Interiores

Había afinidades profundas entre el pintor Degas y el poeta Mallarmé aun antes de que se conocieran; entre ellas, una idea del vacío que anida en el corazón de cada obra de arte. En este sutil ensayo, Gabriel Bernal reconoce la violencia que se expresa tácitamente en la obra de ambos artistas y la compara con la que adquiere plena voz en los cuadros de Goya o de Picasso. Bestialismo y violencia lanzados, pues, hacia dos extremos opuestos: por un lado, el silencio; por el otro, el grito.

 

GABRIEL BERNAL GRANADOS*

 


 

1869

 

Edgar Degas termina un cuadro que titula Interior. En el interior de una recámara, un hombre elegantemente vestido, con el aspecto de un fauno (barba y orejas puntiagudas), contempla a una joven que le da la espalda. La joven parece arrodillada, o más bien sentada, en una silla que no podemos ver: la cubre su camisón blanco; su vestido yace a sus pies, desmoronado. La joven apoya su cabeza y su brazo sobre el respaldo de la silla, el cual le ayuda a enjugar sus lágrimas. El hombre tiene sus pies bien plantados en la duela del piso y lleva las manos en los bolsillos de su pantalón: parece un delincuente que acaba de cometer un crimen. La muchacha se asemeja a su víctima. Entre uno y otro se interpone una mesa de noche. Sobre ella hay un estuche, cuyo interior está cubierto de terciopelo rojo, y la luz de una lámpara, que ocupa uno de los extremos de esta mesita circular, ilumina toda la escena. Es de noche. La luz proyecta la sombra del fauno sobre la pared, haciendo parecer su figura aún más siniestra. A su derecha, hay una cama de sábanas blancas que no ha sido destendida. Sobre el barandal de la piecera y a la orilla de la cama hay prendas de ropa arrojadas con prisa o descuido; en el suelo hay una prenda blanca que podría ser un corsé. Se respira tensión en la atmósfera: algo que no puede confesarse ha sucedido entre estos dos personajes. Sin embargo, la escena carece de dinamismo; los personajes, el fauno y la muchacha, reverberan cada uno en su sitio, en calidad de ¿símbolos? El instante parece congelado y la luz hace que las figuras vibren en su quietud. Algo inconfensado acaba de ocurrir en este cuadro que miramos como a través de una ranura. El espectador es un intruso, un voyeur.

De la pared que se encuentra frente a nosotros cuelga un espejo. El marco es dorado, grueso. Sobre la superficie, apenas legible debido a lo escaso de la luz, se refleja la lámpara que alumbra el conjunto de la escena: una mise en abîme muy distinta de la que podríamos encontrar, por ejemplo, en el espejo que refleja al matrimonio Arnolfini en el cuadro de Van Eyck. Aquí, el reflejo de la lámpara es un reflejo impresionista: la descomposición de los colores que conforman el estampado de la pantalla de la lámpara es lo que apreciamos sobre la superficie del cristal. Rosas rojas. El espejo, de hecho, se convierte así en otro cuadro, en un interior en el interior del cuadro. En él, todo transcurre de una manera distinta. Pero no es así: no transcurre, se detiene. La muchacha y el fauno no aparecen reflejados sobre esta superficie, que parece el metal aún por pulir de un espejo cuya función no es la de un espejo. El espejo es un testigo mudo que ha desparecido por completo de la escena. En muchos otros cuadros de Degas aparece el espejo como un emblema del métier del artista: la descomposición de la realidad en sus partes constitutivas para recomponerlas en la realidad virtual, o en la realidad aparte que el cuadro ejemplifica. Aquí, sin embargo, el espejo ha perdido su cualidad significante debido a la escasez de la luz que ilumina la escena, y ha recobrado una función decorativa; casi se podría decir simbólica. Aquí, el espejo es una metáfora de la luna, en medio de una noche furtiva, donde las flores del papel tapiz que recubre las paredes, así como la madera de los muebles y la duela del piso, contribuyen a acentuar la sensación de estar en medio de un bosque, donde un crimen no confesado ha tenido lugar. La muchacha no es una muchacha, sino una ninfa, y la escena, pese al aparente azar que la gobierna, ha sido toda ella preparada para apelar al más falible de los atributos del hombre: la inteligencia. El interior de Degas es un cuadro pensante, en el mismo sentido en que los versos de Baudelaire son poemas cuya respiración repercute entre las cuatro paredes interiores de lo escatológico.

El orden de la habitación contrasta con el calculado desorden de los objetos, abiertos o tirados al azar; el blanco del camisón de la muchacha y de las sábanas contrasta con la sombra y la perversidad que se respira en este escenario que Degas ha elaborado con la misma sapiencia intelectual con la que Poe ha dispuesto del misterio en sus cuentos policiales. Este cuarto cuenta con tres paredes visibles (el alto, el largo y la profundidad de la tridimensionalidad pictórica); la cuarta pared son nuestros ojos.

 

1868

 

El poeta Stéphane Mallarmé termina la primera versión de un soneto con rimas en ix. En diferentes cartas, glosa tangencialmente las intenciones del poema, sin adelantar prácticamente nada de su contenido. “Creo que podría prestarse a un aguafuerte pleno de Sueño y Vacío”, le escribe a su amigo Henri Cazalis ese mismo año. “Por ejemplo, una ventana nocturna […]; un cuarto con nadie adentro y […] en una noche hecha de ausencia o interrogación, sin muebles, salvo el esbozo plausible de vagas consolas, el marco, belicoso y agonizante, de un espejo colgado al fondo, con el reflejo, estelar e incomprensible, de la Osa Mayor, que enlaza al cielo esta habitación abandonada del mundo”. La descripción no se ajusta del todo al Interior de Degas, pero puede servir como herramienta para penetrar en el destino de un cuadro que tiene muchos puntos en común con el poema de Mallarmé. En ambos, soneto y pintura, se alude a la violación de una “ninfa” que, por una razón o por otra, debe solamente quedar sugerida. Ambos, soneto y pintura, quieren desmarcarse de lo narrativo; las “acciones” que ambos refieren han quedado fuera del molde, en un tiempo anterior al del suceso del cuadro o del poema. “Soneto alegórico de sí mismo” lo llama Mallarmé, haciendo alusión, quizá, a la noción del poema, que ya aparece en Baudelaire, como algo presidido por una conciencia autónoma, que norma su propia composición y resultados.

Mallarmé y Degas no se conocían en ese entonces. Mallarmé acababa de pasar por su “crisis de verso” y de alguna manera su soneto “alegórico de sí mismo” era una solución al problema del bloqueo. Una solución o una desembocadura. Si la crisis consistió en la imposibilidad de mirarse a sí mismo en un espejo y no poder confrontarse con la página en blanco, esta forma de desembocar en un soneto sobre Nada era, más que una solución terapéutica o una catarsis, una derivación natural. Mallarmé encuentra soluciones espirituales y nihilistas al problema del yo en la literatura, en particular en la poesía, y con esto aproxima su postura a las soluciones consagradas por el budismo oriental como respuestas a los acertijos de la muerte y la contingencia.

Ni la pintura de Degas ni el soneto de Mallarmé se corresponden con el ideal del vacío, al que ambos claramente aspiran. El soneto, que postula una pureza de símbolos y personajes erradicados de una escena, donde sólo figuran las sombras de su significado último, irradia la luz —no carente en absoluto ni de musicalidad ni de forma— de la Angustia, que pone sus uñas ónix en alto; el Fénix, que ha quemado los sueños vesperales y cuya reducción a cenizas no recoge ninguna “ánfora cineraria”; el Maestro, que ha salido a recoger sus lágrimas al Estigia; la espiral de la concha marina, el “Aboli bibelot d’inanité sonore” donde la Nada se honra; y el espejo, rodeado de un marco de oro donde se aprecia la escena mitológica de una ninfa, muerta y desnuda ya, después de haber recibido la embestida de unos unicornios en celo. Las coincidencias con la pintura de Degas son asombrosas: allí está la ninfa, la “nixe”, que ha recibido la embestida de los unicornios en celo, desnudada y muerta en su inacción absoluta; allí está el Maestro, convertido en fauno y en el principal sospechoso de haber perpetrado el acto violento de la profanación. Pero sobre todo allí está el espejo, rodeado por el marco de oro, que parece el lugar donde la imagen, en su atemporalidad, se refleja y desconstruye.

El espejo, en Degas, preside la escena. Es el elemento de mayor modernidad en toda la escena. Sin embargo, no refleja el incidente que constituye el motivo del cuadro sino la nada y la noche; es decir, el sueño vesperal quemado por el Fénix, que no recoge ninguna ánfora cineraria.

 

1933

 

Picasso realiza el grabado de un minotauro poseyendo salvajemente a una mujer; Minotauro y desnudo, lo titula. Haciendo eco a los interiores de Degas, lo subtitula, entre paréntesis, “Le viol” (la violación). La figura, dibujada a tinta sobre papel, forma un todo circular y convulsivo. Las piernas de la mujer se abren alrededor de las caderas del toro; de su cuello cuelga su cabeza y sus ojos están en blanco, señal de que su cuerpo se cimbra con la ebullición de la embestida; la desesperación exhala por su boca abierta, y el minotauro apoya su pie descomunal y una de sus rodillas en tierra. Su enorme cabeza de animal, a un tiempo dulce y violenta, se cobija en los senos redondos de la muchacha, y de la arena se levanta un polvo que se confunde con las formas circulares de los cuerpos. Su abrazo parece casi natural y perfecto, de no ser por la llamada de atención que interpone el subtítulo del grabado a nuestro entendimiento: se trata de una relación no consensuada entre la fragilidad de la mujer y la fuerza incomprensible de una naturaleza, que destruye y posee según la lógica de su capricho. Lo que en la pintura de Degas es cálculo y pudor, llevado al nivel de una exquisitez inenarrable, en el aguafuerte de Picasso es descaro y elocuencia ciega. Si Degas no se atreve es porque su falta de atrevimiento encubre la mayor de las violencias. El “interior” que concibió es aterrador, porque está llamado a ser interpretado por la inteligencia del testigo voyeur de la escena. Mirando con detenimiento, uno puede reconstruir punto por punto lo que acaba de ocurrir, y uno puede sentir, entonces, el calosfrío de la profanación. En cambio, Picasso se autorretrata en el minotauro y confiesa sin ambigüedades la fascinación que sintió a través de su obra por el sexo y sus mitologías.

Tres años más tarde, en 1936, Picasso realiza un pastel de 40 por 70 centímetros titulado Dora y el minotauro. Picasso acababa de conocer a Dora Maar en el verano de ese año y el pastel sirve para cifrar ese encuentro sexual y apasionado, como lo fueron prácticamente todos los encuentros que sostuvo Picasso con sus mujeres en un principio. Innumerables veces, Picasso se autorretrató bajo la figura del minotauro, y esta obra no fue la salvedad: una mujer, recostada sobre un prado, se ofrece desnuda a la curiosidad de un minotauro, que casi toca con su narices y sus fauces el vello castaño de su pubis. Como en el grabado anterior, la mujer se deja llevar por la pasión irracional de la bestia, sólo que en este caso su rostro no parece perder la compostura en su contacto con la hierba: todo lo contrario, sigue siendo inmaterial y hermoso, a pesar de su próxima inmersión en el cuerpo del deseo. En una obra de índole totalmente distinta, de 1937, Picasso también mezclaría la presencia de animales con figuras humanas. El toro y el caballo son los únicos animales que aparecen en este cuadro (la paloma es un ave, que se distingue apenas en el fondo sin esperanza de la tela). Tradicionalmente, el Guernica ha sido visto por la crítica como una representación en blanco y negro de los desastres de la guerra. La solución cromática del blanco y el negro, con la cual Picasso buscaba armonizar el problema de la pintura y el dibujo, extinguiendo la sucesión de los planos, contribuye a aumentar el dramatismo de la escena, donde cuerpos fragmentados de hombres y mujeres sostienen indistintamente un espada rota, el cadáver de un niño y una lámpara. Por donde se le mire, el Guernica es un interior, alumbrado por una bombilla eléctrica, donde todo lo habido y por haber en el mundo se desmorona o se destruye sin que exista de por medio la misericordia. Desde los grabados de Goya de tema bélico, nunca se había concebido nada igual respecto de los horrores de la guerra; nunca una pintura tan explícitamente violenta como ésta sobre la disyuntiva entre el mundo animal y el humano, y su consecuente catástrofe.

La guerra es una cuestión de vencedores y vencidos; y detrás de todo símbolo de guerra persiste, oscuramente, la huella del deseo. Sin embargo, hombres y animales, en el Guernica, son la cifra de una cópula imposible, y el mundo, en su devenir, queda interrumpido para siempre en este lienzo de dimensiones murales.

 

1892

 

Degas pinta un Interior en Ménil-Hubert. Si en el interior de 1869 había pintado la noche, en 1892, con una disminución importante en la calidad de su vista, estaba pintando el día. La luz de la tarde entra por una ventana oblonga, cambiando la coloración de la duela del piso a una tonalidad anaranjada. El papel tapiz que recubre las paredes tiene un estampado de flores, que simulan la persistencia de un jardín. (El interior de 1869 semeja un claro de luna en medio de la profundidad de la noche; el de 1892, un día de verano en el que todo parece franco, sosegado y transparente.) Un espejo preside la escena. El espejo refleja la pared opuesta como un ojo de agua. Esta vez no hay nada que ocultar o razonar: el universo es transparente y su mayor misterio se aloja en la inexistencia de personajes. No hay presencias en este cuarto, más allá de las toallas que sirven para secarse las manos y la puerta de madera blanca que se abre a otro pasillo, en este interior de la casa de Normandía que Degas solía visitar todos los veranos. Hay un sillón tapizado de verde interpuesto entre la puerta y la consola que sirve de nicho al espejo. Espejo, en inglés y francés (mirror y miroir), es lo que replica la mirada; lo especular es una imagen virtual, creada en el confín de la memoria. Sin embargo, no hay personajes ni personas en este cuadro. Degas trabaja con lo que sus ojos ven. En una carta fechada en agosto de ese año, dirigida a su amigo el escultor Paul-Albert Bartholomé, Degas dice estar preocupado por la perspectiva, problema que ha resuelto haciendo uso de líneas horizontales y verticales. Sin embargo, la preocupación principal en este cuadro parece ser la inmediatez de la mirada y su interacción con la luz. Nada perturba al ojo del pintor en este interior despoblado, nada lo distrae. Degas sabe que los trazos del virtuoso no deben corregirse, y por eso el sillón tapizado de verde que encuentra su lugar en el hueco formado entre la puerta y la consola obedece a los cánones precisos de la mirada impresionista, que trata de integrar las formas con el entorno debido a los efectos que ocasiona en la mirada la acción de una luz que todo lo envuelve y a todo le confiere un significado último. Degas pinta el silencio y la ausencia, en el interior de Ménil-Hubert, llegando, probablemente sin estar consciente de ello, al ideal mallarmeano de expresar la ausencia sin que hubiera de por medio el más mínimo trazo de un yo que informe o descontruya la escena. “Los poemas se escriben con palabras”, le dijo una vez Mallarmé a Degas, queriendo dar a entender, en última instancia, que los poemas se escriben a sí mismos. Tal como ocurrió con el “soneto en ix”, donde ciertas palabras, colocadas en las esquinas de cada estancia del poema, norman y regulan el devenir de todo lo demás. Así, con este interior en Ménil-Hubert, donde las líneas horizontales y perpendiculares dictan la composición de un cuadro habitado por nadie y despojado incluso de las preocupaciones intelectuales de un pintor que sólo percibe el poder significante de una luz vesperal que viene del norte.◊

 


* GABRIEL BERNAL GRANADOS

Es poeta y ensayista.