘otro’ es neoliberal, y no vale lo que diga; mientras que las juventudes que están en las calles denunciando el fraude electoral son integrantes de la clase media y media baja que, si bien tienen una demanda justa, que son elecciones limpias, lo que repiten en las calles son discursos de odio, de racismo y de clasismo extremos. Para esos jóvenes, si eres del mas, eres indio, y si eres indio no tienes derecho a hablar”.

Esta estrategia de polarización de la sociedad boliviana entre masistas y neoliberales, destaca Mijail, “viene aplicándose por los políticos tradicionales, de uno y otro bando, desde hace varios años, desde lo que ellos llaman ‘democracia partidista’, y en ese sentido la libertad de opinión está totalmente anulada en Bolivia, no porque esté prohibido emitir una opinión, o porque haya un cerco, sino porque si intentas hacer un ejercicio crítico, entonces reaccionan en tu contra, los de uno y otro lado. Aquí la crítica es acribillada; por eso sentimos que debíamos conformar este espacio, Muy Waso, para entrar de forma estratégica al campo informativo boliviano, porque creemos que hay una crisis de representatividad ciudadana en los medios, y también una crisis de representatividad ciudadana en la política. Es necesario generar nuevos espacios desde la juventud, desde las disidencias sexuales, desde los feminismos, para articularnos, para generar una nueva forma de entender la política y devolverla a la gente, porque cuando hay este tipo de polarizaciones, en las que dos discursos hegemónicos se imponen al resto, eso quiere decir que muchas voces están siendo silenciadas, y creemos que es importante recuperar espacios para reconstruir el ejercicio del poder desde el pueblo, y no desde la hegemonía”.

Sin embargo, reconoce Mijail, los saldos de esta lucha no son prometedores. “Mi perspectiva es bastante pesimista, porque ambos bandos están empecinados en seguir azuzando el conflicto”, y la partida de Evo Morales del país no garantiza una disminución de las tensiones.

Quienes hoy celebran la caída de Evo Morales, remata Mijail, no celebran un triunfo democrático, el desmantelamiento de un fraude: “Quienes celebran no son juventudes antisistémicas, que en Bolivia no existen de forma organizada, como en otros países. Quienes celebran, hoy, en muchos casos responden a organizaciones ultraconservadoras y antiderechos, y en un menor grado, algunos de esos grupos incluso tienen un cariz fascista y violento, especialmente en Cochabamba y Santa Cruz”, y en este panorama, subraya, la lucha contra los discursos hegemónicos es aún más necesaria.

 

Tercera estampa. La paradoja de “convivir”

 

En el código de las maras salvadoreñas, es decir, de las pandillas en este país centroamericano, el verbo “convivir” no significa vivir en compañía o en armonía con otros.

“Convivir” en El Salvador, explica Alexis, de 18 años, significa entregarle a los pandilleros todo lo que tienes, para que no te golpeen, violen, maten, o para que no te hagan todo eso junto.

“Yo les convivía —dice Alexis, enjuto, con su voz delgada como la de un niño—; primero me decían ‘éntrale [a la Mara], te vamos a dar dinero, droga, mujeres, ¿qué quieres?’, pero yo les dije que no, que yo estaba bien, que estudiaba, que estaba con mis papás, y entonces me dijeron ‘ah, pues entonces ahora es de güevos’, y donde me veían me pegaban, y yo les tenía que convivir. Me golpearon tres veces, y una vez más me secuestraron, me pegaron y me quisieron meter un palo.”

Para apoyar a su papá, con quien vivía luego de la separación matrimonial, Alexis vendía jugos luego de la escuela, pero ante el acoso “de la Mara, y de los Dieciochos, que son (pandillas) rivales”, dejó estudios y trabajo.

“Yo le dije a mi papá lo que pasaba, que me tenían amenazado las dos pandillas, la Mara y los Dieciochos, y él me envió a otro lugar, lejos de donde vivía; me mandó con mi mamá y con mi hermanito, que vivían aparte de nosotros, y entonces fueron los de la Mara a preguntarle a mi papá qué había hecho conmigo, y como él no les dijo nada, me lo mataron.”

Alexis pasó escondido tres meses dentro de la vivienda de su madre, sin poder salir, refugiado en un barrio en el que, supuso, no lo encontrarían, pero no fue así.

“En ese barrio también había morros de la pandilla, y cuando se dieron cuenta que yo estaba escondido, otra vez empezó todo, tuve que empezar a convivirles; intentamos llevar la fiesta en paz con ellos y, con tal de tenerlos tranquilos, hasta los invitaba a comer mi mamá a la casa, pero no se calmaron, me golpearon dos veces; una de ellas, fueron a sacarme de la casa y me pegaron verguiza, y entonces yo decidí irme, por el bien de mi mamá y mi hermanito, que ahorita tiene cinco años. Le mandé pedir prestado a una amiga 100 dólares, le dije que era para unos zapatos, pero ella sólo tenía 50 dólares, y con eso en la bolsa, dos pares de zapatos y dos mudas de ropa, me fui de El Salvador; tenía 16 años, ahora tengo 18… Si ahorita me veo chico, imagínate vos cómo me veía antes.”

Efectivamente, Alexis podría pasar por un preadolescente por su baja estatura y peso, por su voz delgada y rostro aniñado. Otras características físicas, sin embargo, son señas de su maduración, en parte obligada.

El pabellón de la oreja derecha, por ejemplo, lo tiene desgarrado. “Me asaltaron aquí en México —recuerda—; pasé Guatemala y entré a México sin problemas, y aquí me dieron una visa humanitaria para seguir subiendo hacia el norte, pero yo no tenía dinero, caminaba, charoleaba [pedía limosna] y caminaba. Pasé Chiapas, Oaxaca, Veracruz… Dormía una hora, media hora, y empezaba a caminar otra vez. No tenía para pagar dónde dormir y entonces dormía en la calle, y llegando a la Ciudad de México, en un parque, me robaron.”

El agresor se llevó sus tenis, las monedas que cargaba en la bolsa, y le arrancó un arete de la oreja, de ahí la lesión.

Pero otras cicatrices son voluntarias: en el brazo derecho, una mujer indígena tatuada lo mira sonriente, “para no olvidar de dónde vengo, para no olvidar mis raíces, a mi gente, a mi pueblo”, y a un lado un león, “que significa que soy el líder de la familia, y que mi mamá y mi hermanito son lo que me inspira; sin mi familia no soy nada, y aunque ya me mataron a mi papá, todavía tengo a mi mamá y mi hermanito”.

Además, en el brazo izquierdo porta la silueta de un árbol, dibujada en la noche por la luz de la Luna. “Este árbol soy yo —dice Alexis—, y yo soy una persona que cuando se planta, nadie la mueve. Este árbol soy yo, y a pesar de la oscuridad, siempre hay una luz que me alumbra, siempre hay esperanza.”

—¿Cuál es tu esperanza?

—Deposito mis sueños en Dios —responde Alexis—. Y tengo esperanza de poder llegar más arriba de donde ya llegué. El motor de lo que hago es mi mamá; sé que le puedo dar una mejor vida y sé que lo puedo lograr. Dicen que nada es imposible, y eso es algo que se me ha metido en la mente: que éste no es el fin, apenas es el principio de muchas cosas que me falta por hacer, y ése es mi pulso, es lo que me llena de felicidad, saber que tengo a mi mamá y a mi hermano, y quiero darles lo que yo un día tuve, el amor de familia; lo material es lo de menos. Quiero sacarlos del país donde están, porque mi país no es un país como para vivir.

 

Cuarta estampa. Treinta años

 

El pasado 21 de octubre, el presidente de Chile, Sebastián Piñera, se plantó ante la prensa de su país para formular un serio anuncio: “Estamos en guerra —dijo— contra un enemigo poderoso e implacable, que no respeta nada ni a nadie, que está dispuesto a usar la violencia sin ningún límite, incluso cuando significa la pérdida de vidas humanas, con el único propósito de producir el mayor daño posible”.

Pero ese “enemigo poderoso e implacable” al que se refería Piñera, ese monstruo sediento de vidas humanas al que le declaró la guerra, no era una fuerza invasora enviada a Chile por una potencia extranjera, ni eran tampoco hordas bárbaras contra las cuales no había más opción que lanzar al ejército.

No. Esas fuerzas malignas preconizadas por el presidente eran, en realidad, las juventudes chilenas, primero las de Santiago, y luego las de Valparaíso y Concepción, volcadas a las calles en contra del aumento a la tarifa del Metro anunciado poco antes por el gobierno.

“La tarifa aumentó 30 pesos, hasta llegar a un costo equivalente a un dólar y medio por viaje —explica Christopher, un joven chileno de 23 años—, lo cual es un precio muy elevado. Por eso comenzó la protesta, pero ésa fue únicamente la gota que derramó el vaso, porque la gente no está en las calles de Chile para protestar sólo por este aumento, sino por toda la corrupción y la desigualdad que lleva décadas soportando la población del país. Por eso, aquí, la principal consigna durante las protestas dice: ‘No son 30 pesos, son 30 años’; porque, aunque Chile es un país con una imagen internacional muy buena —se piensa que aquí todo está bien, que hay estabilidad, que hay bienestar—, la verdad es que somos un país muy desigual, y esas desigualdades son algo de lo que la gente ya está cansada.”

Efectivamente, en Chile una cuarta parte de la riqueza generada queda en manos de 1% de la población, mientras que más de la mitad de los habitantes del país deben arreglárselas con 2% de la riqueza nacional, tal como informó la Comisión Económica para América Latina (cepal) en enero de 2019.

“Aquí los ricos son muy ricos —dice Christopher— y los pobres tienen muy poco, y eso se refleja en cosas como la educación: en Chile sólo los ricos tienen para pagarse una escuela, y si no tienes dinero no puedes ir a la universidad o a un buen colegio, porque son muy pocos los colegios públicos de calidad; son tan pocos que aquí los conocemos como colegios ‘emblemáticos’, y todo mundo quiere entrar a ellos, pero no hay cupo.”

Ésa es la razón, explica Christopher, por la que en Chile “gran parte de las movilizaciones sociales vienen desde los estudiantes, desde los más jóvenes, porque es una demanda histórica la educación pública y de calidad, y ante esa falta de apoyo para los estudiantes, el aumento al Metro significaba agregar un obstáculo más a la lista. Pero no sólo inició la protesta por eso, sino también porque el gobierno intentó disminuir la edad a partir de la cual los carabineros [la policía militarizada] pueden hacerte revisiones en la calle; querían poder hacer revisiones a partir de los 14 años; esos motivos llevaron al estallido”.

Sin embargo, aclara, la movilización social contra la que Piñera anunció una guerra “es una movilización transversal a todas las clases sociales y a todos los sectores de la población; los jóvenes salen a marchar todos por igual, porque, quizá a diferencia de otros lugares, independientemente de las diferencias de clase, la juventud chilena es muy consciente de los abusos que se han dado en los últimos 30 años, desde el regreso de la democracia en los años noventa, y está dispuesta a salir a la calle a reclamar por lo que es injusto; y esta masa crítica va también acompañada de otros sectores de la población, que no son jóvenes, pero que han vivido todo lo que en estos 30 años ha ocurrido”.

En este tiempo, narra Christopher, “hemos visto cómo las grandes empresas se llevan las grandes riquezas naturales, porque Chile es un país con mucha actividad extractivista, pero todo está privatizado; hemos visto cómo en el Congreso han exculpado grandes casos de corrupción; hemos visto cómo los militares han cometido grandes desfalcos económicos; hemos visto ‘perdonazos’ tributarios a grandes empresas; hemos visto cómo los abuelos se convierten en el sector de la población con más índice de suicidios, porque aquí la pensión no te da para una buena vejez; hemos visto muchos abusos que tenían al pueblo chileno cansado, cansado de que la clase política y el gran empresariado se rieran de la gente en sus caras. Por eso la gente está en las calles”.

Aunque Piñera dio marcha atrás al aumento a la tarifa del transporte, e incluso pidió “perdón” y reconoció su “falta de visión”, la guerra declarada siguió en marcha.

“Hoy en Chile hay más de 5 mil detenidos —señala Christopher—, hay más de 300 personas heridas —la mayoría son personas que han perdido ojos porque la policía apunta a la cara cuando disparan balas de goma— y alrededor de 20 muertos, y éste es un punto muy importante: el mundo debe saber que en Chile se están violando los derechos humanos de una manera brutal, la represión ha dejado ya secuelas gravísimas; entonces, aquí tenemos claro algo: sí o sí debemos llegar a un puerto positivo, no puede ser que todas estas personas cayeran en vano. Yo tengo esa esperanza, que de aquí nos vamos a un plebiscito constituyente, que el pueblo de Chile va a decidir una nueva forma de vivir en legalidad, a través de una nueva Constitución, escrita por la gente de a pie, por la gente que está en las calles.”◊

 


* PARIS MARTÍNEZ

Es periodista independiente; entre otros medios, sus reportajes pueden leerse en el sitio de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad (mcci) y en la revista Este País.