
01 Ene Érase una vez en el país de las siete luminarias. ¿Desde qué “centro” estamos hablando?
¿De qué hablamos cuando hablamos de literatura regional? ¿Cuál es el centro en oposición a lo periférico? ¿Son pertinentes estas etiquetas en medio de la creciente globalización? ¿Qué determina la “localización” de un texto literario o de un autor? Raúl Bravo aventura respuestas, y muchas más preguntas, para abonar este debate.
RAÚL BRAVO*
Todas las literaturas son regionales, en tanto
regionalizan sus visiones del mundo instalando las
lenguas culturales en y desde un lugar específico.
Pablo Edmundo Heredia, El suelo
Tu poema, Bajío, es sereno,
y tu tierra es perfecta.
Efraín Huerta, El Bajío
Hace un par de semanas recibí una atenta invitación a colaborar en este número de la revista Otros Diálogos, dedicado —según me dijeron— a intentar definir lo que caracteriza a la literatura regional que, en el caso concreto de mi persona, se refería a la literatura guanajuatense o del Bajío. La invitación implicaba dilucidar si aún persisten algunos indicadores que delimiten ciertas regiones culturales —como la narrativa del sureste, norte o de la frontera—, y si hay algunos rasgos que la distingan de otras, ya sean colindantes o interrelacionadas.
De entrada, me sentí bastante halagado, pero apenas manifesté mi aceptación, me di cuenta de la trampa: esto es poner a otros a que saquen las castañas del fuego, me dije. Si uno no acepta, queda por lo menos como un díscolo; si acepta, la tarea se vuelve —desde varios puntos de vista y tal vez desde cualquier punto de vista— un tanto peliaguda, quizá porque el tema a tratar no es en realidad la existencia de una literatura regional o del Bajío, algo que podemos dar por sentado sin mucha discusión. Sólo es cuestión de recurrir a uno de esos libros preocupados por mirar el pasado regional en el ámbito de la literatura, escritos por Benjamín Valdivia (por cierto, oriundo de Aguascalientes, 1960), quien ha abordado el conjunto de la literatura guanajuatense en sendas antologías: El país de las siete luminarias (1995) e Historia de la literatura guanajuatense (2000), ambas en Ediciones La Rana, sello editorial del Instituto Estatal de la Cultura de Guanajuato. Desde un enfoque sobre todo descriptivo, Valdivia nos comparte algunos apuntes críticos. Al ser, hasta la fecha, el único intento de registrar más de doscientos años de literatura guanajuatense (desde mediados del siglo xviii hasta finales del siglo xx), estos libros no pretenden ser estudios diacrónicos que atiendan la fase evolutiva de las letras de esta región. Harto difícil es encontrar, dentro del quehacer histórico literario actual en el estado, un ejercicio crítico y creativo de valía que, con base en nuevos modos de pensar la literatura de la región, nos ayude a profundizar y precisar las actuales fronteras identitarias.
No obstante, al margen de las limitaciones que el propio investigador confiesa, allí es posible enterarse de una verdad de Perogrullo: la historia literaria no la hacen los académicos o los eruditos, sino los autores. De hecho, deberíamos decir que son las obras las que construyen el relato histórico de las letras guanajuatenses. Baste, a guisa de ejemplo, considerar algunos de los nombres que conforman parte del panteón guanajuatense: Ignacio Ramírez, El Nigromante (1818-1879), Antonio Plaza (1833-1882), Juan Valle (1838-1865), Federico Escobedo (1874-1949), Esperanza Zambrano (1901-1992), Efrén Hernández (1904-1958), Efraín Huerta (1914-1982), Emma Godoy (1918-1989), Margarita Paz Paredes (1922-1980), Jorge Ibargüengoitia (1928-1983), Margarita Villaseñor (1937-2011), María Luisa Mendoza (1931-2018), Héctor Mendoza (1932-2010), Herminio Martínez (1949-2014), nombres que han dado lustre no sólo a nuestra literatura, sino a las letras mexicanas —al grado de que los Premios Nacionales de Literatura de Guanajuato se celebran bajo el amparo de tres de ellos—. Sin embargo, la formación literaria de estos autores no se forjó en la comarca y la producción de su obra se dio en el foco cultural del país de ese momento: el Distrito Federal, ahora Ciudad de México. ¿Acaso Efraín Huerta, el Cocodrilo Mayor, nacido en el municipio de Silao, no es considerado el poeta de la Ciudad de México?
Es aquí donde se abre a discusión el concepto de literatura regional, porque parte de una premisa doble: por un lado, que el sentimiento de pertenencia a una tierra y a su cultura es un valor universal y, en el mismo tenor, que el texto implica una situación social específica. Así como todo autor es una “persona situada” o, podríamos decir, un “autor situado”, consciente o preocupado por aquello del medio que impregna su estilo (los sobreentendidos, las alusiones, las connotaciones), es en los matices del discurso literario donde desaparecen o se vuelven explícitas esas relaciones con “lo regional”, con su contexto o lugar de producción. Por supuesto que este concepto no es un problema para los creadores literarios o escritores (nadie pone en duda la parte del capital cultural que cada uno construyó y cimentó en la región o fuera de ella); en cambio, sí que lo es para las instituciones, los críticos e historiadores, sobre todo, cuando quieren impregnar de ideología geopolítica y cultural ciertas trayectorias, o justificar sus programas y políticas culturales. Porque ¿quién rechazaría a unos cuantos héroes culturales para consolidar la identidad étnica? Llevada a su máxima expresión, la figura del artista se vuelve publicitaria en aras del turismo; así las cosas, en Guanajuato capital —nombrada, desde 2005, Capital Cervantina de América— hemos sacrificado a personalidades de la talla de Diego Rivera, los hermanos José y Tomás Chávez Morado, Juventino Rosas, Jorge Ibargüengoitia, por mencionar a unos cuantos, en favor de la contundente figura del Quijote.
Si no hay polémica, no hay conflicto
La cuestión reside en si la literatura regional sigue siendo un concepto pertinente en estos tiempos en los que, al parecer, ya nos cayó el veinte sobre lo que antes era sólo un tema de café: somos habitantes de una aldea global, nos guste o no. Los dieciocho meses en confinamiento motivaron la creatividad e imaginación de instituciones, empresas e iniciativas individuales, con la finalidad de seguir atendiendo, de forma remota, las necesidades de los diferentes sectores de la sociedad; uno de éstos, la formación y promoción de la comunidad literaria. Para ello se utilizaron herramientas que ya existían, pero con la pandemia devino un cambio en el uso de las telecomunicaciones en áreas como el teletrabajo y la educación a distancia, lo que provocó un crecimiento exponencial en el tráfico telefónico y del internet, fenómeno que llegó para quedarse. Con dichas herramientas fue posible realizar seminarios, talleres, conferencias, ferias de libro y foros virtuales, con ponentes invitados de talla internacional y ahorros de hasta 70% de lo que habría significado de llevarse a cabo de manera presencial.
El hecho de que tanto historiadores como críticos literarios eligieron particularizar (atomizar) el estudio de nuestra literatura provocó que la vieja escuela decidiera seguir trazando etiquetas de conjuntos para explorar un universo textual cada vez más rico y complejo. Estoy de acuerdo con el poeta y crítico José María Espinasa cuando menciona en su Historia mínima de la literatura mexicana del siglo xx (El Colegio de México, 2015) que la literatura es un laberinto al que se desea entrar, no del que se busca salir. Pensar desde este enfoque la literatura regional es una manera de elaborar un mapa ante la incapacidad de la academia de incidir en el lector, al volverse endogámica, mientras que las instituciones administradoras de bienes y servicios culturales carecen de políticas públicas que sean verdaderas plataformas de desarrollo para la comunidad creadora y que cierren el proceso tendiendo puentes entre la literatura local y el lector.
Esa plasticidad del pasado
Es comúnmente aceptado que uno de los aspectos que definen a toda literatura es la de ser “tradición”, es decir, partir de algo recibido y susceptible de ser heredable, ya sea como gramática, léxico, mitología —en calidad de ritos—, valores, sentimientos, imágenes y hasta, por qué no, una cierta cosmovisión del propio escritor.
De manera semejante, esta herencia literaria incita a producir otra literatura —en parte análoga y en parte diferente— que alude a un repertorio de ideas, tópicos, creencias y, sobre todo, a un ámbito estilístico; lo que denominamos el “color” que un determinado escritor emplea por costumbre. Empero, pocos son los escritores que tienen consciencia del juego dialéctico entre la visión sincrónica y la diacrónica en la que vive esa plasticidad del pasado (Antonio Machado dixit). Es claro que debemos reflexionar sobre nuestra tradición, y en esa acumulación de experiencias ser capaces de pretender cierta sensación de progreso, aunque sea la viva intención de “enriquecernos” con nuestra supuesta novedad.
Sin duda, este espacio no es el lugar adecuado para repasar el hecho de que la teoría y la crítica literaria, es decir, los métodos y orientaciones sobre el texto literario a lo largo del pasado siglo xx, no son otra cosa sino discursos interpretativos en torno a una de las actividades humanas más subjetivas, la creación artística del lenguaje, ese viejo afán de encontrar la relación entre los medios y los fines, el todo con las partes, o sea, entre las leyes internas del arte y los otros sectores de la cultura y de la realidad social. Sin embargo, es importante retomar que, a causa de dicha ambición, se nos olvida con frecuencia que todo movimiento o corriente literaria debe ser juzgado ante todo con base en sus obras producidas y no por la retórica de las teorías literarias en boga.
No es ocioso señalar que nunca se da la lectura al ras del texto: el medio cultural determina al lector. No obstante, no hay que subestimar la lectura inicial. Porque —digámoslo de una vez por todas— aún no se ha respondido de manera cabal por qué determinado texto produce determinado efecto estético en determinado lector. ¿Es por un criterio histórico-literario, sociológico, psicológico, psicoanalítico, lingüístico o estilístico? ¿Alguno de estos puntos de vista puede explicar por qué este texto es éste y no otro? No lo sé.
¿Desde qué “centro” estamos hablando?
La idea de región implica, por lo menos, un territorio y una pertenencia. Ocurre a menudo con ciertas palabras y expresiones con las que debemos poner atención al enfoque que se les imprime y desde dónde se habla. Es seguro que cuando se me envió el correo para participar en este número, la invitación fue dirigida desde el “centro” para la “región” del Bajío, quizá sin percatarse de que la propia Ciudad de México es, a su vez, una región. Lo mismo nos sucede en Guanajuato: una de las problemáticas más recurrentes reside en la percepción generalizada de que el “centro”, es decir, la capital del estado, acapara los bienes y servicios culturales de las diferentes regiones. Pero los que residimos en el supuesto “centro” nos tenemos que desplazar ya sea al municipio de Salamanca para inscribirnos en el Centro de las Artes de Guanajuato, ubicado en dicha localidad o, en su defecto, ir a la Biblioteca Central Estatal Wigberto Jiménez Moreno en la capital mundial del zapato, León, para consultar acervo especializado.
Otro ejemplo de un mismo problema conceptual: ¿qué es más relevante, la contextualización explícita o el lugar de producción? En otras palabras, ¿todo lo que se escribe dentro de un territorio delimitado es literatura regional? ¿O es aquella literatura que, por sus alusiones y grados de significación autoral, nos sitúa en una región específica, aunque no sea escrita en dicha geografía? ¿Denominamos literatura guanajuatense a los textos producidos por un escritor o escritora nacido en la entidad, por este simple hecho? ¿O debemos dar por sentado que quien resida en territorio estatal forma parte, por ese simple hecho, de la literatura guanajuatense?
Cada literatura tiene sus propios procesos de regionalización. Eduardo Antonio Parra nació en la ciudad de León en 1965. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad Regiomontana. Fue becario del Centro de Escritores de Nuevo León en 1990 y obtuvo el Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández 2004, auspiciado por el Instituto Estatal de Cultura de Guanajuato. Ha sido jurado en los Premios Nacionales de Literatura de nuestro estado y es asesor del Fondo para las Letras Guanajuatenses a cargo del seminario de novela Jorge Ibargüengoitia. Desde hace varios años reside en la Ciudad de México. ¿Lo incluimos dentro de la nómina de escritores guanajuatenses o no? Si le preguntamos, él se considera escritor norteño.
El Bajío
Si algo hay de cierto es que uno sabe que va arribando a esta región porque empieza a reconocer(se) en el paisaje, en lo peculiar de su orografía, en los aromas (no siempre amables, por cierto) que se desprenden a nuestro paso, y no me dejará mentir quien se precie de ser fotógrafo o pintor: la luz aquí es algo que se puede percibir de manera precisa, tangible, cuando uno se adentra en este país de luminarias.
Quizá por ello, uno puede llegar a pensar que Guanajuato está en el centro, aunque es un territorio en el que confluyen muchos otros Guanajuatos: el Bajío rural que llegó a ser considerado por su suelo fértil El Granero de la Nueva España; el del corredor industrial impulsado por los tecnócratas de los últimos lustros como una supuesta vía de desarrollo social, con todo y sus clusters para alojar a los técnicos extranjeros bajo una nube de contaminantes que ha diezmado a la población de varias localidades aledañas; el Guanajuato turístico-cultural como elemento diferenciador de la promoción de la riqueza de la entidad; el religioso y el de la arquitectura de la fe; el migratorio como fenómeno de desarrollo actual en el estado (en plena pandemia, en el año 2020, se recibieron 3.3 mil millones de dólares ¡en remesas!); el de la tierra de nadie del crimen organizado, narcotráfico y huachicoleo; el Guanajuato diverso con una región sur más cercana culturalmente a Michoacán que al Bajío, y los municipios del noreste, Atarjea, Xichú, Santa Catarina, Tierra Blanca, Victoria, Dr. Mora, San José Iturbide, más emparentados económica y culturalmente con el estado hermano de Querétaro, sin mencionar el mapeo de lenguas maternas que aún perviven en diferentes regiones del estado: el chichimeco-jonaz, el otomí o ñañú, el purépecha, el náhuatl, aunque hay registro de otras treinta lenguas originarias que se asientan en el estado.
In situ o reposo absoluto, dos maneras de leer a Ibargüengoitia
Yo nací en la Ciudad de México. Mis abuelos eran de Tampico, Tamaulipas, pero migraron con rumbo al Bajío junto con la refinería de Pemex que se ubicó en Salamanca, Guanajuato. Desde pequeño recuerdo haber viajado desde la “metrópoli” al “rancho” para visitar a mis abuelos maternos. Transcurrieron los años y no recuerdo a qué edad llegué a vivir en esa localidad. Un amigo me prestó temporalmente un cuarto, pues yo trabajaba como obrero en la refinería. Un día amanecí enfermo: fiebre, escalofríos y un fuerte dolor de cabeza. Me tomaron una batería de exámenes; el resultado: hepatitis viral. Tuve que regresar a la casa familiar con la intención de reposar los dos meses que el doctor me recetó inicialmente. Para hacer más amable mi estancia obligada en cama, mi padre me regaló varios libros. En poesía, toda la obra publicada hasta ese entonces de José Emilio Pacheco; en prosa, recuerdo particularmente Estas ruinas que ves, de Jorge Ibargüengoitia, primera novela de su autoría, cuya acción se desarrolla en una geografía ficticia ubicada en el Bajío o centro de la República Mexicana. Una historia a mitad de camino entre la nostalgia y la ironía, y que representa una sucesión festiva de anécdotas bajo una atmósfera provinciana. La recomendación del doctor de guardar reposo absoluto se vino abajo porque las peripecias de este personaje “intelectual de pueblo” hicieron que literalmente me revolcara de tanto reír. Mi madre veía con preocupación cómo me doblaba de risa y, por supuesto, del dolor que me provocaba el esfuerzo. Fue mi primera impresión de ese libro.
Tuvieron que pasar varios años para que volviera a leer Estas ruinas que ves, instalado para entonces, precisamente, en Cuévano, Cue., la misma ciudad en la que se desarrolla la novela. Si bien ya no tuve la misma reacción que en mi temprana edad, déjenme recomendar, para aquellos que quieran entender de manera plena esta novela: uno tiene que vivir en la cañada en donde se asienta esta ciudad capital para entender que esa ironía no es sino una mirada de burla disimulada que permea toda la historia y que sólo es posible en Guanajuato, porque literalmente la cañada nos obliga a mirar, no hacia el horizonte, lo que sí es posible en las afueras de la ciudad, sino hacia la recámara del vecino. Este disfrute en contemplar sin remedio la vida íntima del prójimo nos convierte a los guanajuatenses en voyeristas naturales. Qué mejor ejemplo para nuestra cuestión que esta novela que rescata, como ninguna otra, la bandera de lo “regional”.
Hace un año falleció uno de los detractores de Ibargüengoitia, coetáneo suyo e ilustre guanajuatense, quien dijo que lo que más le molestaba de lo que él escribía era, precisamente, el tono burlón sobre “lo guanajuatense”.
Al escribir Estas ruinas que ves traté de evocar mis experiencias en una ciudad de provincia. No me pasó por la mente ni corregirla ni denunciarla, ni mucho menos —esto sería una idiotez— “ajustar cuentas” con ella. Traté de revivir un pasado irrecuperable y dejarlo ordenado y guardado en un libro. Esta aspiración puede no gustarles a algunos, pero es legítima.
Por último, quiero advertir, para que nadie más se desencamine, que, si mi intención hubiera sido criticar la provincia o satirizarla, hubiera hecho que los personajes que vienen de la capital —que son Aldebarán, Rocafuerte, Espinoza y Rivarolo— tuvieran un comportamiento que quedara por encima de las veleidades de los provincianos, cosa que no ocurre en ningún momento. (“Risa solemne. Busque otro autor”, 17 de junio de 1975, en Ideas en venta, pp. 73-74.)
Hasta aquí.◊
* Es lector, poeta, ensayista y gestor cultural. Reside desde hace más de veinticinco años en Guanajuato, donde ha desarrollado proyectos culturales independientes y gubernamentales. Es autor de los poemarios Quebrantamientos (1992), A la orilla de los días (2007), Labrys (Los Otros Libros, 2015) y Geometría del deseo (Los Otros Libros, 2019). Escribió el libro de minificción La otra cara del cielo (Editorial Mixcóatl, 2001) y el de ensayos Lectura y democracia (Editorial San Roque, 2011). Es autor del ensayo “Apuntes sobre un cocodrilo revisitado”, en Efraín Huerta: El alba en llamas (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2002) y de varios ensayos sobre la promoción y difusión de los hábitos lectores. Ha sido coordinador académico de Literatura y Teatro y coordinador estatal de Salas de Lectura y del programa de Fomento a la Lectura. Actualmente es coordinador de Promoción Editorial de Ediciones La Rana, casa editora del Instituto Estatal de la Cultura de Guanajuato.