Guillermo Velázquez y Los Leones de la Sierra de Xichú: Lo que se siembre cosecharemos

 

GUILLERMO BRISEÑO*

 


 

El huapango arribeño es un rito de síntesis cultural y, a la vez, tarea, encargo que desde la Sierra Gorda recibe México para pulir sus aspiraciones como nación multicultural que necesita ser justa, intuitiva e inteligente. Los oficiantes del rito, la tradición que desde mediados del siglo xix se ha ido templando, han sido muchos: los trovadores, los jaraneros o vihuelistas, los vareros (o sea, los violinistas), el segundo como espejo telepático del primero, pero armonizando; la gente, el zapateado, el persistente cultivo y la casi sobrenatural atención a la poesía, la poesía decimal.

Esa tradición se cultiva en una región que abarca partes de San Luis Potosí, Querétaro y Guanajuato. Es prima, vecina de la tradición huasteca, pero nada más; cada una lo suyo, con algunos rasgos comunes: la guitarra quinta o huapanguera, la sextilla octosilábica en la lírica de los sones y el zapateado. El son huasteco es floritura e intensidad, falsete, resonancia estrófica entre dos cantantes y un notable virtuosismo en muchos de los violinistas, guitarreros y jaraneros que le han dado renombre; pero el arribeño, cuyo distintivo es la palabra trovada del poeta guitarrero, es reflexivo, solemne, a veces taciturno, melancólico, y a veces desafiante. No pretendo comparar ni mucho menos deslizar una calificación que atreva noción de superioridad de uno o de otro. El huasteco merece la emoción y regocijo que produce cuando suena; pero hoy, estas líneas se dirigen hacia el rumbo que el huapango arribeño ha tomado, a partir de sus orígenes.

Soy testigo privilegiado de la decisión de Guillermo Velázquez de enfrentar el enorme desafío de subirse a un tarango (un templete de maderos y cuerdas adornado de plantas y flores), vérselas con los hombres que tanto ha admirado y, sobre todo, cruzar el umbral del interminable túnel de la tradición, que lo puso no sólo a pensar en el futuro sino a vivirlo, protagonizarlo, con la responsabilidad inherente a su conciencia de origen, clase social, derecho y obligación de decir, denunciar o celebrar. Arrimar las fronteras que los embates del capitalismo y sus expresiones comerciales enajenadoras y alcoholizantes imponen en el campo, la falta de remuneración justa, la falta de salud y justicia; la migración, en unas ocasiones asalariada y en otras trágica. Y, a pesar de todo ello, la sierra —que abarca y protege en su laberinto esa tradición— no ha dejado que se hagan humo las aportaciones de un número grande de hombres con nombre y apellido (por cierto, en muchas ocasiones muy pobres) que heredan un tesoro cultural que ofrece su mayor fulgor en la topada: dos poetas frente a frente, cada uno con una vihuela y dos vareros, que también compiten entre sí.

Tocando, recurren a estructuras: melodías y ritmos que son comunes a todos y, a la vez, se aprecian las peculiaridades de los músicos, que muy probablemente desplieguen sus aprendizajes venidos de tal o cual región y de tales o cuales maestros o referentes. Hay frases, adornos, usos novedosos del tiempo y los acentos, arcadas hondas y otras ligeras, como de pájaro, mánicos (rasgueos y azotes que se dan al encordado de la guitarra o la vihuela con movimientos de antebrazo, muñeca y mano), repiqueteos, bordoneos y glissandos (deslizamientos en busca del tono que hacen que la armonía se relaje y se tense)… Todo eso se transmite de boca en boca, de oído en oído, y va por bodas, primeras comuniones, festividades cívicas, o se transforma en alabanza cuando la muerte hace nacer un angelito.

Guillermo trabajaba, cuando lo conocí, con una organización de productores campesinos que reunían un grupo brillante de inteligencias y voluntades que pensaba constantemente cómo interpretar a México para poder llevar a cabo su transformación y convertirlo en un lugar más civilizado, más justo. Una cabeza muy visible en ese grupo, maestro, ideólogo, practicante de lo pensado, poeta y cantor, de nombre Carlos de la Mora, me presentó al Guillo, ya muy mencionado en conversaciones. El mismo Carlos y Celina Montes lo acompañaban en esos pasos para cruzar el umbral de la tradición musical de su pueblo, Xichú, Guanajuato (El Real, como lo conocen los trovadores y gente de la región). Y nos hablaron de Chabe, Isabel Flores, la compañera de Guillermo. Les reconocían a ambos muchas cualidades como artistas, como personas y, además, como compañeros en la lucha por la justicia para los pueblos campesinos, y para todos.

Alguna vez de aquellos días, el Guillo vino a conversar sobre cómo grabar un disco y opiniones que le interesaban acerca del proceso de los artistas en este país. Debe haber sido entre 1979 y 1980 cuando nos conocimos. Por entonces éramos pareja Hebe Rosell y yo. Fue ella quien, habiéndolos conocido en Guadalajara cuando era parte del grupo Sanampay, los invitó a la casa en esta ciudad. Los luchadores sociales establecían contacto más fácilmente con un grupo de música latinoamericana —sobre todo exiliado de Argentina (por apoyar al movimiento Montoneros)— que con un músico de rock. Vinieron y, desde entonces, guardamos amistad y disposición a respaldar con lo que pudiéramos el proyecto del otro, de los otros, los viejos y los nuevos. Ése es el tema.

En 1984 fuimos invitados a compartir el entramado didáctico y práctico que escribimos y pusimos en práctica en el taller de Rock del Museo del Chopo, después de ganar el primer concurso organizado por la unam. Esos conocimientos dieron frutos pronto, sobre todo porque los principios y visión de los iniciadores contagiaron a otros. La capacidad de vinculación con la comunidad ejercida por Chabela, Guillermo y Chalo (Eliazar Velázquez, el hermano menor, recopilador y narrador profundo y emotivo sobre los asuntos de la vida en la Sierra Gorda) produjo nuevas relaciones. Chalo, al no ser poeta guitarrero, no compite; es como un hijo, o un nieto, o un hermano menor de todos. Y los entrevista, respetuoso y pícaro, y les saca las expresiones más simpáticas y conmovedoras, que uno encuentra en sus libros. Justo en estos días leo el más reciente de ellos. Cerros abuelos, se llama. Es buenísimo.

Así pensaron en rendir homenaje a los hombres que los antecedieron en este destino —destino entendido como vocación, como lo dicen ellos—; rendir homenaje a los muertos y visitarlos año tras año en el cementerio, y cantarles y decirles poesía. Invitaciones a otros artistas, vinculados directa o indirectamente con la tradición; invitaciones a expresiones pagano-religiosas que son parte de la voz de la región: concheros, danzas propias de fiestas en las comunidades, herencias chichimecas y nahuas, y seguramente ñahñús. La fiesta se engalana con expresiones gráficas, plásticas, literarias, musicales y dancísticas. La topada empieza con la noche naciente y termina al amanecer, si bien nos va, y avanzada la mañana, si nos va mejor. Guillermo Velázquez y Los Leones de la Sierra de Xichú han desarrollado modalidades de presentación del huapango en que nacieron: no forzosamente han tenido un adversario enfrente; han viajado por el país y por el mundo, y han tenido que crear modos de actuar según la plaza, el auditorio, el teatro, potrero o tarango que se presente. Animé a Guillermo hace muchos años a audicionar en la Secretaría de Educación Pública (sep), para ver si podía trabajar en un importante programa de difusión cultural de feliz memoria, y lo recuerdo improvisando décimas que, si bien incomodaron a determinados funcionarios, abrieron la puerta a Los Leones para ensayar su papel como “solistas” en pueblos y planteles de educación media superior de todo el país. Cantaba Chabe y bailaba entonces con don Benito Lara, poseedor de los secretos de la forma auténtica de bailar esos sones. Don Benito murió hace unos años. Hoy, Isabel Flores baila con su hijo Vincent, de quien hablaré más adelante. He visto también a Guillermo ofrecer una conferencia sobre cultura con unas hermosas décimas subversivas de lo obvio y rígido.

El día que se ganaron el trabajo en la sep ante Manuel de la Cera, funcionario del que guardaremos afectuosa memoria, sonó el timbre de casa por la noche. Eran Los Leones, enterados del cumpleaños número ocho de nuestro hijo Juan. Compraron pollos y se vinieron a invitar la cena y a cantarle al chico. Son combativos, críticos intensos y son tiernos, fraternales.

Con ellos fuimos a la Selva Lacandona, al territorio rebelde; primero cuando la Convención Nacional Democrática del 6 al 9 de agosto de 1994 en Guadalupe Tepeyac, y después a La Realidad, a San Andrés Larráinzar (o sea, Sakam’chen de los Pobres) y a Oventic. En Larráinzar, Chabe caminaba por el pueblo con una cola de 30 niños felices de oír los versos y ver las figuras de cartón que representaban a los políticos, a los blancos de su crítica. A la ida, Los Leones tocaron para la comandancia zapatista en un salón reducido, donde deliberaban. Al regreso tocamos en el salón donde se llevaban a cabo las discusiones con el gobierno sobre unos acuerdos que nunca se cumplieron y que hoy las comunidades tratan de satisfacer con sus propios medios. En aquella ocasión, el comandante David bailó con Chabe y dirigió un discurso de agradecimiento muy conmovedor. En aquel entonces, la alineación de Los Leones era: Chebo Méndez a la primera vara, Guillermo Guevara a la segunda, Javier Rodríguez en la vihuela, Isabel Flores y Benito Lara al baile y Velázquez a la guitarra y los versos. Han pasado veinticinco años y este año nuevo de 2019 lo fuimos a recibir mi esposa Aurora y yo a la Plaza Central de Xichú, en una fiesta que presenciamos primero en el cementerio, desde los versos de Vincent Velázquez, que quebraron la garganta del poeta y los testigos; y luego en la plaza: conversaciones, memorias, el tributo a los mayores, en esta ocasión dedicado a don Lencho (Lorenzo) Camacho, violinista, don Pilar Luna, varero también, y don Pedro Sauceda, poeta guitarrero de historia rica, como la de todos ellos. A decir de Eliazar Velázquez, son los últimos representantes vivos de una generación que enriqueció y sostuvo con aplomo y talento la tradición.

Al caer la tarde se presentó un trovador, nuevo para mí, de nombre Toño Jiménez. Buen improvisador y repentista sólido de una nueva generación de versadores. Al son huasteco lo hicieron resplandecer don Joel Monroy, un auténtico virtuoso del violín, y Fernando y Berna, hijos de Marcos Hernández, el guitarrero de los legendarios Camperos de Valles. Después vino la topada, el torneo de poetas trovadores, que recibió el 2019 en pleno desarrollo de los respectivos planteamientos: el joven poeta Héctor Quintana contra el ahora veterano Guillermo Velázquez, este último con un joven a la vihuela y dos veteranos al violín; Quintana con tres jóvenes, uno a la vihuela y dos vareros impresionantes, por frescos y sorprendentes, poderosos y respetuosos de espacios y matices, y con ello desafiantes de nuestro oído y del de sus contrincantes. El segundo vara se llama Alex Montaño y ése fue su estreno en un tarango. Es hijo de un músico del mismo nombre, radicado en la Ciudad de México, que tocó por largos años el bajo eléctrico en muchos conciertos y grabaciones de Los Leones. Ellos tienen un grupo llamado Gorrión Serrano. Alexito tiene 18 años.

Cuando Guillermo pulsa la huapanguera, digo de buen humor que suena huapango heavy-metal. Marca pulsos, cuartos de alta intensidad sazonados con apoyos ternarios, síncopas que hacen mover los pies y el alma. Los acompañantes parecen recuperar los acentos de las versificaciones para mantener el ritmo al que el versador baja los versos del cielo, de la montaña o de donde puede. Hoy, con Vincent zapateando como lo hace, como si revolucionara el zapateo, como un percusionista preciso y sabio; y además versificando con el talento que muestra, con los trovadores nuevos, con los músicos nuevos; con la presencia de muchos jóvenes en la plaza y el intercambio de saberes y gustos, el huapango evoluciona y sostiene su esencia creativa, y el rito se prolonga y muestra que la presencia de Guillermo Velázquez y la tenacidad del Comité Organizador del Festival del Huapango Arribeño y la Cultura de la Sierra Gorda desde hace 36 años han construido una ventana para mirar el futuro y meterse en él. Para ello es que Velázquez le canta al presente y honra el pasado: para mejor saber a dónde vamos. Van como muestra estas décimas decasílabas suyas que, reiterando al final de cada estrofa la cuarteta inicial, dieron sentido al encuentro en la plaza, y que rematan en otras dos décimas octosílabas, como suele hacerse dentro de la tradición:

 

No le neguemos al corazón

el regocijo que merecemos

y en este tiempo de transición

lo que se siembre cosecharemos

 

Habrá “millenials” tan fascinados

con lo que llaman “mundo virtual”

que en una era tan digital

con “links” y “bloggers” por todos lados,

tal vez no se hallen muy enterados

de que si hay cambios en la nación

no son efecto de ningún dron

del play station o del nintendo

sino de fuerza social diciendo

No le neguemos al corazón…

 

Yo como muchos en el país,

como millones de compatriotas,

crecí sintiendo las alas rotas

y el desconsuelo de un cielo gris.

Pero la savia que en la raíz

mantiene al árbol en floración

la historia nuestra con su azadón,

siembra hoy de luces la lontananza.

¡Démosle likes a la esperanza!

No le neguemos al corazón…

 

La épica gesta que acaudillaron

Villa y Zapata valientemente

sin duda alguna fue la simiente

de hondos anhelos que perduraron.

Y aunque las élites traicionaron

aquella heroica revolución,

en el subsuelo la combustión

del llano en llamas de los de abajo

no la han podido cortar de tajo.

No le neguemos al corazón…

 

Me queda claro que la utopía

de que quisimos hacernos cargo

cuando tuvimos el pelo largo,

vigor intrépido y lozanía,

no es este atisbo de epifanía,

pero merece nuestra atención

porque, sean astros en conjunción

o aciago dogma que se transgrede,

no es deleznable lo que sucede.

No le neguemos al corazón…

 

Está muy claro que el Peje no es

Mahatma Gandhi o el Che Guevara,

pero el solo hecho de dar la cara

y haber logrado darle un revés

a la arrogancia, la insensatez,

y a cuanto engendra la corrupción,

merece vivas, merece un son

y ondear banderas a toda asta

aunque sepamos que eso no basta.

No le neguemos al corazón…

 

A la derecha depredadora

le trae ventajas hackear criterios

y que se enconen los vituperios

que dificulten a toda hora

diálogo, afectos, fuerza creadora,

para que en agria confrontación

se profundice la división,

llevando todos las de perder.

¡En esa trampa no hay que caer!

No le neguemos al corazón…

 

El e zeta ele ene

tiene razón, pero igual

hay un ímpetu social

pugnando porque se drene

la mugre que urge y conviene

erradicar de por vida.

Palabra que, compartida,

nos ayuda a renacer,

no es ni tiene por qué ser

palabra que nos divida.

 

Ni un repique de campana

es dar el brazo a torcer,

y la crítica al poder,

hoy y ayer, como mañana,

continúa y es cotidiana,

en tiempos malos y buenos.

No hay culpa en sentirnos plenos

por el júbilo vivaz

de un pequeño triunfo más

y una gran derrota menos.

 


* GUILLERMO BRISEÑO

Es músico y poeta. Director de la Escuela de Música Del rock a la Palabra.