
01 Ene Escrituras en lenguas originarias de México: nudos y cabos sueltos de un inédito fenómeno literario
Nadie que escriba en castellano teme por la vida del idioma. En cambio, un autor que se las arregla para decirse en el idioma materno siente que siembra semillas muy urgentes. Hermann Bellinghausen brinda un recorrido por el acervo de literatura mexicana en lenguas originarias y reflexiona sobre el problema de su reconocimiento en la actualidad.
HERMANN BELLINGHAUSEN*
Estas consideraciones buscan presentar a contraluz ideas que he expresado en otros momentos sobre las nuevas escrituras mexicanas, sobre todo en el prólogo y el epílogo de Insurrección de las palabras, volumen que recoge una amplia muestra bilingüe de poesía en lenguas nacionales.1 Apuntan a los nudos y cabos sueltos de esta literatura mexicana que apenas nace y ya demanda carta de legitimidad. Hasta la Academia Mexicana de la Lengua acoge a reconocidos escritores indígenas con silla y todo. Se trata de un fenómeno nuevo y que por ahora sigue evolucionando con rapidez. Su perfil se afila, madura.
I
La escritura en lenguas originarias de México, la existencia misma de “escritores indígenas” como categoría cultural, sufre cambios y evoluciona aceleradamente, por un lado, en términos de la obra misma (muy privilegiada y concurrida la poesía, pero también se practican la narrativa, el ensayo, los textos dramáticos y nuevas formas híbridas como el hip hop y la spoken word) y, por otro, en cuanto al nicho cultural o literario que ocupan. Ese espacio ni siquiera existía hace veinte o treinta años y ha conocido un crecimiento y una visibilización extraordinarios, en buena medida por el esfuerzo, la decisión y la sensibilidad expresiva de autores y autoras. Cabe destacar que el número de escritoras actuales en lenguas originarias es amplio, rico en hallazgos y logros. Tampoco puede soslayarse el aspecto social y político: las décadas recientes son las de un histórico despertar de los pueblos originarios, las de una nueva conciencia emancipadora; las identidades se han reforzado paradojalmente en un tiempo de globalización y uniformidad postecnológica, nueva cara del colonialismo tanto interno como imperialista que amenaza su existencia como pueblos.
Debe considerarse la importancia, así sea propagandística u oportunista, que le han otorgado las instituciones públicas y los medios de comunicación. No es que vivan una jauja, pero son frecuentes como nunca antes los estímulos económicos y de prestigio, como los ya varios premios literarios que se otorgan anualmente, nacionales en su mayoría —como el Nezahualcóyotl— o internacionales —como el Premio de Literatura Indígena de América Latina (plia)—. Existen también concursos o meras convocatorias de escritos en regiones o ámbitos lingüísticos determinados. Las becas, recursos y foros que les dedican el Estado y algunas universidades, como la Nacional Autónoma de México (unam), la de Guadalajara (UdeG) o la Pedagógica, con espacios en sus ferias internacionales del libro, hacen posible a los autores seguir produciendo y labrarse una vocación literaria antes absolutamente extraña a sus culturas.
Para evitar caer en esquematismos sociales, hemos de considerar casi siempre que estos autores no proceden de medios “educados”, sino de barrios y comunidades rurales con menos facilidades para acceder a la educación que los niños y jóvenes que viven en espacios urbanos. Hay excepciones, pero no muchas, de culturas originarias abiertas a lo literario —como los zapotecas del istmo de Tehuantepec y ciertos núcleos nahuas y mayas peninsulares vinculados con la academia (universidades, institutos y escuelas nacionales, centros de investigación social)— o prodigios orales como la chamana mazateca María Sabina, pero nada más.
Las motivaciones de alguien para dedicarse a la escritura pueden ser irrelevantes o borrosas en una sociedad letrada como la nuestra, de expresión castellana, la segunda lengua más hablada del planeta, de continuidad sostenida hace mil años, y heredera de una civilización letrada, la latina. ¿Qué sucede cuando alguien, maestro normalista o estudiante de educación superior, decide poner por escrito dichos, cantares y versos en su lengua originaria?, ¿cuando su intención ya no es tradicionalista o etnográfica, sino claramente literaria?
Casi nadie lo intentó antes que ellos, y quien lo hizo no pensaba en hacer “literatura”, más bien en servir como parte de los traductores, transcriptores de grabaciones orales, “fuentes” para la antropología y lingüistas. Ahora lo han hecho en idiomas quizá milenarios pero ágrafos. Así que cuando Juan Gregorio Regino escribe sus bellos poemas en mazateco, o Hubert Matiúwàa lo hace en me’phàà, o Mikeas Sánchez se recupera del exilio volcánico mediante la lengua ona (zoque de Chiapas), ellos son prácticamente fundadores de una escritura de futuro incierto y, al presente, con poquísimos lectores.
Las cosas avanzan rápido. Un componente clave de la crecida literaria y artística de escritores autoadscritos a algún pueblo originario, casi siempre de manera legítima, es su fluidez en las redes sociales y en las nuevas tecnologías de comunicación. Los ñuu savi, los ayuuk, los tsotsiles cada día se comunican más en sus lenguas por escrito; se pican likes y se redactan comentarios en la lengua propia, sólo legibles en su ámbito comunitario. Además, su literatura viene a darse cuando el recurso del audio se encuentra al alcance de la mano en prácticamente todas partes.
Hay algo de forzado, de esforzado, en la necesidad de escribir en la grafía latina y con una alta dosis de signos de uso de los lingüistas, fuera del dominio de los hablantes de la lengua originaria y del lector promedio en castellano.
Y aquí llegamos a otro nudo de esta literatura emergente. Si se focalizara en regiones, en expresiones dialectales o variantes significativas como las que encontramos en zapotecas, nahuas, mixtecos y otomíes (gentilicios que da la sociedad dominante a pueblos que se autodenominan de distintas y precisas maneras), esa literatura estaría condenada al aislamiento y devendría tal vez impracticable sin el recurso de la traducción y el bilingüismo. La clave para ser leído en el ámbito nacional, y en especial por hablantes de otra lengua originaria, es el castellano, lingua franca de autores y lectores indígenas.
Estas escrituras se dan ya tiempo para generar reflexiones críticas que tratan ése y otros problemas culturales de los pueblos contemporáneos. Lo hacen Mikel Ruiz (tsotsil), el mencionado Matiúwàa, Martín Tonalmeyotl (nahua), Víctor Cata (zapoteco del istmo), Yásnaya Elena Aguilar Gil (ayuuk), la escritora y especialista Elisa Ramírez Castañeda y, destacadamente, Javier Castellanos Martínez, quien escribe desafiantes ensayos, además de novelas, en el zapoteco variante de la sierra de Oaxaca.
Resulta interesante ver cómo algo tan nuevo es tan activamente problematizado. Ante la complacencia, la simulación y la adulteración que pareciera haber en ciertos ámbitos institucionales en relación con las culturas y las escrituras indígenas, el cuestionamiento crítico desde sí mismos es un signo de salud y fuente de inteligentes polémicas.
II
Más allá del nicho cultural, de la coyuntura demagógica y del hecho de que existan estas modalidades de escritura, cabe reflexionar sobre su valor literario, su capacidad expresiva, su creatividad. Su legibilidad. Topamos entonces con que, para acceder a ellas, debemos leerlas o escucharlas en castellano. Algún lector avezado reconocerá la escritura fonética de alguna lengua, incluso sabrá cómo suena, pero le seguirá siendo un texto jeroglífico, impenetrable.
Tenemos entonces que los más apreciables autores “indígenas” escriben bien el castellano. Salvo excepciones, los poetas y narradores en lenguas originarias son sus propios traductores. Ya se ha debatido sobre qué escritura fue primero en tal o cual texto, en qué sentido se hizo la traducción. En los mejores casos, cabe suponer que el poeta cantó en los dos idiomas. Con suerte, podemos escucharlos leer en su propia lengua; no pocos lo hacen casi cantando, hasta los más circunspectos. Su lengua manda.
Ante la tentación de enredarse en nombres y buscar cierta corrección política, de género o de representatividad “étnica”, pueden mencionarse algunos poetas que han resultado consistentes y con obras bien logradas: Juan Hernández Ramírez (nahua de Chicontepec, Veracruz); Esteban Ríos Cruz (diidxazá o zapoteco de Ixcaltepec, Oaxaca); Irma Pineda, Natalia Toledo y Víctor Terán (diidxiazá de Juchitán, Oaxaca); Briceida Cuevas Cob, Pedro Uc y Feliciano Sánchez Chan (maya peninsular); Kalu Tatyisavi, Celerina Sánchez y Florentino Solano (del ámbito lingüístico denominado mixteco, si bien ellos se reivindican con gentilicios más precisos); Juan Gregorio Regino (mazateco de la zona baja, Oaxaca); Mikeas Sánchez (zoque). Existe un buen número de atendibles autores nahuas, zapotecos y del área tseltal, tsotsil y chol. En narrativa, poseen importante valor cuando menos Javier Castellanos (con varias novelas en zapoteco de la sierra), Marisol Ce Moo (maya) y Josías López (tseltal).
No es poco. Y en ocasiones uno llega a preguntarse si no será, acaso, que algunas de estas plumas tienen más qué decir que el canónico tropel de poetas de la sociedad dominante, y que en ocasiones lo expresan de manera insuperable.
Se trata, en el fondo, de una lucha por la sobrevivencia, de una lengua, de una manera de nombrar cada cosa del mundo; de una sintaxis específica para sentir, temer, disfrutar y explicarse. Nadie que escriba en castellano teme por la vida del idioma, ni siquiera ante la avalancha posmoderna de barbarismos y modas ideológicas. En cambio, un autor o una autora que se las arregla para decirse en el idioma materno siente que siembra semillas muy urgentes, de ahora o nunca. Enfrentan obstáculos enormes: el primero, la relativa (o casi absoluta) ausencia de lectores en su propia lengua. La escritura literaria en lenguas mexicanas crea acervo, una tradición textual casi inexistente salvo excepciones: el náhuatl colonial cultivado en el espacio académico de Miguel León Portilla y enriquecido por intelectuales nahuas como Natalio Hernández y Librado Silva Galeana; o bien la tradición bohemia y orgullosa de los binnizá, que ya en los años treinta del siglo pasado publicaban revistas en el zapoteco istmeño.
Diversos autores han expresado que practican el arte de la escritura como su participación en la vida comunitaria: es lo que llevan a la mesa —como el que estudia para abogado, etnolingüista o maestro y regresa o participa a la distancia en la vida de su pueblo— cuando viven en alguna capital o ciudad, o bien cuando son migrantes en Estados Unidos y Canadá. Se reivindican zapotecas, mixes mixtecos, nahuas, y escriben desde el extranjero. Incluso son residentes legales, y así han reforzado su identidad originaria al grado de aprender o reaprender la lengua originaria que había quedado atrás. No extraña entonces que varios autores indígenas mexicanos escriban en inglés.
En la actualidad estamos hablando ya de varias generaciones. Sin contar antecesores brillantes como Víctor de la Cruz, Pancho Nácar o Macario Matus, el escenario de la escritura en lenguas mexicanas se traza con los nacidos en los años 1950-1960, incluso ya entrados los años setenta; otros, los nacidos hacia 1980-1990, y los que podríamos llamar millennials o hijos del milenio, que en el momento de redactar estas líneas no llegan a los 30 años; los hay adolescentes.
Un problema que parece superado es el de la autenticidad. Hace unos años se debatía sobre quiénes eran “auténticos” en su lengua. Hoy ya no se insiste en ello. El derecho a la expresión indígena está ganado para quien la pueda ejercer.
Como editor-recolector de esta literatura, puedo testificar que es hacia el año 2000 cuando se da una significativa eclosión de autores “originales” que escriben en sus lenguas. Las mejores obras, con algunas anteriores, se han escrito en el siglo xxi. No deja de ser un periodo muy corto, dos o tres décadas. Lo notable es su persistencia y su carácter excepcional a escala continental. Más allá de que el histórico despertar de los pueblos originarios en las Américas haya dejado huella desde los años noventa en Bolivia, Ecuador, Perú, Chile y Guatemala, sólo en México se da, al menos con tal abundancia, la escritura literaria en las lenguas autóctonas.
Un caso paralelo, pero revelador, es la literatura “nativa” en Estados Unidos y Canadá. La hay, y muy brillante (Louise Erdrich, Joy Harjo, Sherman Alexie), pero generalmente se escribe en inglés, no suele ser bilingüe.
Uno o dos años antes de su muerte, el poeta k’iche’ Humberto Ak’abal, al calor de una lectura de poetas indígenas en una de esas ferias internacionales que ahora abren espacio a estos autores y sus temas, me dijo (más o menos): “Qué envidia me dan los escritores mexicanos que sí están escribiendo en sus propias lenguas. En Guatemala no hemos logrado que sea así. Con eso de que dieron con el término ‘escritor maya de expresión castellana’, se despreocuparon de la parte textual de la lengua”.
Lo decía uno de los poetas indígenas más famosos y traducidos del mundo, cuya obra, por cierto, se encuentra escrita mayormente en castellano —aunque también dejó mucha poesía en k’iche’—, a pesar de que su país cuenta desde 1991 con la importante Academia de las Lenguas Mayas de Guatemala (almg).
No podemos ignorar la existencia, con poderosos y bellos resultados, de una poética mapúndungun, quechua, aymara, k’iche’, kakchikel o wayuunaiki. Se celebran festivales, publicaciones de mucho mundo, como las que se han editado aquí en la vena y la estela de Carlos Montemayor, quizá el más decisivo promotor de la escritura en lenguas originarias de México y América Latina.
Predominan todavía los temas tradicionales, la insistencia en la raíz y la lengua misma, los alimentos y costumbres típicos, el bucólico paisaje, el sentimentalismo, la denuncia, pero hace rato que también se practica una escritura que podemos llamar moderna, que se aleja de los esquemas heredados en parte por las recopilaciones de leyendas y mitos al modo etnográfico o folklórico, sublimados ahora por la necesidad de afirmación cultural.
En algunas localidades y regiones de Guerrero, Chiapas, Oaxaca, Yucatán, Baja California o el Estado de México hay editores indígenas que se han apropiado de los medios de producción; periodistas, académicos y académicas, escritores, activistas; florecen vivaces proyectos de mujeres con orientación de género que obtienen respuesta sorprendente desde pueblos de todo el país. Publican en papel o en línea revistas y libros, o bien desarrollan proyectos periodísticos, culturales, de cine, de recuperación de artes tradicionales y de gráfica contemporánea, colectivos musicales, talleres de lengua y escritura. No queda sino seguir atentos a su curso.◊
1 Hermann Bellinghausen (selec. y pról.), Insurrección de las palabras. Poetas contemporáneos en lenguas mexicanas, México, Ítaca, 2018, 311 pp.
* Es escritor, poeta, periodista, guionista, editor y médico; dirige desde 1989 la revista Ojarasca, publicación dedicada a temas indígenas y de las culturas originarias, particularmente de México, que en 1997 se convirtió en suplemento del diario La Jornada. Sus poemarios más recientes son Ver de memoria, Trópico de la libertad y En canto. Cuenta con cuatro libros de relatos, dos de crónica y la antología de poesía en lenguas mexicanas Insurrección de las palabras. Es autor, con Alberto Cortés, de las películas Ciudad de ciegos y Corazón del tiempo. Ha recibido el premio Anna Seghers, la medalla Roque Dalton y el reconocimiento Juan Gelman.