Historia en diálogo

La historia oficial hace tiempo que dejó de servirnos como psicoterapia. Tampoco pretende, bien entendida, regañar a los muertos. Memoria, sí, olvido, también, fatalmente. Es la savia a la que recurrimos para entender el presente.

 

– ERIKA PANI –

 


 

Familia (detalle) / Louisiane Saint-Fleurant

El que no conoce la historia está condenado a repetirla” es la frase que se repite a menudo para subrayar la utilidad social de la historia. Resulta irónica, pues si algo saben los historiadores es que, a pesar de continuidades a veces sorprendentes, la historia no se repite nunca. La idea de que, como sociedad, estamos encerrados en un círculo inescapable de desigualdad, arbitrariedad, valemadrismo, subdesarrollo y explotación tiene el mismo origen y propósito que las afirmaciones sobre el origen “cultural” —que suponen tanto el inmutable como el genético— del carácter esquivo, violento o corrupto de los mexicanos. Otro socorrido argumento para defender una disciplina que a tantos niños y jóvenes mexicanos parece más aburrida que chupar un clavo es el insistir en su importancia cívica como herramienta para forjar patria: el cacareado nuevo “modelo educativo” afirma que uno de los objetivos de la materia de historia es “desarrollar” en niños y jóvenes una “identidad nacional”, a la par de una —¿algún problema habrá de muchachos que se creen marcianos?— global”.1 Y esto a pesar de que los historiadores disque serios —los académicos— han hecho del rechazo a la historia nacionalista, “oficial”, el membrete de su profesionalismo. Otros, menos serios —y, aparentemente, mucho más divertidos— han hecho un gran negocio de desbancar los “mitos” y las “grandes mentiras” de la historia que nos enseñaron en la escuela para devolver a los mexicanos la que les fue “robada”.2 A nadie parece quedarle muy claro, entonces, para qué —y si es que— sirve la historia.

¿Qué tienen entonces que ofrecer los historiadores a la sociedad cuyo pasado estudian? ¿Qué lugar debería ocupar la historia en una publicación que, más que un puente, pretende ser un espacio de encuentro e intercambio, entre la academia —hiperespecializada, que a veces parece haber inventado los problemas que investiga y el lenguaje esotérico con el que describe sus hallazgos— y un público más amplio? Los historiadores estuvieron presentes en la encarnación original de Diálogos. Enrique Florescano y Luis González y González, cuya obra renovaba profundamente la conversación historiográfica del momento, invitaron a colegas y lectores a participar en la aventura. El primero invitaba a explorar una historia “abierta y experimental”, como buena ciencia, y que echaba mano de otras disciplinas como la economía, la antropología, la sociología y hasta la meteorología. El segundo, más prolijo, planteó como problema la tensión que existía entre “la historia académica y el rezongo del público”. Insistió en la “virtud capital de la provincia” y en la importancia de las vivencias pueblerinas, humanas, casi íntimas de la microhistoria como historia matria.3

Por su parte, Jan Bazant escribió sobre Nápoles y San Ángel, sobre libros y sobre orquídeas; Romana Falcón desmenuzó el caciquismo y Andrés Lira hizo la crónica de los esfuerzos centenarios de la autoridad por deshacerse de los perros callejeros de una Ciudad de México, que, a finales de los setenta, se distinguía por ser, en el mundo, la urbe que tenía más perros sin dueño.4 Elías Trabulse reveló, en varios artículos, las luces de la ciencia novohispana, incluido algún tratado en el que, alegaba, “el geómetra [abdicaba] ante el poeta”.5 Edmundo O’Gorman postuló a la escritura de la historia como empresa filosófica, humana y humanista, como labor fundamentalmente personal y subjetiva, enemiga de “ese monstruo de muchas cabezas tan afecto a las computadoras que se conoce con el nombre de las ‘Ciencias Sociales’” —que practicaban asiduamente varios de sus colegas en El Colegio—, como espacio para defender la “verdad” por encima de “las exigencias de la necesidad”, para romper, heroicamente, “una lanza por la causa de la libertad”.6

Los historiadores de la revista Diálogos dejaron un legado valioso en cuanto a temas, incitaciones y buenas plumas, que poco tiene que ver con la naturaleza didáctica o patriótica que a menudo se asocia con el “pasado útil”. En Otros Diálogos nos toca enriquecerlo desde lo que el Centro de Estudios Históricos (CEH) ha sido y es. Si esta sección debe ser una “ventana” abierta a los Centros de El Colegio, ¿qué deja ver a quien se asoma al ceh? Desde su fundación, el 14 de abril de 1940 —aniversario del establecimiento de la Segunda República española—, el Centro se erigió como un lugar para el cultivo de la historia que no era como los otros. Como el inah (1939) y los institutos de Investigaciones Estéticas (fundado en 1935 como Laboratorio de Arte) e Históricas (1945) de la unam, desempeñó un papel clave en el proceso de profesionalización de la historia, de su consolidación como disciplina académica, aunque siempre jaloneada por su carácter político y polémico. Pero fue quizá el ceh quien mejor pudo acotar y aterrizar esta aspiración, al articularla en torno a las que siguen siendo características fundamentales de El Colegio: profesores de tiempo completo, alumnos de tiempo completo y una gran biblioteca. A partir de 1951, el Centro contaría con una revista especializada para difundir y discutir los avances de la disciplina.

Desde sus inicios, el ceh se distinguió por replantear las razones que apuntalaban la periodización tradicional de la historia. El periodo colonial, durante largo tiempo deformado por la polémica entre hispanistas e indigenistas, se convirtió en un tema privilegiado de indagación. Por su parte, desde principios de la década de 1950, Daniel Cosío Villegas estableció una auténtica “fábrica” de historia, en la que participaban historiadores de distintas generaciones e inclinaciones, para revisar la historia del México “moderno” (1867-1910), que hasta entonces se dividía en una brillante, democrática y efímera República restaurada y su opuesto, el Porfiriato, periodo en el que se había traicionado arteramente el liberalismo que le había dado origen y que constituía el oscuro antecedente de la Revolución mexicana.

Teórica y metodológicamente, dentro de un mundo historiográfico que transformaban la Escuela de los Anales y el marxismo ecléctico de historiadores como E. P. Thomson y Eugene Genovese, la Historia moderna (1955-1974, diez volúmenes) no rompía moldes. Sí lo hacía, en cambio, por su amplitud de miras, por la forma en la que había sido elaborada, como proyecto de colaboración horizontal y escritura colectiva, y, de manera quizá más trascendente, porque contaba la historia de un periodo crucial para el país con el propósito de que el lector entendiera las transformaciones que se habían producido, para explicar lo que había sucedido, y no justificar lo que había venido después. Éste era el papel que debía desempeñar el historiador profesional.

Esta motivación fue también, y sigue siendo, la que subyace la publicación de textos para un público no especialista, como la Historia general —publicada en 1976, y en una nueva versión en 2010— y el éxito editorial de El Colegio, la Historia mínima de México, publicada originalmente en 1973 y, en una versión renovada, en 2004. Esta última forma parte hoy de una colección que, desde 2010, ofrece textos sintéticos que permiten al lector recorrer ágilmente la historia de varios países, y la de procesos históricos tan diversos como el Cosmos y el neoliberalismo, la música en Occidente y la educación en México. Pero más allá de estas obras que, como libros de texto casi oficiales de preparatorias y universidades, han contribuido a forjar la conciencia histórica de sectores relativamente amplios de la sociedad mexicana, las investigaciones que se desarrollaron en el ceh se han distinguido —discretamente— de las que se publicaban en otros lugares, en los que la historia también se practicaba como disciplina de aspiraciones científicas.

En las décadas de 1940 y 1950, mientras tantos intelectuales mexicanos consideraban que el ombligo mexica era particularmente fascinante, en el Centro se exploraban espacios distintos al nacional. Esta apertura se ha reflejado en su composición —y seguramente la explica también, por lo menos en parte—. El ceh se ha beneficiado, sucesivamente, de las aportaciones de los trasterrados españoles y sudamericanos, y de la diversidad de orígenes, formación e intereses tanto de profesores como de estudiantes. Así, los espacios por escarbar, tan importantes como el tiempo para el historiador, no han estado definidos por fronteras estatales, que resultan a menudo anacrónicas o artificiales, sino por los objetos de estudio: el ejercicio jurisdiccional, las redes políticas o culturales, los mercados y los circuitos comerciales, la traza urbana y las aspiraciones de sus arquitectos, las comunicaciones —de mar y tierra, caminos, carreteras o vías férreas—, la hidrología o la extensión de los cultivos.

Los especialistas del periodo virreinal han partido de que Nueva España no es simplemente el antiguo nombre de México, y han recuperado la dimensión transoceánica de la historia comercial y fiscal, política, social, religiosa e intelectual de la monarquía, así como el dinamismo de una abigarrada sociedad que desborda las categorías que se le han querido imponer. Se pusieron, en general, a un lado los rígidos guiones de la historia de bronce, renovando la historia política, incursionando en la económica, social y cultural. Los profesores del ceh sacaron a la luz temas en su momento poco explorados —notablemente la historia de la educación, pero también la del desarrollo industrial y financiero, la de las mentalidades, la de la vida cotidiana y de los sentimientos, entre otros—. La migración y el exilio, de experiencia, se convirtieron en objetos de estudio. Los historiadores de El Colegio han ponderado el peso de actores que habían sido encasillados o ignorados —el ejército, los indígenas, los trabajadores, la Iglesia, los abogados, los jefes políticos—. Han escrito una historia atenta a la forma en que la diplomacia, así como los hombres y los dineros que venían de fuera, contribuyeron a estructurar el espacio de maniobra del Estado en América Latina. Las ideologías no representaron, para quienes se han interesado en ellas, exóticos productos de importación, sino creencias, discursos y prácticas que instituyeron, pero no determinaron, la construcción incompleta del dominio político sobre complejísimos tejidos sociales e intereses encontrados.

La historia, tal y como se trabaja en el CEH, es amplia y diversa. Fincada sobre una tradición sólida y fértil, parte de preguntas que la problemática del presente inspira a quienes estudian el pasado, en un marco de rigor académico y apertura disciplinar. La que se escriba en Otros Diálogos no será, por lo tanto, una crónica patriótica de villanos y héroes, ni una denuncia simplista de la “historia oficial”. A nadie le servirá de psicoterapia. Tampoco regañará a vivos y muertos, ni predecirá el futuro. Confiamos, en cambio, que sea siempre interesante, siempre provocadora, y que expondrá una historia que ni nos reconforte ni nos escandalice, sino que nos ponga a pensar. ◊

 


1 Secretaría de Educación Pública, Propuesta curricular para la educación obligatoria 2016, sep, 2016, p. 138.

2 Francisco Martín Moreno, México engañado, México, Planeta, 2015; Juan Miguel Zunzunegui, Los mitos que nos dieron traumas. México en el diván: cinco sesiones para superar el pasado, México, Grijalbo- Mondadori, 2012; “Paco Ignacio Taibo II devuelve ‘la historia robada a México’”, La Jornada, 30 de mayo de 2017.

3 Enrique Florescano, “Hacia una historia abierta y experimental”, Revista Diálogos. Antología, José María Espinasa (selec. y present.), México, El Colegio de México, 2008, pp. 119-124; Luis González y González, “La historia académica y el rezongo del público”, Diálogos, 15 (85), 1979, pp. 25-32; “La virtud capital de la provincia”, Diálogos, 19 (113), 1983, pp. 61-68; “Introducción a un libro de microhistoria”, Diálogos, 4 (22), 1968, pp. 24-30.

4 Andrés Lira, “Por una ciudad sin perros”, Diálogos, 13 (77), 1977, pp. 4-7.

5 Elías Trabulse, “La geometría de lo infinito”, Diálogos, 16 (94), 1980, pp. 12-14, p. 14.

6 Edmundo O’Gorman, “La historia: apocalipsis y evangelio (meditaciones sobre la tarea y responsabilidad del historiador)”, Diálogos, 12 (70), 1976, pp. 5-10, p. 5, p. 10; “El Estado y la verdad histórica”, Diálogos, 16 (91), 1980, pp. 21-25, pp. 24-25.