Ficciones de Möbius

 

JOSUÉ HUMBERTO BROCCA*

 


 

Una franja de papel. El hombre la dobla ciento ochenta grados desde uno de los extremos. Los junta. Ahora se asemeja a una serpiente engulléndose la cola. En los libros de geometría se describe esta forma como un objeto no-orientable cuya característica de Euler es igual a cero. Aunque la volteemos, es una superficie de una sola cara y un solo borde: un objeto quiral con una curva continua. Si hiciéramos de ella un tobogán y nos deslizáramos a través de su figura, girando sobre ella, veríamos la izquierda inicial transformarse en nuestra derecha y viceversa. Banda lemniscata, candado euclidiano fluido y desasosegante.

La figura que hallamos en las manos de este sujeto fue descubierta de manera paralela por dos matemáticos del siglo xix, August Möbius, por quien recibe su nombre, y Johann Benedict Listing. En sus orígenes, se estudió únicamente como un fenómeno geométrico del plano bidimensional. Sin embargo, creo que hoy la forma ha superado las barreras del papel para manifestarse como un esquema narrativo asociado a la ciencia ficción. Abundan las historias de nuestros tiempos en las que se nos cuenta un argumento cuyo principio y final son desconcertantemente iguales. Al descomponer la estructura tripartita que da forma a la mayor parte de la narrativa de Occidente, estas tramas diluyen la diferencia entre causas y efectos: todas las acciones pueden ser ambas. Sus arcos dramáticos son ondas que se reflejan sobre sí mismas, condenadas a repetirse, sin principio ni final. Estas historias se hilan progresiva y regresivamente en un bucle serpentino; desorientan al lector como una litografía enrevesada de Escher.

Tal es el caso de La Jeteé (1962), de Chris Marker, una cinta a la que su autor denominó una photo-roman. La obra se compone de una sucesión de fotografías estáticas acompañadas por un voice-over, las cuales se hilvanan a través de algunos efectos simples de edición. El filme elude la definición de “cine”, pues el hilo que el espectador construye entre imágenes no se debe al fenómeno de persistencia retiniana, sino a una narrativa que crean el orden de aparición de los cuadros y el discurso de la voz en off. Además, la obra de Marker no pretende el realismo como el cine que idearon los Lumière. Su composición fragmentaria no busca crear una ilusión para el espectador ni mantenerlo en una posición pasiva. Lo invita a convertirse en el hilandero que teje la sucesión de fotogramas.

En Black and Blue, Carol Mavor describe La Jeteé como una historia que sucede en un no-momento en un no-lugar. Señala una relación entre esta fotonovela y los cuentos de hadas, pues ve en ella una anécdota de fantasía que desafía las leyes naturales y además considera que la obra no se ancla a un contexto específico. Difiero. La obra de Marker no opera dentro de un marco fantástico, puesto que no se rige por fuerzas sobrenaturales ni por la transgresión de lo cotidiano. En el filme, la naturaleza no es desafiada por el universo de la historia en sí mismo, sino por los avances tecnológicos que la humanidad ha desarrollado en este mundo. No existe la magia en La Jeteé, sino ciencia hipotética; el único proceso de suspensión de la incredulidad que se espera por parte del espectador es que acepte el funcionamiento de una tecnología que permite al protagonista desplazarse con libertad a través de pasado, presente y futuro. Esta tecnología es, paradójicamente, antiquísima; se trata de la memoria.

Es a través de la memoria que el protagonista construye su destino y que el esquema de Möbius viene a colación. Esto se ve desde el cuadro de texto inicial: “esta es la historia de un hombre marcado por una imagen de la infancia”. La claridad de ese recuerdo determina que él será el héroe que garantizará la supervivencia de la civilización a través de su involuntario sacrificio.

Hacia el minuto 15 de la cinta, el protagonista comienza a generar una relación afectiva con una mujer de sus recuerdos. La pareja observa el tronco abierto de una secoya en un parque de París. Ven en el cuerpo del árbol las cicatrices que el paso del tiempo ha dejado en forma de anillos concéntricos. El hombre señala un punto vago en el aire y le dice a la mujer: “Yo vengo de ahí”. Alude a la ironía dramática: como espectadores, encontramos humor en el diálogo porque sabemos que el futuro del que proviene no puede estar trazado en la secoya. Apunta hacia el aire; es un hombre que viene de la nada —de un mundo sin mundo— atrapado en la añoranza de una realidad que ya no es ni será. Después de esto, entre memorias y ensoñaciones, el hombre y la mujer, quien lo llama “su espectro”, establecen una especie de noviazgo. En el quincuagésimo viaje del hombre, se encuentran en un museo de historia natural. Este locus se alza como un verdadero espacio sin tiempo en el que las cosas permanecen congeladas perpetuamente, al igual que el destino de los personajes, los cuales quedan separados por los deberes mesiánicos del protagonista. En total, vemos a la pareja compartir tres escenarios: dos son recintos del pasado —el parque con el árbol abierto y el museo—, mientras que el otro —la pista de despegue— es un símbolo del progreso, el vuelo hacia el futuro. Es en este último donde el hombre y los espectadores descubrimos que sus deseos son inútiles; él y la mujer pueden juntarse sólo en tiempo pretérito. El no-lugar que es el muelle del aeropuerto, primera y última locación de la cinta, no permite su encuentro. Cuando el filme regresa a este espacio, el viaje del hombre llega a su fin. A pesar de su ferviente voluntad por vivir y amar, su vida se mantendrá frustrada eternamente por fuerzas externas. Él no puede imponer su voluntad sobre la estructura del tiempo que ha definido su función histórica. La civilización del porvenir aplasta sus deseos individuales; lo convierte en un prisionero atado por el anillo de Möbius.

La situación inicial de la trama de La Jeteé es la misma que la final. El único cambio tajante que acontece es un proceso de identificación: el protagonista del futuro corre hacia su interés amoroso en la pista de despegues del aeropuerto y es asesinado. Su yo del pasado —un niño— atestigua el suceso y plasma el trauma en su psique. Con ese acontecimiento, se determina el bucle al que el hombre se encuentra sometido en toda dimensión temporal. No pueden distinguirse causa y efecto en la cinta de Marker; las dos son ambas. El protagonista vive en un universo embrollado que lo condena a asegurar la supervivencia de la especie a través de su propia frustración.

El cruel determinismo de La Jeteé me hace pensar en la fatalidad de la tragedia clásica. Al igual que los héroes de Sófocles, el destino del protagonista está trazado desde su nacimiento; los hombres del futuro son sus moiras. Es gracias a un solo recuerdo que el hombre cuenta con el potencial de salvar a la humanidad, pero ése es el de su muerte. Como Edipo, que asesina a su padre y se casa con su madre por tratar de huir de ese fato, él intenta pertenecer a un pasado donde no le espera nada más que el óbito.

Este determinismo trágico es común en todas las narrativas que comparten una estructura de banda de Möbius. Parece paradójico que obras narrativas creadas después del boom del “alto modernismo” reproduzcan premisas dramáticas milenarias, retomando la visión griega en la que el destino de todo ser está trazado. Tal vez esto se debe a que nos sentimos presos de un devenir unívoco para nuestra civilización que anuncia su propio declive. Compartimos una visión que niega la voluntad y nuestro poder sobre el presente.

Algunas décadas después de la producción de la cinta de Marker, Terry Gilliam retomó alguno de los puntos esenciales de su argumento para llevarlos a una obra de más presupuesto en 12 Monkeys (1995). No haré una disección de la trama, pues sería reiterativo; es, finalmente, una historia en la que la situación final de la película establece las condiciones iniciales de la narrativa. A pesar de todas sus acciones, el protagonista de la película no puede eludir el rol que la civilización del futuro ha trazado para él. Destaco un detalle en el planteamiento de la película de Gilliam que difiere de la de Marker, porque arroja cierta luz sobre la manera en la que operan las historias que siguen un esquema de Möbius y en donde yacen las virtudes de sus variantes. Mientras que en La Jeteé el mundo fue destruido por una guerra nuclear, en la película de Gilliam es un arma biológica, esparcida por equivocación por un grupo de defensores ambientales, la que ocasiona el declive de la civilización. Este aspecto me parece de sumo interés a la luz del contexto histórico de las dos obras, ya que en ambos casos se alude a traumas o miedos colectivos de las décadas en que se produjeron las cintas. La crisis nuclear de los misiles entre los Estados Unidos y la urss, en la que el posible ocaso de la humanidad estuvo tan sólo a un botón de distancia, sucedió exactamente en el mismo año en el que Marker realizó su filme; la obra de Gilliam se produjo en las postrimerías de la epidemia de vih-sida, además de que también sucedió a la aparición de un consenso científico en torno a la inminencia de múltiples crisis ambientales a nivel global. Añado a esta discusión una película más reciente que también alude al esquema narrativo de la banda de Möbius: Looper (2012), de Rian Johnson, en la que surge la particularidad de que los personajes, al tener consciencia de la circularidad del tiempo, sí pueden ejercer su propia voluntad. En este universo, el bucle temporal es un arma del crimen organizado. Bajo la promesa de una vida llena de comodidades y placeres, los sicarios se comprometen a matarse a sí mismos en el futuro. Es a causa de este fenómeno que se engendra a un capo tiránico que lleva a la caída de la civilización mundial. Sin embargo, en este caso el protagonista tiene la posibilidad de cortar el bucle, por lo que la historia no sigue un esquema de anillo de Möbius al pie de la letra, aunque en realidad tiene un gran eco con el cierre de La Jeteé: es a partir del sacrificio del personaje que viaja en el tiempo que se asegura la supervivencia de la especie. Tres historias, tres miedos catastróficos: armas nucleares, crisis biológicas y el ascenso político del crimen organizado sobre una sociedad hedonista. Hoy en día, ninguna de las tres ha sido negada como el posible declive de nuestro mundo. Quizá es por la permanencia de estos aparentes preludios de nuestro ocaso que repetimos estas historias, sintiéndonos presos de un laberinto en el tiempo.

Me gusta pensar que la razón por la que ha surgido esta forma narrativa se debe a que Occidente ha repetido históricamente los mismos errores en espera de resultados distintos. Ya desde la entrada del siglo xx, la promesa del capitalismo desfalleció, pero a lo largo de los últimos cien años las clases dominantes se han empeñado en zurcirla, aun cuando sólo crece deforme. Hoy la humanidad avanza sin control hacia un porvenir incierto. El mañana se anuncia en matices oscuros: pienso en catástrofes ambientales, el reemplazo del trabajo humano por el de la máquina y la consolidación de los fascismos de internet en movimientos políticos de proyección internacional. Hemos heredado la concepción temporal de una modernidad obsesionada con el futuro; sin embargo, estamos en un punto en el que la curva del desarrollo se vuelve cada vez más indescifrable. El tren progreso nos conduce por túneles sin vías. Basta con asomarse a sus ventanas para sabernos en la oscuridad. No es de sorprender que, en este páramo de sombras, veamos un agujero negro que nos redirige una y otra vez al mismo lugar de forma confusa y terrorífica. Tal vez la razón verdadera por la que hemos configurado estas historias es porque, en sí, esta civilización del Occidente globalizado, engendro radiactivo de una modernidad que no aprendió de sus errores, es la que se encuentra atrapada en una banda de Möbius.◊

 


* JOSUÉ HUMBERTO BROCCA

Es fotógrafo.