Hecho en Saturno

 

CAMILA KRAUSS*

 


 

Hecho en Saturno
Rita Indiana,
México, Océano (Hotel de Letras),
2019, 196 pp.

 

Infundada en un impecable traje sastre hecho a la medida como el que viste su protagonista a modo de vindicta, Rita Indiana entrega una irreprochable novela clásica de principio-desarrollo-desenlace.

Pequeñas secciones como capítulos, sin comerciales, sin nada extra y nada que distraiga, de una trama adaptable para TV, de plataforma online, con una selección musical que se volvería la playlist transgeneracional de más de un espectador; repito, si se tratara de tele, pero no.

Una lectora nacida en los ochenta, o una que transitara la adultez temprana en los noventa, encontrará que cada pequeño capítulo de Hecho en Saturno dura y se queda como una buena track: en momentos se le antojará repetir-releer (incluso antes de llegar al final del álbum-novela). Este bit no es un artificio superficial de la escritora dominicana, que también tiene una banda de rock. La corta extensión de las oraciones, de cada sección y del relato en su totalidad, tiene un propósito: trasmitirnos el dilema latinoamericano —caribeño, para ser precisas—, la marea de la evolución-involución de los ideales revolucionarios, o lo que Jeanyves Guérin apunta sobre cómo, para la última década del siglo xx, los intelectuales y la política “pasaron del coctel molotov al coctel de las seis”; asuntos que en el cuarto título publicado por la dominicana se narran en el contexto de una familia, cuando envían a Cuba a Argenis Luna para desintoxicarse por su adicción a la heroína, ahora que su padre ha llegado a la presidencia con el partido de oposición.

Las referencias de la autora pasan por los boleros, Lou Reed, Blind Faith y el reguetoneo; alusiones a Isaac Asimov y San Miguel Arcángel; Le Corbusier y la Singer, la Escuela de Pintura de Nueva York y el Pequeño Haití avecindado en Santo Domingo; Coppelia, donde al lamer un helado, después de lamer a una amante, revive Dragon Ball como si se tratara de las escenas de algún rito de paso en la psique adolescente. En esto, que tiene algo de entretenido, y hasta de divertido, se asoma latente “el lodazal playero”. Con todo y sol y blanca espuma, Goya observa.

Éste no es el spot por donde los junkies de Edimburgo veían pasar los trenes. La novela, que en letra y film inyectó culto a una década —y que de este lado del Atlántico leímos en traducción castiza: Trainspotting—, esta heredera del rock nos la pincha hoy en castellano panamericano y es más que un cover u homenaje.

No se vaya con la finta, anónimo señor lector, que, en ánimos del trending topic, la gentrificación de la literatura y la cultura pocha pop, el lenguaje y los metausos de la jerga, este trabajo no es una tropicalización de Irvine Welsh.

Rita Indiana, desde su latitud, sus personajes y el voltaje de su ritmo, responde con esta publicación a “la economía global desregulada”, a la necesidad de “Utopía relativa”, de “sed de alivio”, que buscan y consienten sus personajes.

¿Cómo atestiguamos los daños irreparables que dejó Joaquín Balaguer en República Dominicana? En parte, a través de este todavía joven pintor, Argenis Luna, heroinómano en rehabilitación, hijo de un guerrillero. “Se sabía un analfabeto en la extraña atmósfera comunista, daba lentísimos pasos sobre la superficie ideológica, interesado más que nada en los efectos de la misma en la gente, las pequeñas manías, las implosiones oblicuas en los ojos por la desesperación silente”.

Un fraseo menudito y la adjetivación acinturada; una economía para narrar que recuerda La luna y las fogatas, de Cesare Pavese. Donde el mar turquesa espejea, aunque cadencioso, sofoca con los espejismos de su bochorno; a pesar de la arena iridiscente, lo que asoma es un cuchillo [que] traza una raja de la garganta al ano de una vaca […] como se percibe en los sueños los rasgos entremezclados de dos personas al mismo tiempo. Dentro de la raja no hay tripas, ni carne, ni huesos. Lo que asoma es un azul tornasol de una piscina, como si un David Hockney viviese dentro de una vaca Francis Bacon”.  

Si alguien se topa uno de los libros de arte anteriores al offset, esos en los que las fotos de los cuadros aparecían en blanco y negro, pero minuciosamente descritos en su gama cromática y texturas por sesudos críticos, entenderá la experiencia que implica “leer” la pintura sin ver sus colores. Eso pasa con dos descripciones viscerales en el libro de Indiana: 1) Argenis, con sus galeristas aspiracionales de talla internacional, ante aquella transformación en bucanero que le hubiera enchinado la piel al mismo Ahab y que plasma “lo que empezó como juego creativo y acabó en crisis sicótica”; 2) Argenis y su decrépito maestro Céspedes ante su oculta proeza plástica: el tirano que devora a sus hijos.

Cada capítulo presenta una interrelación de Argenis con algún otro de los personajes —entre esa ida a Cuba, la casi fallida rehabilitación, el regreso a Santo Domingo y un revés del destino, pese a él, y gracias a una de sus pinturas—, que en el aire acondicionado lo han estado pasando mucho mejor que él lo últimos años a la deriva, años de “odio disfrazado de desenfreno, de desesperanza vestida con uniforme Burger King” en “aceras que lucían una tristeza endémica”.

Pero, entre un despacho y otro, ahora que el padre de Argenis se ha hecho presidente, mientras bascula el mobiliario y hace “auditorías mentales” de los escritorios suecos que estrena el gabinete, el personaje lleva a la lectora hacia una reconciliación verosímil y hacia donde “el amor llegó impoluto como aquella bomba casera”… y, junto con los personajes, asistimos a un pasado del que no hay que deshacerse, sino enfrentarlo para darles después a los pies una orden enfática: “anden”.◊

 


* CAMILA KRAUSS.

Es poeta.