Huérfanos de la historia: los veteranos mexicanos de la Guerra de Corea

Desconocidas por muchos, escondidas o minimizadas por otros (entre ellos, el gobierno mexicano de entonces), las huellas de México en la Guerra de Corea y las que dejó tal confrontación en los mexicanos y mexicoamericanos que participaron en ella se relatan aquí, a propósito de cumplirse 70 años de esos hechos.

 

BRUNO FIGUEROA FISCHER*

 


 

“¿A dónde vine a morir?”, se preguntaba José Villarreal mientras soldados, de uno y otro bando, caían a su derredor. Meses atrás, narra en sus memorias, había salido de la Ciudad de México “al Norte” y se había enrolado en el ejército de Estados Unidos, soñando con ser héroe. “Ya me soñaba en el Zócalo, rodeado de la multitud que iría a recibirme. Hasta el presidente de la República Mexicana me felicitaría y me pondría de ejemplo para la juventud”. ¿Qué hacían, como Villarreal, más de 100 mil soldados de origen mexicano en Corea, entre 1950 y 1953, en una de las guerras más devastadoras del siglo xx?

La historia está llena de accidentes, como consecuencias no intencionadas y no vinculadas a ciertos sucesos primarios, llamados a veces “efectos colaterales”. México no participó en la Guerra de Corea ni envió tropas, y, sin embargo, hubo más muertes mexicanas y mexicoamericanas que de cualquier otra nacionalidad de los países que formaron parte de la coalición de Naciones Unidas en ese conflicto, después de las bajas de Corea del Sur y de Estados Unidos.

Al escritor José Revueltas no se le escapó esta anomalía histórica en su novela Los motivos de Caín (1957). Para ilustrar el absurdo impulso fratricida del ser humano, escogió el campo de batalla de Corea donde el soldado mexicoamericano Jack Mendoza se enfrentó con el espía norcoreano Kim, nacido en México de madre mexicana. El que se haya cantado “Cielito lindo” durante esa guerra, como imaginó en la novela Revueltas, al igual que otras canciones mexicanas, ha quedado registrado en testimonios de veteranos.

Situada en un punto de colisión de tres potencias —China, Rusia y Japón— en la primera mitad del siglo xx, Corea fue víctima de una anexión y fue arrastrada a la Segunda Guerra Mundial y a la Guerra Fría. Al igual que Alemania, fue dividida en 1945 y en cada parte fueron instalados regímenes afines a sus protectores: la Unión Soviética en el norte y Estados Unidos en el sur. En junio de 1950, tropas de la República Popular Democrática cruzaron el paralelo 38 e iniciaron una guerra que causó al menos 3 millones de muertes, la mayoría civiles. Estados Unidos comandó la primera fuerza multinacional de las Naciones Unidas, una coalición de 17 países que incluía a Corea del Sur y, por América Latina, sólo a Colombia.

La presencia de tantos soldados de origen mexicano nacidos en Estados Unidos o en México en el ejército estadounidense se explica por la migración y la demografía. Ellos fueron en su gran mayoría los hijos de las primeras grandes oleadas de migrantes de México a Estados Unidos habidas a partir de la Revolución mexicana, cuando cruzar la frontera no significaba arriesgar la vida y hacerlo de manera legal, hasta 1924, era posible sin mucho trámite. Más adelante, por el Programa Bracero, establecido en 1942, muchos jóvenes decidieron enrolarse en el ejército estadounidense al concluir su contrato laboral, ya que preferían no volver a México.

Obligados a cumplir con su servicio militar a los 18 años, aquéllos nacidos en Estados Unidos tenían la opción de escapar a México para evitar la conscripción, pero muy pocos lo hicieron. Otros, nacidos en México, se presentaron como voluntarios para obtener la nacionalidad estadounidense o por otros motivos, como José Villarreal. Conocieron la barbarie que es toda guerra, participaron en actos heroicos, algunos fueron condecorados, y los que sobrevivieron padecieron el resto de sus vidas una serie de traumas que, salvo para unos pocos, nunca fueron resueltos. El primero, convivir con el racismo y la discriminación dentro del ejército de Estados Unidos, y, posteriormente, al término de su servicio militar, en ese país. El segundo, el trastorno mental conocido como trastorno de estrés postraumático (tept, o ptsd, por sus siglas en inglés). Finalmente, la incomprensión, la indiferencia y el olvido constituyeron una profunda y dolorosa espina.

Nos interesa en particular reseñar en estas páginas las tribulaciones de aquellos veteranos de la Guerra de Corea que volvieron a México y cómo apenas recientemente inició, 70 años después, un proceso de reconocimiento y rescate de la memoria de estos “huérfanos de la historia”.

 

Racismo y discriminación en 1950

 

Era muy duro provenir de una familia mexicana en el sur de Estados Unidos en 1950. En Los Ángeles quedaban vivos los recuerdos de “los disturbios del Zoot Suit” de 1943, cuando soldados y reclutas anglosajones persiguieron y apalearon sin motivo a docenas de jóvenes de origen mexicano durante varios días, con la complicidad o inacción de las fuerzas del orden.

En el ejército, los mexicanos, o chicanos, como muchos se hacían llamar, constituyeron, con los afroamericanos y otras minorías, la base de una estructura jerárquica rígida y disciplinada. La segregación en las fuerzas armadas había sido oficialmente abolida en 1948, pero todavía llegaron a Corea unidades afroamericanas comandadas en su mayoría por oficiales anglosajones. Existe el testimonio de un pelotón constituido por mexicanos o mexicoamericanos, y por su elevado número en Corea seguramente hubo un número mayor de unidades del mismo tipo, pero con mando anglosajón (en ese entonces eran contados los oficiales de origen mexicano). Probar su existencia es difícil, dado que en la clasificación racial de la época no existía aún la categoría de “hispano” o “latino”: a la mayoría de los mexicanos se les registraba como “caucásicos” o “blancos”, aunque no se les tratara como tales.

En el ejército estadounidense de la época, toda diferenciación cultural era reprimida. Se castigaba por hablar español y las burlas raciales abundaban, sin otra consecuencia que la humillación del aludido. La mexicanidad era escondida, literalmente, en el pecho o dentro del casco —escapularios, estampas protectoras de la Virgen de Guadalupe, cartas de la madre— y sólo afloraba cuando estos soldados se reunían entre sí. Para fundirse mejor en la mayoría anglosajona, muchos “Juan” se volvieron “John”, muchos “José” reencarnaron en “Joe” y hasta Raúl Álvarez del Castillo, de Guadalajara, caído en Corea, se había registrado como “Ralph A. Castle”.

Se quejaban, con fundamento, de ser “carne de cañón” o “soldados de segunda”. Debían probar doblemente a sus compañeros y a sus superiores que eran hombres de valor. Como en la Segunda Guerra Mundial, la proporción de condecorados de origen mexicano (muchos post mortem) fue superior a la de otros grupos.

El regreso a Estados Unidos podía ser amargo. Un ejemplo entre tantos: se descubrió que el cabo Alberto González, héroe de guerra, merecedor del Corazón de Púrpura, era indocumentado. Sin dilación fue deportado a México. Su caso ocupó la primera plana de diarios mexicanos. El cabo González logró más adelante volver legalmente a Estados Unidos y, sobre todo, acceder a los beneficios a los que tenían derecho los veteranos.

 

Trastornos mentales no curados

 

En las guerras, los combatientes padecen situaciones de horror tales que son presa de trastornos mentales y de comportamiento hasta por el resto de sus vidas si no son atendidos adecuadamente. “Lo que viví —declaró a los medios el ingeniero agrónomo y ex marine Roberto Sierra Barbosa, en su viaje a Corea en junio de 2022— va más allá de la comprensión humana”. Suelen perseguirlos depresiones severas, angustias y pesadillas repetidas. Estos trastornos pueden provocar dificultad de relacionamiento personal y social, de adaptación a la vida diaria, al trabajo. Sólo a partir de la Guerra de Vietnam hubo un avance sustantivo en la búsqueda de respuestas clínicas y de terapias al trastorno de estrés postraumático. Los veteranos de Corea, como sus predecesores, fueron dejados a su suerte.

César Augusto Borja, oriundo de San Francisco del Rincón, Guanajuato, poseía una rara calidad narrativa, casi cinematográfica. La redacción de su extraordinario testimonio de guerra, de casi 400 páginas, no fue una catarsis suficiente para alejarlo de los traumas que lo agobiaron hasta el final de su vida. Fue enfermero en Corea, acompañando uno de los primeros regimientos que tocó tierra coreana, en agosto de 1950. En el campo de batalla y sobre las rudimentarias planchas de cirugía, perdió a demasiados amigos. Nunca conoció una vida estable, ni al volver a México, ni posteriormente en Estados Unidos, donde falleció a los 53 años.

Una de las características del tdep es que la persona que lo padece evita hablar de ese momento de su vida. Un número incontable de veteranos vivió en silencio su martirio interior, incluso frente a su familia. Roberto Sierra comenzó a narrar sus vivencias de guerra a los 93 años, cuando la Embajada de México en Corea dio con él, en el año 2020.

 

Invisibles e incomprendidos en México

 

En México, anotó el historiador Enrique Plasencia de la Parra sobre los soldados de origen mexicano que participaron en la Segunda Guerra Mundial, “el prejuicio de haber luchado bajo la bandera estadounidense les quitaba lo que de intrínsecamente valioso tenían”. Los veteranos de Corea sufrieron el mismo prejuicio, agravado por el hecho de que no fue una guerra como aquélla, donde México combatió al lado de Estados Unidos.

Los que regresaron de Corea encararon otras dificultades. Desde el inicio del conflicto, el gobierno del presidente Miguel Alemán hizo frente a diversas acusaciones, algunas infundadas. Primero desmintió noticias en prensa sobre el reclutamiento en territorio mexicano de voluntarios. Era un tema tan presente que, de manera humorística, el actor Tin Tan lo evoca en la película ¡Ay amor… cómo me has puesto! (1951). Tras un desamor, Tin Tan exclama frente a sus amigos: “¡Me voy a la Guerra de Corea!” (la cual resultó ser un cabaret). Aparecieron quejas por el alistamiento forzoso en Estados Unidos de algunos connacionales y se ordenó a los consulados impedir que eso ocurriera. Más adelante comenzaron los cuestionamientos por los muertos que comenzaron a llegar al país; madres angustiadas pedían información a la Secretaría de Relaciones Exteriores sobre hijos de los cuales no sabían nada. En síntesis, fue un tema incómodo en extremo para el gobierno mexicano, y entre menos se hablara de él, mejor.

La posición oficial, histórica, quedó resumida por el secretario de la Defensa Nacional en una carta enviada a la embajada mexicana en Seúl, en 2020: “Fueron nacionales mexicanos que decidieron por su propia voluntad ingresar al ejército de los Estados Unidos”. Nada por qué felicitarlos o apoyarlos.

El cine mexicano de los años cincuenta, bajo escrutinio gubernamental, era poco proclive a aludir a los problemas sociales del país, salvo en contadas excepciones. Sin embargo, trasminaban algunos reflejos de ellos en cintas filmadas para divertir. El único ángulo por el que vale la pena detenerse en ¡Me gustan valentones! (Julián Soler, 1959), una oda al machismo, reprobable en el siglo xxi, es el tratamiento que le da a uno de sus personajes principales, José González (Luis Aguilar). José llega al pueblo de San Valentín de la Sierra manejando desde Estados Unidos el vehículo que se hizo famoso durante la Segunda Guerra Mundial y en la Guerra de Corea: la “Jeep”. Se enfrenta a incomprensión y burlas por sus diferencias de hábitos y por su aversión a la pelea. Acorralado, en la escena culminante espeta a la mujer con quien acaba de casarse:

¡[Mira] a tu pobre infeliz que se asusta de una pistola después de usar [en Corea] todas las armas inventadas por los hombres! ¡Mira a este pobre sargento de origen mexicano que mereció la Medalla del Congreso por… por su cobardía! ¡He visto caer a mi lado a mis amigos destrozados por la metralla, y estas manos han matado a miles [sic] de hombres! ¡Después de aquello me juré nunca volver a pelear y vine aquí en busca de paz, esa paz que, por lo visto, los hombres desprecian!

El silencio se volvió la única salida para los veteranos en México. Las medallas, las fotografías y los recuerdos fueron guardados en baúles, al igual que los del personaje José González. Los veteranos Roberto Sierra y Antonio Lozano Bustos, ambos vecinos de Zapopan, Jalisco, se conocieron apenas en 2021; pudieron cruzarse por años sin saber que eran compañeros de la misma guerra.

 

Búsqueda, reconocimiento y sosiego

 

Previo al septuagésimo aniversario del inicio de esta guerra (junio de 2020), la Embajada de México en Corea comenzó una investigación para entender la dimensión de la participación de mexicanos en ella. Fue al levantar el velo que ocultaba una parte de la historia contemporánea de México que desde entonces comienza a escribirse, y a romper con la certeza, en Corea, de que el ejército de Estados Unidos durante el conflicto sólo estaba integrado por nacionales de ese país, más un regimiento de Puerto Rico. Muchas nacionalidades han integrado siempre el ejército estadounidense, pero el número de mexicanos y mexicoamericanos —quizás 7% del total, o más, al igual que de las bajas en combate— distingue a este grupo del resto. Un estudio minucioso del listado de combatientes y de las bajas, llevado a cabo por la asociación Latino Advocates for Education, arrojó un número superior a 100 mil soldados de origen mexicano. El de los nacidos en México difícilmente se conocerá porque en este país no existió ningún registro, y nadie ha revisado aún las hojas de alistamiento de los reclutas, que contienen el lugar de nacimiento, depositadas en los archivos del Departamento de Defensa de Estados Unidos. Sabemos, sin embargo, que muchas contenían información falsa en el caso de los voluntarios indocumentados. César Augusto Borja, por mencionar uno solo, usurpó la identidad de un joven mexicoamericano que no quería enlistarse.

Más sorprendente fue descubrir la existencia de veteranos vivos de más de 90 años de edad en diversos puntos del país. Con el apoyo de la embajada coreana en México, en abril de 2021 constituyeron la primera Asociación de Veteranos Mexicanos de la Guerra de Corea. Su primer presidente, José Villarreal, falleció a la semana de su establecimiento. Ya no pudo participar en la organización de una exhibición sobre el tema en el Memorial Coreano de la Guerra, en Seúl, que se presentó de junio a septiembre de 2022 y que incluyó algunos de sus objetos personales. Tampoco pudo viajar a Corea, como tres de sus condiscípulos de armas, para su inauguración. Sin embargo, todavía alcanzó a escuchar las palabras del secretario de la Defensa Nacional, el general Luis Cresencio Sandoval González, testigo de honor en el acto de constitución de la asociación, quien expresó públicamente: “Lo que ustedes hicieron fue encomiable y tengan la seguridad de que también el pueblo de México se los reconoce. Como soldados y compatriotas, los felicito y los admiro”.

Los veteranos mexicanos de Corea dejan de ser huérfanos de la historia. “Viví por años una sentencia; me obligué al silencio”, dijo Roberto Sierra en Seúl, antes de despedirse de Corea en julio de 2022. Después de una larga pausa, confió con voz clara, al autor de estas líneas: “Me siento liberado”.◊

 


 

Bibliografía

 

Aguirre, Frederick P. et al., “Freedom is not Free”. Mexican Americans in the Korean War, Santa Ana, Ca., Latino Advocates for Education, edición privada, 2007.

Borja Ochoa, César Augusto, Memorias de Corea, México, unam, 2008.

Plasencia de la Parra, Enrique, “Las infanterías invisibles mexicanos en la Segunda Guerra Mundial”, en Historia Mexicana LII (4), 2003.

Revueltas, José, Los motivos de Caín, México, Fondo de Cultura Popular, 1957 (diversas ediciones posteriores).

Villareal Villarreal, José, Soñé con ser héroe; un chicano en la Guerra de Corea (1950-1953), México, edición privada, 2022.

 


 

* Es miembro de carrera del Servicio Exterior Mexicano. Fue embajador de México en Corea entre 2017 y 2022. Entre 2010 y 2017 ocupó diversos cargos relacionados con la cooperación internacional de México. Es autor de numerosos artículos sobre política exterior y del libro Cien años de cooperación internacional de México (1900-2000): solidaridad, intereses y geopolítica (Secretaría de Relaciones Exteriores e Instituto Matías Romero, 2016). Es licenciado en Relaciones Internacionales por El Colegio de México y cuenta con una maestría por la Escuela Nacional de Administración de Francia (ena).