Guadalupe Amor: “A la eternidad ya sentenciada”

Este año se cumple el centenario del nacimiento de la escritora Pita Amor (1918-2000). Como parte de las celebraciones, se acaba de publicar una nueva edición de su biografía: Pita Amor: la undécima musa (Aguilar, 2018), del investigador Michael K. Schuessler, de la cual presentamos un avance.

 

–MICHAEL K. SCHUESSLER*

 


 

Descubrí la poesía de Guadalupe Amor en el verano de 1985, cuando conocí a uno de sus más grandes admiradores e intérpretes, el declamador Ángel de la Cruz. Desde su casa del sector Reforma de Guadalajara, me recitaba poemas de los libros Yo soy mi casa, Círculo de angustia, Polvo y, su predilecto, Décimas a Dios. Por medio de aquel contacto con estos versos de terrible dolor, aguda inteligencia y vanidad gloriosa, Pita empezó a cobrar en mí una presencia desgarradora. Con creciente afán, leí todos sus libros y busqué en periódicos y revistas de la época de su apogeo más información sobre ella. En ocasiones, a últimas horas de la noche, Ángel me contaba sus recuerdos sobre esta bellísima mujer, enamorada de sí misma, atrevida en una época tradicionalmente patriarcal donde las mujeres aún tenían poco reconocimiento dentro del mundo artístico mexicano. Ángel recordaba noches bohemias de los años cuarenta en los cabarets San Souci, Waikikí, Leda, El Salón de los Candiles del Hotel del Prado, centros nocturnos frecuentados por destacados personajes literarios e intelectuales; Diego Rivera y Frida Kahlo, en momentos de aparente tranquilidad conyugal, asistían con sus amigos del mundo político y artístico internacional. Pita Amor llegaba, siempre con un séquito de hombres vestidos, según Ángel, al uso de los altos funcionarios del gobierno. Una noche en particular, Pita entró, como siempre, acompañada, vistiendo un magnífico abrigo de zorro plateado. Súbitamente, esta mujer sensual, de piel lechosa y cutis de porcelana, se subió en una de las mesas del cabaret y, declamando sus insondables versos con voz insustituible, hizo striptease revelando al asombro y admiración del público que no llevaba casi nada debajo del abrigo suntuoso.

También Ángel me platicó de sus recitales, a los que asistían los intelectuales y artistas de la época, en donde Pita solía aparecer con un ajustadísimo pero simple vestido de terciopelo negro, de interminable escote, adornada con una estola de armiño y cuajada de preciosas joyas. Con este vestuario, empezó a declamar el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz y poemas de Santa Teresa de Jesús, provocando escándalo y encanto entre el público. Elena Poniatowska cuenta que en más de una ocasión se opuso la Liga de la Decencia a estos recitales a veces televisados, pero sin mucho éxito, ya que Pita seguía declamando, aunque en sus últimos años vestida, quizás por la “fuerza arrasadora del tiempo”, de una manera un poco más modesta.

 

Pita y yo: mis aventuras con Guadalupe Amor

Yo voy por la Zona Rosa
y entro yo a una joyería
de ópalos y platería,
de aretes de mariposa…

Luego me siento en un bar.
No me permiten pagar.

En la casa de papeles
me regalan los pinceles.

Y los mimos de la tarde
me aplauden con gran alarde.

La búsqueda de Guadalupe Amor, que para mí se había convertido en una suerte de obsesiva peregrinación espiritual, terminó un día en el lobby del Hotel General Prim de la Ciudad de México. Días antes paseé por la Zona Rosa —donde dicen que Pita es reina honoraria sin sueldo— esperando descubrirla en uno de sus interminables recorridos por las calles de Hamburgo, Niza y Londres, por donde camina deteniéndose frente a escaparates, admirando edificios de siglos pasados, riñendo a bastonazos con “la basura de gente” y vendiendo sus poemas, dibujos y videos a quienes se los compren.

Después de consultar con boleros, taxistas y policías, me enviaron a una joyería de la calle Hamburgo. Dos empleadas, a quienes la poeta había visitado pocos días antes, me recibieron cordialmente: Pita había llegado a admirar varias sortijas que le gustaron y, de improviso, declamó sus versos, regalándoles autorretratos firmados y poemas manuscritos. Ellas afirmaron que Pita era una mujer genial, brillante y todavía bella, y me informaron que se hospedaba en el Hotel Milán desde hacía poco. Al llegar a dicho hotel, el gerente, de aspecto amargado, me informó que ya no vivía allí, que, por haber causado un sinnúmero de incomodidades a los demás huéspedes, la tuvieron que echar una semana antes. Quizás, dijo, podría localizarla en algún hotel vecino, acaso en el General Prim. El gerente de éste, el señor González, resultó ser el “gachupín inmundo” sobre quien Pita me dictaría una carta explosiva dirigida al presidente Carlos Salinas de Gortari, exigiendo su inmediata expulsión del “reino de México”.

Fui al Hotel General Prim con el pulso acelerado y las manos sudorosas, anticipándome a un posible encuentro —una reunión prevista repetidamente en mi ánimo meses antes—. Al preguntar por la poeta, la señorita de la recepción respondió que “sí, efectivamente, aquí vive la señora Amor: está en la habitación 130”. Percibiendo mi nerviosismo, me indicó un par de teléfonos color naranja por los que le podía llamar. Levanté el auricular, respiré hondo y marqué: 1-3-0. De inmediato contestó una voz gruesa, flemática:

“¿Bueno?”.

“Buenas tardes, ¿me podría comunicar con la señora Guadalupe Amor?”.

“Soy yo, ¿quién habla?”.

“Señora, me llamo Michael Schuessler y soy estudiante de Literatura Latinoamericana de la Universidad de California, en Los Ángeles, y me gustaría hablar con usted de su obra poética”.

“Qué bien hablas el castellano”, respondió, “vamos a tomar un drink”.

“Señora, sería un honor para mí; he leído toda su obra y he memorizado muchos de sus…”.

“Nos vemos aquí”, me interrumpió, “en el restaurante de abajo, a las 8:00, no, a    las 8:30; o mejor a las 9”.

“Señora”, respondí, “la esperaría hasta el fin del tiempo…”.

“No: sí llego a las 9”, contestó.

“Gracias, señora… y hasta luego”.

You’re welcome”, contestó la poeta con marcado acento, “good afternoon”.

Salí a la calle en un estado de euforia y fui directamente a mi hotel para preparar la “entrevista”. Pensé cuidadosamente las preguntas que le haría: sobre su aparente misticismo herético, su relación personal con figuras artísticas del pasado, su vida actual, el mito y la realidad de Pita Amor, la verdadera autoría de sus primeros versos y otras muchas más. No imaginé cómo sería mi primer encuentro con Pita, ni tampoco que mis preguntas tan cuidadosamente formuladas no podría hacerlas en esta “entrevista”, pues la realidad fue completamente inesperada.

 

Un encuentro inolvidable

Soy de museo de cera.
De cera y de parafina.
Tengo la mirada fina.
Es de vidrio y de madera.

Mi mirada es tan certera
que miro yo cada esquina
cuando la sombra se afina
de abril en la primavera…
Y por la noche regreso
al museo de cera y yeso.

A las 9:13 aquella lluviosa noche del 25 de julio de 1990, en el restaurante del antes lujoso Hotel General Prim, apareció una figura marchita, encorvada, sosteniendo en una mano repleta de anillos preciosos un bolso de lamé azul con diseños de mariposas y en la otra un rústico bastón de madera. Vestía de manera extravagante con joyas de toda clase y valor que sobrecargaban su delicada postura. Aún poseía los vestigios de un pasado glorioso: en la cabeza llevaba una flor de seda contrastando con su pelo corto teñido de color caoba. Lentamente se movía, con notable inseguridad de sus pasos, observando todo con sus ojos enormes, enmarcados por una sombra azul-gris aplicada sin moderación, y magnificados por unos anteojos mal asentados. Sus pasos menuditos la obligaban a detenerse para descansar, instantes que aprovechaba mirando a la gente, irguiendo el cuello un poco y fijando su mirada, tan penetrante como furtiva, en las actividades de cada mesa. Al pasar, la gente callaba mirándola atentamente, algunos con notable asombro: “¿Quién es?”. “¡Mira cómo está la señora!”. “Cuidado, es una vieja loca”. “¿Es Pita Amor?”, comentarios siempre articulados con discreción para no alcanzar los oídos todavía muy sensibles de esta mujer-visión, reminiscencia de otra época, aquella en la que el país aún añoraba París y la familia Amor poseía una de las más grandes haciendas azucareras del estado de Morelos.

 

La dueña del Universo

Yo soy bruja, apóstata y hereje,
bella, inquietante, blanca y alarmante.
Yo soy eternamente desquiciante
yo soy del mundo una antena, un eje.

Intuí inmediatamente que esta aparición casi surreal era ella, Pita Amor, ya no la mujer de una figura desbordante que atrajo el interés de tantos pintores en décadas pasadas: Diego Rivera, Roberto Montenegro, Juan Soriano, Raúl Anguiano. Era un personaje raro, hermético, totalmente absorto en su mundo distante, completamente suyo. Me levanté con cuidado, acercándome a su figura extraña, hipnótica. Con mi mano aún temblando, le ofrecí una rosa que compré horas antes. Fijó su mirada en la flor y súbitamente empezó a declamar un verso de Federico García Lorca con una voz que alarmaba —joya inmutable de su época de esplendor— cautivando, de inmediato, a todos los comensales: “¡La rosa, cuando abre en la mañana, rosa como sangre está!”. Después de entonar esta breve oda, se encaminó a una mesa que no era en la que yo estaba sentado. Se sentó, colgando su bastón en el respaldo de una silla y acomodando su bolso de lamé.

Cautelosamente, me senté a su lado y de inmediato ella exigió la atención de todas las meseras con sus interminables solicitudes. Para llamarlas gritaba, “¡servicio!”, mirando hacia la caja algunas veces. Mientras tanto quitó todos los “estorbos” de la mesa: la sal y la pimienta, el vaso de flores artificiales, las cubiertas y el cenicero. En un rincón de la mesa, fuera de su alcance, colocó estos objetos, esperando el servicio. Cuando por fin llegó, ordenó su bebida de costumbre, “medias de seda”, y un club sándwich. Esperando nuestros drinks, empezó a hablar de sí misma, de su poesía, de su inimitable grandeza y de los muchos e importantísimos logros de la semana. Sus frases gradualmente adquirieron un ritmo poético, pues entretejía versos de los “grandes poetas” dentro de su discurso, citando libremente a aquellos que, como ella, fueron bendecidos con el don de la poesía.

Según Pita, pronto recibiría unos libros que mandó publicar, que pensaba vender inmediatamente. “Un libro de liras”, decía, “vale mucho más que uno de décimas, ya que éstas constituyen un arte menor”. Extraña aseveración en una poeta cuya fama literaria se debe, básicamente, a su libro Décimas a Dios, publicado por vez primera en 1953. Sin embargo, estas contradicciones acerca de su persona y obra son comunes: existe en la mente de Pita un consciente rechazo a su pasado tan trágico como glorioso. Con mucho tacto, le pregunté si podría grabar nuestra conversación. Siempre imprevisible, consintió con una mirada de tremenda satisfacción. El primer poema, “La unión norteamericana”, lo dedicó a mi país:

¡A la gran babel de hierro!

A ese sepulcro por Washington levantado…

Si bien es cierto que Pita poseía una memoria prodigiosa, la mente más lúcida tendría dificultades manejando semejante caudal de versos que ha archivado en su cerebro. Por lo tanto, en algunas ocasiones, repitió un poema dos o tres veces hasta que lo expresó perfectamente. Para mi sorpresa, aquella noche nos sentamos al lado de una mesa de afrocubanos, quienes nos miraron con asombro después de haber “disfrutado” cuatro veces el último renglón del poema que afirma la triste verdad del sur de Estados Unidos: “¡Al Missouri donde van los negros encadenados!”. Pita, completamente abstraída del mundo que la rodeaba, se perdió más y más en su universo de sonetos, endechas, romances y liras.◊

 


* MICHAEL K. SCHUESSLER
Es investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana, Cuajimalpa.