India y México: semejanzas históricas

 

ANNE STAPLES*

 


 

Una historia de India moderna. India colonial, vol. I
Ishita Banerjee-Dube
México, El Colegio de México,
2018, 346 pp.

 

La muy complicada historia moderna de India fluye bajo la ágil pluma de Ishita Banerjee, quien recoge los más diversos estudios historiográficos para compararlos, debatirlos, analizarlos y dar sus propias conclusiones en este primer volumen de Una historia de India moderna. Banerjee recurre a historias antiguas e investigaciones recientes para sopesar las reflexiones de sabios, sacerdotes y seglares, enfocadas a entender los efectos de la caída del imperio mogol, del surgimiento de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales y del panorama internacional, desde la Revolución industrial hasta los conflictos europeos. Pone en la balanza la visión del siglo xviii como uno de “decadencia y caos” (p. 24), y otra del surgimiento de nuevos actores políticos e innovadoras prácticas comerciales, no siempre favorables a la gente del campo ni de las ciudades, a los nobles o a los sin casta. Reconoce que fue una época “de lento crecimiento poblacional y aumento en los precios, la urbanización, la comercialización y el crecimiento de nuevos mercados y nuevas fuerzas económicas y políticas” (p. 39). Es una historia donde casi todos, salvo los europeos, pierden algo; son pocos los que ganan. La gran virtud de esta historia es que no está pintada en blanco y negro, hay muchas tonalidades de gris. Y no es una historia desde Europa, ni una comparada entre Inglaterra e India. No siguen los mismos caminos; el progreso no tiene igual sentido en ambos países, no es lineal. Al contrario, la autora distingue regiones, grupos sociales, actividades económicas, para hacer una historia matizada, particular, que evita las grandes generalizaciones que llevan a malentendidos o equívocos.

Los actores de esta historia son gobernantes, recaudadores de impuestos, comerciantes, campesinos. Las élites locales luchan por conservar sus privilegios; los de abajo buscan comida, sobrevivencia y subir en la escala social del prestigio. Los ejércitos van y vienen, saquean, empobrecen y son derrotados por los armamentos europeos que terminan por establecer la superioridad de los ingleses. Es una historia de mucho movimiento, cargada de términos que el neófito en la geografía y en las tradiciones de la India encuentra difícil de seguir. Con esta salvedad, tiene uno que admitir que es enredado explicar los movimientos políticos, sociales, militares y religiosos en las distintas partes de la India. La autora ha optado por seguir un orden cronológico, con desviaciones hacia los temas más importantes de cada espacio temporal. La estructura misma de la obra requirió una cuidadosa planeación, pues la cantidad de información incorporada podía haber ahogado a la autora y al lector. Ambos salen a flote, gracias a un don de organización que permite avanzar sin tropiezos en esta maraña de personajes, acontecimientos y lugares.

A medida que avanzaba mi lectura, empecé a encontrar paralelos sorprendentes entre la historia de la India y la de México. Un estudioso del tema propone superar “el sórdido registro” “de la anarquía, la confusión, el egoísmo y la traición, y […] ver cómo ‘funcionó en realidad el sistema político del periodo’” (p. 84). Suena mucho a los años de Santa Anna en México en el siglo xix. Claude Martin, “quizá el europeo más rico de India”, “era un ávido coleccionista no sólo de manuscritos, sino también de objetos de todo tipo” (p. 87). México experimentó la llegada de aventureros en el siglo xix que se llevaron todo lo que pudieron empacar. Otra parte del texto que habla de las cédulas otorgadas por los emperadores mogoles y el parlamento inglés que permitían a la Compañía de las Indias Orientales establecer cortes de justicia “en materia civil y penal” (p. 90) me hizo recordar el caso de los mineros ingleses en Real del Monte y sus esfuerzos por disciplinar la mano de obra. Los directores de las minas mexicanas también se ubicaban en Londres, donde tomaban decisiones detalladas de contabilidad y de operaciones mineras. Es decir, cuando los ingleses establecieron su empresa en Real del Monte, con las correas del poder que llegaban hasta Londres, no hacían más que seguir la estrategia de la Compañía de las Indias Orientales desarrollada casi cien años antes. Los tiempos de viaje eran similares por largos: la correspondencia y, por lo tanto las decisiones, tardaban seis meses en hacer el viaje redondo de México a Londres, un año entre la India e Inglaterra (p. 147). Otra práctica común a los dos países era exentar los productos de la aduana en favor de personajes privilegiados: en la India, las telas; en México, la plata. Posiblemente un historiador económico no se sorprendería al saber que en la India se tasaban los bienes en la aduana según su volumen y no su valor, pues así se hacía también en la Nueva España. La Compañía fue quien cambió esta práctica en la India (p. 109).

El problema de los empleados de la Compañía de las Indias Orientales que trabajaban por cuenta propia, a pesar de la prohibición de hacerlo, me hizo recordar lo que pasó con la Compañía Alemana que llegó a trabajar las minas de Angangeo y Sultepec (p. 98). Parte de la culpa de su fracaso fue, sin duda, el hecho de que algunos alemanes dedicaban más tiempo a sus propios negocios que a los de la compañía. Al retirarse de México, varios alemanes se quedaron y fundaron sus propias empresas. En otro caso, la autora habla de funcionarios que obligaban a los campesinos a comprar productos a precios inflados, una costumbre incorporada al quehacer de los corregidores con el nombre de repartimiento de mercancías (p. 99).

Los pueblos mexicanos que actualmente exigen regirse por usos y costumbres nos remiten a un momento en la historia de la ocupación inglesa de India, cuando un funcionario intentó codificar las leyes con base en los textos sagrados y no en las costumbres locales. Necesariamente hubo una discusión acerca de la pertinencia de estos textos y los que deberían de seguir. Nació todo un campo de estudio a partir de este afán de codificar la sociedad de acuerdo con los “textos originales” (p. 114).

Haber quitado los terrenos dedicados a los templos, mezquitas y escuelas que no pagaban impuestos recuerda la nacionalización de los bienes del clero, cuando el Estado mexicano vendió bienes raíces pertenecientes a iglesias, conventos, hospitales, colegios, cofradías, ayuntamientos y comunidades colectivas con el fin de hacerse de recursos y crear una clase media de pequeños propietarios (p. 129). “Controlar la fuerza laboral a través de préstamos de dinero” suena mucho al peonaje por deudas (p. 131).

El desprecio expresado por los “decentes europeos” hacia la gente de la India recuerda el que sentían los gachupines por los criollos y demás gente nacida en las Américas. Los criollos, por el solo hecho de haber nacido en México, eran tenidos en menos. Lo mismo pasaba con los jóvenes ingleses. Se creó el Fort William College para “liberar a los jóvenes servidores públicos de la ‘indolencia, la disipación y la indulgencia licenciosa habituales’ que eran una ‘consecuencia natural’ de vivir cerca de la ‘peculiar inmoralidad de la gente de India’” (p. 146). Aquí, eso se llamó la Calumnia de América, la idea de que los nativos del Nuevo Mundo nacían con menos vigor, menos iniciativa, menos fidelidad, menos dedicación al trabajo que sus parientes peninsulares.

Por supuesto que no son historias paralelas las de la India y de México, pero al leer la primera, contada por Ishita, resaltan temas comunes a la experiencia humana: la lucha por la supervivencia, la ley del más fuerte, la ingenuidad, la traición, el eterno afán por mejorar la vida, definido de muchas maneras distintas a lo largo de la historia de la India.◊

 


* ANNE STAPLES

Es profesora asociada en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México.