Infección y lenguaje político en América Latina

El siguiente recorrido por la región latinoamericana en tiempos del COVID-19 destaca la prácticamente constante utilización política que de la pandemia han hecho los gobiernos, así como los riesgos de que la democracia en la región tenga que contarse también entre los afectados en su frágil salud.

 

RAFAEL ROJAS*

 


 

El coronavirus ha estremecido las dimensiones más sensibles del orden social contemporáneo: la salud y la economía, la vida pública y la privada, el trabajo y la familia. Su letalidad lo asemeja a las guerras y a las catástrofes naturales, pero su impacto es más abarcador porque, si bien tiene un punto de partida en los primeros brotes y contagios, no tiene un desenlace equivalente a las treguas o a los armisticios. Mientras no sea creada la vacuna y mientras ésta no logre aplicarse masivamente a nivel global, la pandemia vivirá con nosotros.

A tres meses de su propagación en América Latina, podemos observar algunos de sus efectos en la región. Las sociedades y los estados latinoamericanos se enfrentaron a la pandemia de COVID-19 inmediatamente después de atravesar una serie de estallidos sociales que hicieron evidentes los límites de las políticas públicas. Las protestas se movilizaron lo mismo contra gobiernos de izquierda que de derecha y sus causas describieron un arco muy amplio de problemas económicos, políticos y sociales: reeleccionismo y corrupción, reducción del gasto público y desarrollismo, violencia contra las mujeres, inobservancia de la normatividad medioambiental y abandono de las comunidades indígenas.

La emergencia sanitaria generó una falsa expectativa de moratoria de aquellos conflictos. En cuanto la pandemia comenzó a expandirse, por medio de una lógica de contagio doméstico, las mismas contradicciones salieron a flote y algunas de las tendencias más ominosas de la política regional se hicieron presentes. En las líneas que siguen propongo un recorrido por algunas proyecciones de esos conflictos en el lenguaje de la pandemia. El habla de la política latinoamericana muestra señales inquietantes de adaptación y aprovechamiento del virus que favorecen la sospecha de que ya no habrá vuelta a la realidad anterior.

 

La negación y el alarde

 

A mediados de marzo, cuando el coronavirus era una realidad inocultable en la región, varios líderes minimizaron su impacto. El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, declaró: “Hay quien dice, por lo del coronavirus, no hay que abrazarse. Pero no pasa nada”. Semanas después, el mandatario dijo que la pandemia caía como “anillo al dedo” al proyecto de la Cuarta Transformación y llamó a conjurarla con estampitas de santos.

Por aquellos días, el brasileño Jair Bolsonaro señalaba que el COVID-19 era una “gripezinha” o un “resfriadinho”. En sus comparecencias televisivas en marzo y abril, insistió en que, para enfrentar el virus, no debía aplicarse una estrategia de “tierra arrasada”, basada en la paralización del comercio, el transporte, los servicios y la industria. La población vulnerable, a su juicio, se circunscribía a 10% y la más económicamente activa estaba fuera de peligro.

Otros gobernantes, como el chileno Sebastián Piñera, no subestimaron la gravedad de la pandemia, pero sobrevaloraron las capacidades de su gobierno para hacerle frente. En marzo, Piñera aseguraba que el país estaba preparado para un escenario de más de 100 mil contagios y unas 16 mil hospitalizaciones. Pocas semanas después, la Sociedad Chilena de Medicina Intensiva concluía que, con 80 mil personas infectadas, el sistema de salud estaba rebasado.

En Perú, a pesar de una actuación gubernamental a tiempo, como en Argentina y Uruguay, también se sobrestimaron las capacidades del gobierno para contener la pandemia. En un inicio, el presidente Martín Vizcarra aseguró que, combinando la cuarentena y el testeo masivo, podía aplanarse la curva en un mes. A mediados de abril el gobierno de Vizcarra debió extender el estado de emergencia y decretó el toque de queda.

Con más lentitud e incoherencia, el gobierno de Ecuador tuvo que enfrentarse a un colapso de su sistema de salud en abril. Las imágenes de cadáveres en las calles de Guayaquil dieron la vuelta al mundo como símbolo de la incapacidad del Estado para hacer frente a la pandemia. El propio Moreno reconoció las deficiencias de su gobierno para reaccionar y aprovechó la crisis para anunciar un paquete de medidas que redujo aún más el sector público. En Ecuador, lo mismo que en Bolivia, donde la presidenta Jeanine Áñez decretó un rígido estado de emergencia, que incluyó restricciones a la libertad de expresión y de manifestación, el coronavirus se dispuso como coyuntura favorable para la realización de proyectos neoliberales y autoritarios diseñados antes de la crisis.

En varios países de la región, Brasil, México, Bolivia, Colombia, Venezuela, El Salvador, tiene lugar el reforzamiento de los poderes del ejército, implementado como parte de las agendas de seguridad. El presidente salvadoreño Nayib Bukele afirmó, en mayo pasado, que en El Salvador “el uso de la fuerza letal está autorizado para defensa propia o para defensa de la vida de los salvadoreños”. La declaración se produjo luego de que el presidente interviniera el Congreso de ese país, con apoyo del ejército, para agenciarse un incremento en el presupuesto de seguridad.

El paso de la negación al alarde también se manifestó en la zona de mayor conflicto interamericano, que sigue siendo la del Caribe. En cuanto comenzó a propagarse el virus, Nicolás Maduro dijo en una comparecencia televisiva que el COVID-19 era producto de una “cepa creada por los Estados Unidos para la guerra biológica contra China”. Meses después, la tesis del coronavirus como arma epidemiológica, difundida por el circuito ideológico bolivariano, fue abandonada por la menos extravagante hipótesis de que la pandemia había sido creada por el neoliberalismo.

Tras un primer momento en el que se resistió a desactivar el turismo, principal fuente de ingresos de la economía de la isla, el gobierno cubano decidió cerrar las fronteras del país y activó la emergencia sanitaria a través de su sistema de salud pública. La gestión de la pandemia ha sido eficaz, aunque acompañada de un uso mediático de las misiones médicas cubanas en el mundo, como ejemplos de “solidaridad”, cuando es bien sabido que se trata de servicios que el Estado cubano vende a otros gobiernos.

Tan revelador de la domesticación del virus por la política fue lo que decían como lo que callaban los gobernantes latinoamericanos. El presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, desapareció del campo visual de la ciudadanía durante 34 días consecutivos. Al reaparecer, él y su esposa, Rosario Murillo, sostuvieron que más peligrosos que la pandemia eran los “malos sentimientos”. A principios de junio, Murillo dio la noticia de que 22 militantes y funcionarios de su partido “hicieron el tránsito a otro plano de la vida”, pero sin aludir a defunciones causadas por el COVID-19.

 

El dato y la ética

 

Antes de la pandemia, muchos países de la región pasaban por conflictos poselectorales o preelectorales, o vivían tensiones internacionales y fracturas domésticas largamente acumuladas. Aquellas fricciones rápidamente se acomodaron a la lógica del coronavirus y convirtieron la gestión gubernamental de las crisis sanitaria y económica en el eje de la disputa. Salvo contadas excepciones, como Argentina y Perú, donde hubo breves acuerdos iniciales en torno a la estrategia del Estado, los gobiernos, las oposiciones y los rivales geopolíticos han hecho del COVID-19 su campo de batalla.

Viejas rivalidades territoriales y nuevas diferencias ideológicas, como las de Argentina y Chile, emergieron durante el manejo de la pandemia. Luego de que, en abril, el presidente Alberto Fernández, en cadena nacional, comparara las estadísticas argentinas con las chilenas, Sebastián Piñera mandó elaborar un informe que le permitiera sostener la superioridad de Chile en la gestión de la crisis. Según ese informe, aunque Argentina, con una población de 45 millones, tenía menos de la mitad de casos totales, Chile había aplicado cuatro veces más pruebas que su vecino, por lo que su sistema de identificación y contención era más eficiente.

En una versión más burda, el presidente Nicolás Maduro echó en cara a Iván Duque, el mandatario colombiano, que mientras en Colombia había más 30 mil casos y mil decesos, en Venezuela, según las estadísticas oficiales, los contagios no llegaban a 2 mil y las defunciones no pasaban de veinte. Maduro, irónicamente, ofreció a Colombia la donación de equipos chinos que se habían utilizado en Venezuela para detectar y contener la infección. El mensaje de Maduro, en clave de nueva Guerra Fría, apuntaba a la superioridad de China sobre Estados Unidos.

El gobierno de Donald Trump, a pesar de su desastrosa gestión de la pandemia, ha persistido en su línea punitiva frente a Venezuela y Cuba. No sólo ha continuado el reforzamiento del embargo comercial contra la isla, sino que utiliza una retórica militar contra Venezuela —“a Maduro lo tenemos rodeado a un nivel que nadie sabe”, “algo pasará, porque no vamos a aguantarlo”, “todas las opciones están sobre la mesa”…— que favorece la explotación mediática de escenarios de confrontación, por parte de Caracas, como el de la patética “Operación Gedeón”, a principios de mayo, una fallida escaramuza de invasión marítima por la costa de Macuto, en el estado de La Guaira.

A pesar de las tantas ponderaciones de la oms y la ops respecto a la complejidad de este virus, de su capacidad de dispersión doméstica en zonas densamente pobladas y altamente urbanizadas, las estadísticas nacionales e internacionales son sometidas a un conteo poco ético de contagios y muertes. A los gobiernos y a los países se les juzga por la cantidad de casos y decesos, no por las condiciones que determinan los brotes epidémicos o por las acciones de reversión que emprenden la comunidad científica y el personal médico.

La infantil contraposición entre China —o Rusia— y Estados Unidos, que prolifera en el lenguaje de la izquierda bolivariana, confirma una vez más el arraigo de los esquemas bipolares de la Guerra Fría. Pero esos hábitos del lenguaje político exponen algo más inquietante aún: el avance del “dataísmo” en la moral pública no sólo de la derecha sino de la propia izquierda. La infección y la muerte se vuelven datos que esgrimir en la lucha por el poder en los ámbitos nacional y global.

Pensadores como el israelí Yuval Noah Harari y el surcoreano Byung-Chul Han observan una consolidación del dataísmo en la mentalidad contemporánea, que opera en dos dimensiones. Por un lado, los gobiernos hacen uso de la informatización digital y de las nuevas tecnologías para articular estrategias de salud, seguridad o reducción de la pobreza y la desigualdad. Por el otro, recurren a la identificación personal y a las redes sociales para expandir el control del Estado, limitar libertades y manipular elecciones. En esta segunda dimensión, son siempre los otros (inmigrantes, minorías étnicas, religiosas y sexuales, opositores) los que acaban reducidos a datos.

El constitucionalista argentino Roberto Gargarella ha señalado que el coronavirus acentúa la tendencia a la militarización y el autoritarismo que se observa en muchos gobiernos latinoamericanos desde la pasada década. Esa tendencia se manifiesta por medio de la puesta en práctica de estados de excepción o de sitio, sin seguir la normatividad constitucional establecida, los cuales concentran el poder de presidentes y gobiernos. La pandemia confirma la entrada de América Latina a una nueva fase del siglo xxi, caracterizada por el deterioro de las instituciones democráticas.

Varios procesos electorales —plebiscito constitucional en Chile, primarias, locales o presidenciales en Bolivia, Perú y República Dominicana— y diversos procesos legislativos —sesiones del Senado colombiano, ley del aborto en Argentina, ley de presupuesto en México…— se postergaron. En el segundo semestre de 2020, la reapertura deberá ir acompañada de una vuelta a las normas y a las instituciones, sin cancelar las agendas reformistas previas. Sólo así podría evitarse que el saldo de la emergencia sea favorable al malestar de la democracia en América Latina.◊

 


* RAFAEL ROJAS

Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México.