“Inventario”: el origen de un género

La reciente edición del “Inventario”, de José Emilio Pacheco, pone en las manos del lector lo que probablemente sea la obra ensayística cumbre del México del último cuarto del siglo xx y de varios años de nuestro siglo. Leerla es un lujo al cual este artículo nos invita.

 

– RAFAEL OLEA FRANCO –

 


 

Sin título (detalle) / Janvier Louis-Juste

In memoriam jep
primer secretario de redacción de Diálogos

 

El domingo 5 de agosto de 1973, el suplemento Diorama de la Cultura del periódico Excélsior difundió un texto sin título, bajo el simple encabezado de “inventario”; tampoco llevaba firma, por decisión del autor, José Emilio Pacheco. Con algunos silencios, esta columna semanal, identificada como “inventario”, duró hasta el 4 de julio de 1976, pocos días antes de que el malhadado golpe del presidente Luis Echeverría cancelara el notable proyecto editorial de ese diario. La salida de Julio Scherer como director, acompañado de muchos de sus colaboradores, fructificó meses después, el 6 de noviembre, con el arranque del semanario Proceso, donde los inventarios se consagraron y se convirtieron, durante varias décadas, en hábito de muchos lectores interesados por los vastos conocimientos desplegados por el autor: no sólo la cultura (en particular la literaria), sino también la historia (e incluso el hábil comentario político).

Durante el lapso de casi tres años de publicación de los inventarios en el Diorama, hubo algunos hiatos de silencio. Entre ellos uno de varios meses, de noviembre de 1974 a mayo de 1975, cuando Pacheco cumplió otros compromisos; porque además de escritor, fue académico (quizá su ejercicio de la docencia universitaria fomentó su costumbre de leer la crítica sobre su obra, deferencia a la que no siempre condescienden los autores, aunque a todos les interesa que se escriba sobre ellos). Durante su ausencia, el espacio de los inventarios fue ocupado por la columna “Baulmundo”; cuando él reanudó su labor, el 1 de junio de 1975, antecedió el texto con esta nota: “El redactor de esta página quiere expresar públicamente su agradecimiento a quienes durante su ausencia escribieron la sección “Baulmundo”. La nota también buscaba diluir una confusión, pues no faltó quien creyera que se trataba del mismo autor; además, Pacheco firmó de manera discontinua con sus iniciales. Después, sus numerosos seguidores no necesitaron ninguna identificación autoral para reconocer su singular escritura, anunciada bajo el simple título de la columna.

Los inventarios del Diorama sumaron 153 entregas, de dimensiones fijas, gracias a un tipógrafo diligente, quien mediante diversos elementos gráficos (fotografías, dibujos, incluso anuncios de venta de libros) ajustaba el texto a las cinco columnas de una página completa, casi siempre la última del suplemento, impreso en 16 páginas de tamaño tabloide. Para acatar las restricciones del editor en cuanto a la extensión de sus textos, Pacheco se guiaba por el número de cuartillas escritas a máquina (ahora hasta se exige una cantidad máxima de caracteres).

El inventario inaugural muestra ya algunos rasgos que marcarán la serie durante cuatro décadas, primero en Diorama y luego en Proceso.1 Para empezar, la diversidad de elementos culturales que atraían a Pacheco, incluso lo que se llamaría “subliteratura”: “En pocos días la industria literaria ha sufrido la muerte de Henri Charriere y la autojubilación de Corín Tellado”. Cabe notar que él se refiere a la “industria literaria”, no a la literatura. Charriere firmó la exitosa novela Papillon, de 1969, llevada al cine en 1973, con Steve McQueen como protagonista. Por su parte, al anunciar su jubilación literaria, Corín Tellado declaró con “castiza brusquedad” pero con tono femenino: “Llevo veinticinco años pariendo una novela cada cuatro días… y he decidido colgar los trastos”. La revisión de los hábitos literarios de ambos autores revelaba datos asombrosos.

Charriere, múltiple fugitivo de las cárceles de la Guyana francesa, parecía ilustrar por antonomasia la antigua idea de que sólo se debe tomar la pluma cuando se han vivido experiencias trascendentes. Pero la envidia de sus detractores, suscitada por el millón de ejemplares vendidos, los indujo a investigar para finalmente probar “que Papillon era más bien un trabajo de ficción industrial que el relato en vivo y en directo de una experiencia irrepetible; que las dotes narrativas correspondían no tanto al antiguo hampón […] como a los varios escritores anónimos que, por órdenes de una casa editora con buen ojo mercantil, rehicieron y aderezaron el manuscrito elemental de Charriere”; la novela, pues, se debía a un grupo de ghost writers (como hoy se dice). En cambio, Corín Tellado sí era la autora de todas las novelas difundidas bajo su firma, porque, al contrario de lo que se creía, no se trataba: “de un sindicato de escribientes amparados bajo un seudónimo común, un nombre genérico, una marca industrial sino de una persona capaz de sobrepasar (en cantidad) la obra de varias generaciones literarias”. La frase “(en cantidad)” imprime un sutil matiz irónico: Tellado sólo es superior en cantidad, no en calidad estética. Como devastador remate, Pacheco describe los temas de esta autora, a quien de entrada reconoce por… sus enormes aportaciones al fisco español:

 

Corín Tellado dio a España casi tantas divisas como la Costa Brava o la Semana Santa en Sevilla. Emperatriz de la novela rosa, genial manipuladora de nuestra entrañable cursilería, “pornógrafa inocente”, en mil historias que son la misma historia —de Ella y su jefe a Me casé con él, desde Se busca esposa hasta Lo encontré así— Corín Tellado entregó a su público lo que buscaba, lo que se dejaba imponer: evasión, enajenación, entretenimiento, esperanza, conformismo: drogas en letra impresa, pócimas verbales para anestesiar el sentimiento de la injusticia social, la soledad, la decepción, el abandono, el horror cotidiano de nuestras sociedades hechas para aplastar a todas sus mujeres.

 

Pacheco no asume una simple actitud moralizante, en busca de suprimir una práctica aparentemente deleznable, sino que comprende parte de la función social de ese tipo de literatura (nos guste o no).2 En su precoz autobiografía (incluida en el volumen colectivo Los narradores ante el público, Joaquín Mortiz, 1966), él dijo que ingresó al mundo de la cultura leyendo no el “original”, sino una versión abreviada de Quo Vadis?, novela del polaco Sienkiewicz; tal vez por ello nunca fue devoto del fetiche de la originalidad, como desde 1958 lo mostraron sus dos cuentos de la plaquette La sangre de Medusa, escritos bajo el notorio influjo de Borges. Las batallas en el desierto (1981) exhibe su familiaridad con la cultura de masas, esa que nutrió su infancia con cómics, si bien no con la llamada novela sentimental, romántica o rosa al estilo de Corín Tellado.

En cuanto a los motivos para que ella hubiera abdicado a la corona del escritor más prolífico, Pacheco postula varias hipótesis: 1) derrota en México del sentimentalismo peninsular a manos de la “melcocha autóctona” de Yolanda Vargas Dulché; 2) triunfo de la televisión sobre un medio escrito que, a pesar de todo, requiere un mínimo esfuerzo de lectura; 3) crecimiento de la conciencia en un vasto núcleo femenino, hastiado del engañoso cuento de hadas sobre la mujer de condición social inferior a quien el amor convierte en millonaria, y 4) descrédito de los finales felices porque, en un mundo tan horrible como el nuestro, ya nadie cree en ellos. Las dos primeras hipótesis son las más plausibles, como se aprecia en la continuidad, por varias décadas más, de las novelas semanales impresas, así como en la pervivencia de las telenovelas, bodrios en cuya manufactura compiten las dos grandes televisoras mexicanas por ver cuál aporta más al proceso de la educación pública, ya que el gobierno educa tan mal a la gente, como estos mismos medios recalcan todo el tiempo. Pero quizá la envidia (el pecado más universal de todos) genera mis juicios, porque, según informa la Enciclopedia Británica de los pobres, es decir, la Wikipedia, a la muerte de María del Socorro Tellado López (1927-2009), su nombre oficial, se habían vendido (y traducido a 27 idiomas) más de 400 millones de ejemplares de los miles de novelas que escribió. La unesco misma se rindió ante tan abrumador éxito: en 1962 la declaró como el escritor de lengua española más leído de la historia, sólo detrás de Cervantes. Pero como la Wikipedia no dice que Corín haya “colgado los trastos” en 1973, sospecho que su retiro fue una mera treta publicitaria (¿o su infinito público reclamó su regreso, como un siglo antes los lectores exigieron a Ponson du Terrail que reviviera a su héroe popular Rocambole?).

Pacheco no sólo es severo al describir la “literatura” (llamémosla así) de Corín Tellado, pues también fue inclemente con la propia. En Los narradores ante el público, confesó que en 1955, mientras cursaba el año escolar en Estados Unidos, pasó el invierno en una lúgubre ciudad (no especifica cuál), en un aislamiento que lo indujo a escribir “un novelón, Ella, que en el nombre lleva la fama” (p. 245), declara con ironía autocrítica. Él también se burlaba y reía de sí mismo; una sana actitud, porque evita que nos tomemos demasiado en serio y creamos en nuestra irrefutable trascendencia.

Otro de los defectos endilgados a Corín preside una sección del inventario del 17 de agosto de 1975: “Pequeña guía de la cursilería”. Su reflexión empieza refiriendo al diccionario de Joan Corominas, para quien la palabra “cursi” apareció en Andalucía hacia 1865 y debió tomarse del árabe marroquí, donde kúrsi quiere decir “figurón, personaje importante” y, como metáfora, “presuntuoso”. Después discute la hipótesis de Anderson Imbert sobre el origen del término, más imaginativa que documental, así como las de Enrique Tierno Galván y José Martí. Al final de su breve pero rica nota, emite esta lapidaria conclusión: “Quedan por hacerse una interpretación de lo cursi en términos de clases sociales y otra indagación psicoanalítica, ya que invariablemente los cursis (como los corruptos y los imbéciles) son los otros y uno siempre es ciego a su propia cursilería”. Así, el autor abandona la inquisición filológica para asestarnos un dardo de la más pura invectiva satírica; sátira en su sentido más hondo: no como crítica de las costumbres de un grupo social específico, localizable geográfica e históricamente, sino como punzón hiriente sobre la naturaleza humana misma, porque por supuesto todos estamos íntimamente convencidos de que los cursis, corruptos e imbéciles son los otros.

En las citas previas asoma un recurso fundamental de la escritura de Pacheco: la ironía, la cual a veces bordeó el humor negro. El cierre del inventario del 28 de octubre de 1973, “Farenheit 451”, dice: “Salvador Barroso nos informa que también Juan Carlos Onetti ha tenido el honor de que un libro suyo alimente las hogueras de Santiago [de Chile]. Y pide que se aclare a quien corresponda que Juntacadáveres (1965) es una novela: no, como creyeron, una biografía de Pinochet”. El 11 de septiembre de 1973 se había desatado el sangriento golpe de Estado de Pinochet contra el gobierno democrático de Salvador Allende, que culminó con una ola masiva de disidentes asesinados. Pacheco ironizó sobre este tema a fines de octubre, después de haber revisado, el 15 de septiembre, las condiciones históricas que provocaron la caída de Allende; así pues, la ironía no fue su elección inmediata frente a tan terrible suceso (actitud que ahora se consideraría políticamente incorrecta). Para poder disfrutar de este tipo de corrosiva ironía, el lector debe coincidir con el autor en su competencia ideológica, es decir, en los límites permisibles para burlarse de un referente (p. ej., un ferviente cristiano juzgará como una injuria el mejor chiste sobre Cristo que le cuente un regocijado ateo).

Al final del texto del 9 de septiembre de 1973, “The (ugly) beatiful people”, Pacheco comenta la misiva enviada a Newsweek por Ed Tomaslewicks, un lector nigeriano, como reacción a la entrevista a la bellísima actriz, modelo y aristócrata Marisa Berenson, difundida en un número previo de esa publicación. En ella, Berenson expresó que, como ya había visto medio mundo y conocido a toda la gente importante, se aburría de encontrar las mismas caras, en la Costa Azul, en París, en Roma, en los vestidores de los más prestigiosos diseñadores de moda. En su carta, ese lector asumió una voz colectiva para hablar “En nombre de las multitudes afligidas por la sequía, hambrientas y agonizantes” de varios países africanos y para invitar a Berenson a visitar la otra mitad del mundo, en donde, dice él, “estoy seguro de que ella verá las caras que nunca antes miró: los rostros del hambre, de la desesperación y de la muerte”. Como esta cita cierra el inventario, Pacheco tan sólo funge como un mediador que acerca a los lectores mexicanos a publicaciones extranjeras no asequibles para ellos, para empezar porque están en inglés, lengua que la mayoría desconoce. Aunque él no emite ningún juicio, su traducción de la carta y la explicación del contexto que la generó entrañan una postura ética, pues provocan un inquietante encuentro del yo con el Otro. La misiva del nigeriano en Newsweek implica la intromisión de una Otredad que no puede reducirse o asimilarse, porque funciona como un elemento de choque que cuestiona sin decirlo la complaciente cosmovisión de los pudientes lectores de la revista (si Berenson la vio, por lo menos se habrá avergonzado de su inaudita frivolidad). Asimismo, al traducir al español la carta para el Diorama, Pacheco lanza un desafío a los lectores mexicanos, quienes de seguro dedujeron que él deseaba sugerir con sutileza la semejanza con nuestro país, porque aquí también podemos percibir “los rostros del hambre, de la desesperación y de la muerte”, sin necesidad de visitar África.

Si acaso se me pidiera definir qué son los inventarios, de los que he intentado ofrecer una pálida pero ilustrativa muestra, respondería sin dudar: una enciclopedia cultural en la que conviven el ensayo, la narrativa y la poesía; un espacio textual donde Pacheco se apropia de la cultura mexicana y occidental con el más loable de los anhelos: transmitirla a los otros, sobre todo a quienes no tienen acceso directo a ella. En última instancia, en sus textos él sigue al pie de la letra la sentencia de Terencio: “Nada de lo humano me es ajeno”. Y cultivando con generosidad un profundo sentido ético, comparte con los demás el fruto de este ideal; gracias a ello, en sus inventarios hemos leído de manera indirecta muchos libros (lo cual a veces incluso nos permite simular cierta erudición).◊

 


1 Acaba de aparecer una valiosa compilación que ofrece alrededor de un tercio de los textos de ambas etapas: Inventario, Era/El Colegio Nacional/uas/unam, México, 2017. Debe agradecerse este hito editorial y a quienes seleccionaron el material (Héctor Manjarrez, Eduardo Antonio Parra, José Ramón Ruisánchez y Paloma Villegas, dirigidos anónimamente por Marcelo Uribe, amigo y editor de Pacheco); sólo cabe lamentar que esta edición carezca de un elemento que se antoja relativamente factible en esta era digital: índices onomásticos que guíen al lector en la consulta de los diversos contenidos de la antología. Como los inventarios que cito no forman parte de ella, los identificaré tan sólo por su fecha.

2 Cabe añadir que dentro de esa función social se encuentra un aspecto no considerado por Pacheco, el cual me señala mi colega Soledad Loaeza, quien declara que en su adolescencia fue ferviente lectora de Corín Tellado: la contribución de sus novelas a la educación sentimental de sus jóvenes lectoras.