Impresiones de un paisajista

 

FRANCISCO M. CARRISCONDO-ESQUIVEL*

 


 

Diccionario del español de México,
Luis Fernando Lara (dir.),
El Colegio de México, 2010, 2 vols.
dem.colmex.mx.

 

No me considero experto en lexicografía del español de América. Mi acercamiento a esta producción diccionarística ha sido la de un simple paisajista. En mis trabajos, he ofrecido un panorama general de lo que se ha hecho y de lo que aún queda por hacer. Llamémosle el estado del arte, por seguir con el símil pictórico. Hecha esta advertencia, mis impresiones no dejan de ser el eco de aquello que ya dijeron especialistas más cualificados, como Guillermo Araya sobre los diccionarios de americanismos o Juan Gutiérrez Cuadrado sobre el concepto de diccionario nacional.

Si en algo he sido original ha sido en el grafismo. Desde mi tesis doctoral he venido proponiendo el diseño estratégico de una constelación de diccionarios a fin de cubrir todo el panorama geolectal de la hispanidad. No la considero una propuesta simplemente elegante, en el sentido inglés del adjetivo. En esta galaxia lexicográfica habría planetas, que vendrían a representar los diccionarios de la subvariedad estándar de cada nación hispanohablante, y, orbitando alrededor de ellos, satélites: los vocabularios, que son reflejo de la correspondiente matriz dialectal.

El Diccionario del español de México (dem) es uno de esos planetas. Si comparara su dimensión con la de los planetas del sistema solar, diría que es Júpiter, por su magnitud, su brillo y su fuerza de atracción. No obstante, poco se ha explorado desde este lado de nuestro universo idiomático, regido por la Real Academia Española y su concepción panhispánica, mediante la cual se apropia de toda la constelación y la dibuja como si su Diccionario (el dle) aspirara a ser el mismo Sol o al menos otro gigante, Saturno, y los demás repertorios léxicos, las pequeñas partículas que conforman sus anillos.

En calidad de investigador español, brindo aquí una visión del dem desde la orilla europea. Es de lo que me gusta hablar, de diccionarios, no de lexicografía teórica o práctica o metalexicografía, porque, primero, el diccionario es el puente que une la comunidad científica con la sociedad destinataria final de la obra; segundo, porque desconozco en qué medida estas distinciones técnicas contribuyen a mejorarla; y tercero, porque convendría que los lexicógrafos reconocieran cuándo un asunto está agotado y no es necesario darle más vueltas.

Esto que acabo de decir no tiene nada que ver con el desarrollo de una teoría —visión, nuevo saber— del diccionario, como la emprendida por Luis Fernando Lara doctrinalmente y encarnada en la serie de repertorios que culminan con el Diccionario del español de México. Porque eso es el dem con respecto a su Teoría del diccionario monolingüe (1997): una encarnación de la teoría en la práctica, y a la inversa. El doctor Lara ha sido a la vez teólogo y misionero; ha predicado a la par que daba trigo; ha pontificado y ha estado al mismo tiempo a pie de obra; ha trabajado como arquitecto y como obrero.

Sin embargo, y pese a su importancia, la lexicografía peninsular no ha tenido en cuenta lo suficiente, ni en la teoría ni en la práctica, los eductos y los resultados conseguidos por el programa de trabajo de Luis Fernando Lara. Convendría indagar en las razones de este silencio. A mi juicio, y sin caer en el apasionamiento, la escasa repercusión es una falta de respeto intelectual motivada por el peor de los dogmatismos, según el cual no es que se ignore que haya formas mejores de hacer las cosas, es que realmente por cerrazón no se quieren hacer de otra manera.

Demostrémoslo. En una hipotética escala de asociación de realidades a dos comunidades lingüísticas, la española y la mexicana, puede analizarse el nivel de finura alcanzado en la descripción del significado mediante la definición lexicográfica de escuintle, maíz, toro, churro y ajoblanco. Los dos extremos corresponden a designaciones de realidades exclusivas, la mexicana (escuintle) y la española (ajoblanco), respectivamente. Entremedias, hay referentes compartidos, pero con distinto grado de vinculación en cuanto a la experiencia acumulada.

Si observamos sus definiciones, nos percataremos de que el dem ha hecho bien su trabajo y ha cumplido con el cometido por el que se diseñó el proyecto, es decir, describir el significado y ajustar la lengua de la definición al estándar mexicano. El dle, en cambio, con su pretensión de erigirse en diccionario general para todo el mundo hispanohablante, se limita a ofrecer los equivalentes de las voces relacionadas exclusivamente con ámbitos que no son los propios del español peninsular; y, cuando desarrolla la definición, lo hace en un estilo puramente enciclopédico.

Detengámonos en este punto. El tratamiento de la diversidad geolectal del español no debe reducirse a los diccionarios de “ismos”. Más que lo diferenciable en cuanto a la forma, interesa la distinción connotativa, los matices, el patrimonio cultural transmitido, el sistema de ideas y creencias volcadas en un mismo idioma con sentires diferentes y que se refleja sobre todo en su fraseología. Las definiciones en un diccionario de lengua basadas en equivalentes o en descripciones enciclopédicas son, desde mi punto de vista, una forma de ningunear lo aportado por los hablantes.

El prurito cientificista dota a la definición de una descripción científica de la realidad, más que de la voz y de las connotaciones a ella emparejadas. Los diccionarios de lengua, entonces, se nos están convirtiendo en enciclopedias, en un catálogo de denominaciones cuya diferencia entre las distintas lenguas lo es sólo en la expresión formal. Da igual el diccionario al que acudamos para conocer el significado de una voz si éste se entiende como una mera descripción del referente, donde se olvidan los rasgos, reales o inventados, que son pertinentes para la comunidad.

Se da la paradoja de que para un lexicógrafo es siempre más fácil, y por lo tanto más tentador, definir un término de acuerdo con la ciencia. La lengua, empero, va a ser siempre más compleja. El agua para la ciencia es un líquido cuyas moléculas se componen de dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno. Y eso lo sabemos desde hace relativamente poco. Ahora bien, el agua del Cid y nuestra agua se revisten de otros matices: calman la sed, sirven para lavar, corren por los ríos… Es la experiencia acumulada en lengua la que configura el significado de la voz y la que descubrimos a través de los textos.

De ahí mi querencia por una lexicografía de corte filológico. Las definiciones deben mostrar el sedimento depositado por los hablantes en sus usos lingüísticos, el consecuente consenso alcanzado a lo largo del tiempo. Son algo así como esquemas, saber básico en torno a las palabras y no los referentes; las cláusulas mínimas del contrato social que posibilita el intercambio y, con él, el enriquecimiento, la creación de nuevas asociaciones, más experiencia, más historia. En definitiva, lo que Luis Fernando Lara, siguiendo a Hilary Putnam, denomina rasgos estereotípicos.

La lexicografía explicada y puesta en práctica en mi país no acaba de digerir el concepto de estereotipo. No entiendo a qué se debe esta repulsa. Por mi parte, he hecho lo que he podido en mis Palabras que cambiaron (en) la historia (2017), aplicándolo en la definición del léxico técnico-histórico. Es un efecto del dogmatismo que he comentado antes. A pesar de todo, no conozco mejor forma de plasmar el significado de una voz si no es mediante una definición estereotípica. Es más, no considerar estos rasgos supone no poder explicar toda la fraseología o los usos figurados que emanan de ellos.

Podemos seguir recreándonos en distinciones como las de lexicografía teórica y práctica, metalexicografía…, en los tipos de diccionarios, de definición lexicográfica, de ejemplos de uso…, pero no olvidemos que lo más importante, y lo que legitima nuestra profesión, es la elaboración de recursos útiles para la sociedad (quien paga nuestra dedicación a estos asuntos). Queda mucho por hacer; entre otras cosas, los diccionarios del estándar de cada nación hispanohablante, sin pretensiones de validez universal ni de relegarlos al dominio de lo no estándar porque no son dialectales.

En la hispanidad, es más lo que nos une que lo que nos separa. El dem lo demuestra. No es sólo que los diccionarios de “ismos” estén demodé, es que nunca han sido reflejo fiel de la articulación geolingüística del español en cuanto al léxico se refiere. Si a ello unimos el celo filológico con el que el equipo ha tratado la definición, apegada a la sociedad cuya lengua trata de reflejar, no nos queda otra que aceptar el carácter modélico del diccionario dirigido por Luis Fernando Lara. Gracias por el ejemplo que nos han dado y ojalá que no sea esta reivindicación una voz más que clama en el desierto.◊

 


 

* Es profesor de Lengua Española de la Universidad de Málaga, España, donde imparte las cátedras de Historiografía Lingüística, Gramática, Lexicología y Lexicografía del Español. Ha publicado, entre otros libros, La épica del diccionario (Calambur, 2010), Manual práctico de sociolingüística (Síntesis, 2016) y Palabras que cambiaron (en) la historia (Trea, 2017).