Fuentes de la crisis de la democracia representativa actual

En un escenario marcado por la pérdida de legitimidad y de eficacia de las instituciones de la democracia representativa, Ilán Bizberg destaca, en la búsqueda de salida a esta crisis, la multiplicación de expresiones de democracia participativa en distintas latitudes del planeta, con la esperanza de que las mismas logren pronto globalizar, también ellas, sus acciones.

 

ILÁN BIZBERG*

 


 

El derrumbe del Muro de Berlín tuvo como consecuencia el derrumbe del comunismo, el referente ideológico principal que, junto con el capitalismo, definía la lucha política desde, por lo menos, mediados del siglo xix. A partir de ese momento, el mundo se unificó sobre la base de un único modelo socioeconómico. Sin oponente, un capitalismo globalizado derivó en un capitalismo salvaje, el neoliberalismo, y, más temprano que tarde, en la financiarización de la economía.

La unión del mundo en torno a un modelo económico único, junto con los nuevos medios de comunicación físicos y virtuales, derivaron en la globalización de la economía, que habría sido imposible en caso de persistir la división del mundo en dos regímenes económicos opuestos. Esto condujo a la financiarización de la economía mundial promovida por Estados Unidos, cuando este país, desde los años noventa, se embarcó en un keynesianismo financiero para contrarrestar una economía que promovía una creciente desigualdad, y en la cual la productividad y los salarios se encontraban estancados.

El neoliberalismo y la financiarización, por otra parte, acarrearon una aversión progresivamente menor al riesgo, la cual devino en crisis económicas recurrentes cada vez más profundas (1995, México; 1998, Asia del Sudeste; 2001, internet: Estados Unidos; 2007-2008, subprimes: Estados Unidos) y, consecuentemente, en la desestabilización de muchos países, además del incremento de la desigualdad tanto en los países pobres como en los ricos.

Esto ha coincidido con una aceleración del tiempo económico, social, histórico y geológico, que ha tenido efectos significativos en la política. Mientras que los cambios tecnológicos y económicos son extremadamente rápidos, e incluso la historia y los desafíos del deterioro del medio ambiente se precipitan, las estructuras políticas e institucionales están sujetas a otra temporalidad: son mucho más lentas, ya que dependen de la discusión, las negociaciones y los acuerdos en instituciones representativas, y luego de la instrumentación de cambios en las organizaciones. Por ello, la política representativa y sus instituciones están cada vez más desfasadas con respecto a los problemas que pretenden controlar, conciliar, regular, dirimir y resolver. La política ha perdido la capacidad de responder a los efectos que genera una economía financiarizada, esto es, una economía controlada por algoritmos que deciden el rumbo económico en nanosegundos y que pueden llevar a un país o al mundo a una crisis.1 También está desacoplada con respecto a la aceleración del tiempo social e histórico,2 así como del tiempo geológico, que por primera vez en la historia de la humanidad está presente de manera cotidiana a los ojos de los seres humanos que vivimos el fin del Antropoceno. Este desajuste tiene como consecuencia que los gobiernos de casi todos los países del mundo se encuentren ante una crisis de legitimidad.

Un elemento más de esta crisis, que ha analizado Streeck,3 emerge del endeudamiento externo de la mayoría de los países, y tiene como consecuencia que dependan más de sus acreedores y de las agencias internacionales de notación, lo que puede distanciar a los gobiernos de los compromisos adquiridos con sus propias poblaciones. Grecia fue un caso extremo de esta situación, pero también lo han sido los gobiernos de Argentina, el de Brasil de Lula da Silva y el gobierno de López Obrador en México. Todos han tenido que implementar, en algún momento, una política macroeconómica más o menos ortodoxa, pero no muy diferente de la que aplicaban los gobiernos liberales, por el temor a que las agencias de notación reduzcan la calificación de su deuda. De esta manera, los gobiernos, sean de derecha o de izquierda, tienen poco margen de acción y actúan de maneras similares, lo que contribuye al desgaste de su legitimidad.

Estos fenómenos socioeconómicos han estado acompañados de un extraordinario desarrollo de los medios de comunicación, tanto físicos como virtuales. El desarrollo de estos últimos ha facilitado la circulación de la información y la intervención directa, aunque virtual, en el ámbito político, al permitirles a las personas dar su opinión y circular noticias (verdaderas y falsas) y comentarios diversos. Esto podría ser un apoyo significativo para la democracia si fuese utilizado por grupos de individuos de cultura democrática en acciones colectivas, como dar información, planear acciones, generar discusiones sobre distintas cuestiones, exigir al gobierno la solución de problemas o nuevos derechos; en resumen, si fuese utilizado para reconstruir la intermediación entre los ciudadanos y la política.

Pero también ha facilitado la simplificación y la manipulación de la información. En primer lugar, ha permitido arrastrar la información política a su grado cero. Los políticos actuales pueden basar sus campañas ya no en proyectos, en programas de gobierno, sino en imágenes y frases cortas, simplificadas al máximo. Los nuevos medios de comunicación potenciaron de manera excepcional las características de los viejos medios que Adorno y Horkheimer habían desenmascarado: los mensajes cortos, simples, de pocas palabras y, cada vez más frecuentemente, de imágenes de shock que tienen un efecto muy importante sobre las conciencias.4 Los nuevos instrumentos han permitido difundir esos mensajes no sólo de manera más rápida y extensa, sino manipularla, como hemos visto en el caso de Cambridge Analytica y en Brasil, donde se utilizaron los medios de comunicación en red, en especial WhatsApp, para difundir mentiras, primero, sobre Lula y Dilma, y, luego, sobre el candidato que enfrentó a Bolsonaro, Fernando Haddad, quien había sido ministro de Educación del gobierno del pt.

Es en este contexto que podemos entender la rebelión de los jóvenes chilenos en contra de la desigualdad y de su gobierno, el triunfo de Bolsonaro con base en el rechazo a los partidos —todos ellos manchados de corrupción— que habían gobernado Brasil en las últimas décadas y, finalmente, los límites para la acción que tendrá el gobierno de Fernández ante la enorme deuda externa que contrató Macri en un tiempo récord, que recuerda la situación de Grecia y Portugal a mediados de la década de 2010.

No obstante, todo ello no significa que estamos ante la crisis de la democracia de la que hablan muchos autores, sino ante la crisis de la democracia representativa. Este tipo de democracia no sólo es ineficaz en la situación del mundo contemporáneo que he descrito, sino que también es incapaz de abordar los grandes problemas, como el cambio climático, la fuga de capitales, la evasión fiscal y la circulación de las drogas, básicamente porque estos fenómenos escapan del ámbito nacional y requieren el acuerdo de los países a escala internacional.

Frente a esta situación de la democracia representativa, se ha producido un verdadero auge de la democracia participativa en los movimientos sociales en muchos lugares del mundo: la primavera árabe de 2011, los indignados de la Plaza del Sol en Madrid, Occupy Wall Street en Nueva York, el parque Gesi en Estambul, el movimiento #YoSoy132 en México, así como los movimientos actuales: gilets jaunes en Francia, los jóvenes chilenos, colombianos y los de Hong Kong, y las feministas en contra del acoso, la violación y el feminicidio, en prácticamente todos los países. Estos movimientos abordan directamente muchos de los problemas que la democracia representativa es incapaz de afrontar, sólo que en ámbitos locales. El gran problema de todos estos movimientos de democracia participativa es que no han logrado aún inventar una forma de extenderse a escala nacional o global, excepto, quizá, en el caso de las feministas. Éste fue precisamente el dilema que Rousseau enfrentó en toda su obra, pero en especial en las dos versiones del Contrato social.5 A pesar de ello, no se ha demostrado que sea imposible extender la democracia participativa más allá de lo local, aunque quizá se requiere de otro régimen político y tal vez también socioeconómico para hacerlo posible. Algo que estos nuevos movimientos sociales están intentando inventar.◊

 


1 R. Boyer, “Les crises financieres comme conflit de temporalites”, Vingtième siècle. Revue d’Histoire, 117, 2013.

2 H. Rosa, Aliénation et accéleration. Vers une théorie critique de la modernité tardive, París, La Découverte, 2014.

3 W. Streeck, Gekaufte Zeit. Die vertagte Krise des demokratischen Kapitalismus, Berlín, Suhrkamp, 2013.

4 M. Horkheimer y T. W. Adorno, La dialectique de la Raison, París, Gallimard, 1974.

5 J.J. Rousseau, Du Contrat Social, París, Gallimard (Folio essais), 1964.

 


 * ILÁN BIZBERG

Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Internacionales de El Colegio de México.