“Felicidad”, de Katherine Mansfield (fragmento)*

 

INÉS ARREDONDO

 


 

“Felicidad” es uno de los cuentos más extraordinarios que se hayan escrito en lengua alguna. En él, como en gran parte de la obra de la Mansfield, lo que ella consigue es una cosa imposible: al poner punto final, trasciende todo el contenido del cuento.

Es verdad que la felicidad no tiene historia. Pero la Mansfield sabe, como nadie, describir la felicidad que brota del puro y solo hecho de estar vivo y apoyarlo en una mancha de sol, en el humo azul que brota de la quema de un montón de hojas de otoño o en el aroma de unas petunias. Esa felicidad que resplandece en muchos de sus cuentos a veces es tan aguda que la sabemos insostenible, sentimos que únicamente nos está mostrando cómo ha sido y cómo es en el momento previo al desastre, pero no siempre sucede así.  Ella escoge pequeñas anécdotas que rozan, amenazan, nublan por un instante esa felicidad, pero que de ninguna manera la destruyen sino que la siguen sosteniendo, y hay incluso un cuento, “El señor y la señora Williams”, que es la pura narración de una mañana cotidiana de tan radiante dicha que nos produce angustia, y esa angustia no está causada únicamente por el temor instintivo que sentimos de que sea destruido lo perfecto, sino por la agudeza con que está sentida, descrita, y que nos parece insostenible… Pero se sostiene, como si eso fuera lo más natural del mundo. ¿Y por qué no habría de serlo en el universo tenso, vibrante, milagroso de Katherine Mansfield?

Pero de ella misma nos viene ese temor: de su sonrisa. Nadie como ella para la sonrisa equívoca, tierna-cruel, irónico-festiva, insinuada, esquiva, oculta pero acechante. La sonrisa es una de las armas principales de Katherine Mansfield. Sabe sonreír de tantas maneras que a veces nos confunde: la ironía (un elemento tan determinante en muchos de sus cuentos) se confunde con la ternura y hasta con una piedad aparentemente amable. Por supuesto que estoy dejando de lado cuentos como “La mujer del almacén” o “La muchacha que se sentía cansada”, “Ole Underwood”, etc. Los cuentos terribles merecen otro encuadre.

En Katherine Mansfield, a primera vista, parece haber cuentos que, por una falta [palabra ilegible], no están escritos en primera persona, es decir, en una primera persona que es la escritora misma. Nada más falso. A excepción de la inglesa de algunos de los relatos de En una pensión alemana, los matices psicológicamente distintivos son tan variados que van de lo grotesco a lo dramático, a lo irónico, sin que apenas nos demos cuenta, porque su manera de dibujar un gesto, una actitud, la naturaleza de la pequeña anécdota, aparecen insignificantes ante la manera de mirar, de narrar. Hay en su modo de escribir una hipersensibilidad peligrosa, a punto de caer en la histeria, que nos mantiene en vilo, esperando una equivocación, una salida de tono, un grito destemplado, pero no, un relato tras otro la Mansfield burla nuestra falta de confianza y danza y salta sobre la cuerda tensa de los nervios de sus protagonistas y los nuestros, con una maestría absoluta.

Al entrar en un relato de Katherine Mansfield, su transparencia se hace casi imperceptible porque respiramos dentro de él, plenamente, un aire más ligero. Es sólo al salir de ese ambiente que se sabe que se trataba de otro, y con ese simple hecho empezamos a vislumbrar el misterio de ese ambiente otro y de esa densidad otra.

Hilar delgado, delgadísimo, la lana o el lino, el material más resistente que se encuentre, es lo primero que hace la Mansfield, pero únicamente como primer paso: para conseguir con él la urdimbre de sus relatos. Lo que está bordado sobre esa urdimbre es de tal naturaleza que aun en el caso de que fuera posible hacerlo, no lo querríamos tocar; porque sería como querer explicar con palabras gruesas no el contexto, sino la textura misma que deja en el alma la experiencia metafísica: en los cuentos de la Mansfield hay una, dos puntadas relampagueantes, luminosas, que si tuvieran que soportar el análisis se desharían en chispas que nos dejarían más ciegos de lo que nos deja el deslumbramiento de la inasible factura de la que son final abierto a todas las miradas.

Ésa es una de las características que podríamos apuntar, de paso, en toda su obra: los ojos que al final de cada relato se quedan abiertos, como sin mirada propia,  para que todos los ajenos penetren y se pierdan en la inaprensible experiencia que se está contando, en una transparencia que se sostiene a duras penas en el vacío, porque es la mayor economía de referencias lo que le da una de sus características y abre el secreto mundo silencioso de las palabras no dichas que el lector tiene necesidad de hurgar, de buscar, cada uno las suyas propias.

“Felicidad” es, en gran medida, un muestrario de algunos de estos y de otros recursos. No intentaré ampliarlo, sino únicamente señalar algunos de los hilos de la urdimbre de este cuento particular. Se trata de un trabajo artesanal que de ninguna manera intenta traducir al terreno de la crítica el milagro que lo sustenta.

Las obras de la Mansfield son muy parecidas a una estampa, y sobre todo a una estampa china. Nos son dadas sin antecedentes y éstos van surgiendo de manera aparentemente incidental, en un tiempo profundo, más que extensivo, de tal modo que no nos hace sentir que la estampa que vemos esté posada, cargada por su anterioridad, sino que la sentimos como un mero presente, la delineación sencilla de un paisaje espiritual. Está escrita, pintada, hilada, bordada, suspendida en un aire transparente que el lector-espectador encuentra fácil de penetrar al primer intento. Pero no olvidemos que está solamente suspendida, es decir, sacada de la historia y de su propia historia, pero cargada con el significado que éstas le han dado a través del tiempo impalpable, lo mismo si se trata de una montaña que de Bertha Young. No es difícil entrar, pero es muy difícil salir: la transparencia que nos facilitó la entrada nos dificulta la salida. Como ni en el diseño ni en los personajes hay acentos que nos develen los significados, o que nos exijan poner especial atención en rasgos vigorosamente trazados, nosotros tenemos que engrosar o suavizar esos rasgos, al menos aparentemente, porque en realidad sí hay un delicado juego de matices, sabiamente calculados, y casi me atrevería a decir “ocultados”, en la obra, y ese juego de facilidades engañosas, pero paradójicamente transparentes, es lo que resulta fascinante, sobre todo por lo que tardamos en descubrirlo en estos relatos-estampas.

La protagonista de “Felicidad” se llama Bertha Young. ¿Quién puede recordarlo? No es Raskolnicof ni Emma Bovary. El suyo no es el mundo de las pasiones sino de las sensaciones y los sentimientos, por agudos que éstos sean. Los nombres de sus personajes se diluyen en el ambiente del cuento y la novela, en la pequeñísima anécdota de la que son protagonistas. No hay más exposición psicológica de la meramente necesaria para que la obra sea congruente y los personajes penetren en nuestra conciencia por un simple proceso de permeabilización (a menos de que justamente lo que quiera sea mostrar lo grotesco de algún o algunos personajes).

No parece existir razón  aparente para que Bertha Young no sea la pequeña Kezia de “Preludio”, pero Kezia también, de haber seguido otra trayectoria, podría ser Viola, de “Vaivén del péndulo”, y, además, resulta que la misma pequeña Kezia de “Preludio” es otra diferente en “La casa de muñecas” y otra en otras si, como creo, es la hija mediana del matrimonio Burnell (y la tía Beryl es un personaje que aparece en todos los cuentos en que aparece esta niña singular, con y sin el nombre de Kezia), y así se nos presenta siempre distinta y como posible antecesora de personajes adultos tan disimulados que terminamos por perder la posible sucesión de identidad. Escogí el ejemplo de Kezia porque un personaje infantil amado por un escritor, como sucede en este caso, trata por sí mismo de crecer e imponérsele al autor de alguna manera. Pero si siendo una criatura recognoscible, no nos presenta nunca el mismo rostro, ¿cómo podremos encontrarla adulta? Esto no es más que un burdo ejemplo para dar una idea de la diferencia que hay entre los personajes que vistos superficialmente parecen tan semejantes en los cuentos a que me estoy refiriendo.

La anécdota de “Felicidad” no puede ser más simple y común: una mujer se da cuenta de que su marido la engaña. Pero no es éste el tema del cuento;  éste es “la felicidad absoluta y total, como un golpe de viento, como un ramalazo, y es como haberse tragado un pedazo del radiante sol de la tarde que queda en el pecho e irradia una lluvia de chispas brillantes sobre cada partícula del cuerpo, cada dedo y cada uña”.1 Esta felicidad casi insoportable no viene de nada en especial: “Realmente… realmente tenía todo. Era joven. Estaba tan enamorada de Harry como el día en que se casaron. Se llevaban bien y eran lo que se llama buenos compañeros. Su hija era una criatura adorable. Las preocupaciones económicas parecían desterradas de aquel hogar y era la dueña y señora de aquella casa cómoda y de aquel jardín.  Los amigos eran gente moderna y simpática […] Y, además, allí estaban los libros y la música, y ahora acababa de encontrar una costurera maravillosa y el verano próximo se irían al extranjero de vacaciones y la nueva cocinera hacía unos ‘omelettes’ soberbios”.2 Pero se sienta y hace la enumeración de esos hechos precisamente para certificar que no viene de ellos su felicidad: “Tal vez era efecto de la primavera”.3 Y se dedica a llevar por todos los rincones de su casa esa felicidad, hasta que encuentra su correspondiente, su representación exacta: el peral, totalmente florecido que resplandece, con luz propia, en su jardín. Ella y el peral… su felicidad y el peral…

Pero, aunque hasta aquí el tejido parezca liso, hay varios hilos gruesos que lo atraviesan: “Era casi insoportable. Tenía miedo de respirar, que el aire avivara la brasa, y no obstante, respiraba, respiraba profundamente… […] con los labios temblando por sonreír, con los ojos oscuros muy abiertos y en actitud de escuchar, de estar esperando algo… divino que debía suceder, que ella sabía que iba a suceder infaliblemente”.4

 


* Ana Laura Romero, becaria de investigación del Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México, hizo la transcripción del manuscrito de Inés Arredondo. La revisión y edición estuvo a cargo de Rose Corral.

1 Katherine Mansfield, Novelas y cuentos completos, t. 2, Francisco Gurza (trad.), Buenos Aires, Shapire, 1956, p. 92. Esta edición argentina, en dos tomos, de las obras de Katherine Mansfield formó parte de la biblioteca personal de Inés Arredondo. Agradezco a Francisco Segovia el dato y la consulta de esta edición.

2 Ibid., p. 97.

3 Idem.

4 Ibid., p. 93.