Entre ocio y tiempo libre en el México del Porfiriato

Diego Pulido escribe sobre la manera en que los mexicanos concebían el ocio y el tiempo libre durante el Porfiriato y acerca de las diferencias que separaban a las élites, la clase media y las clases populares en torno al disfrute de los ratos ajenos al trabajo.

 

DIEGO PULIDO ESTEVA*

 


 

Mi ociosidad desafía a mi época.
Juan Gil-Albert

 

Durante siglos, el término ocio (otium) se refería al tiempo o estado que no se invertía en el trabajo (negotium): “el que no se ocupa en cosa alguna”, según puede leerse en el Tesoro de la lengua castellana (1673). Casi tres siglos más tarde, los tiempos modernos exigían desempeñar alguna profesión u oficio lucrativo “bajo pena de lesa respetabilidad” (Robert Louis Stevenson). Ser industrioso como imperativo categórico se implantó con fuerza en prácticamente todas las sociedades normadas por regímenes liberales que se estructuraron bajo economías capitalistas. Dentro de los valores que mutaron, la ociosidad fue objeto de condenas, pero esta categoría se reinventó en una fórmula aceptable: el tiempo libre. En las siguientes líneas referiré parte de ese proceso en atención a una experiencia histórica concreta: la Ciudad de México durante la época porfiriana.

Especialmente en la capital del país —cuya población se incrementó de alrededor de 200 mil a 471 mil habitantes, mientras que su traza urbana creció de 8.5 a 40.5 km2—, el tránsito del siglo xix al xx estuvo marcado por una tensión permanente entre el deber ser, dictado por códigos de conducta, y hábitos que variaron de manera ostensible según la clase social. En los últimos años, el conocimiento de ese periodo de la historia de México ha iluminado un amplísimo repertorio de prácticas sociales. Renovadas con perspectivas y metodologías diversas, las investigaciones recientes complementan el conocimiento de las condiciones objetivas para caracterizar identidades de clase, raza y género. Si bien no exclusivos, los contextos urbanos han sido el objeto de esta renovada manera de entender la experiencia de la gente, dentro de los cuales las costumbres y formas de esparcimiento no son la excepción.

Así, las costumbres se juzgaron frente a códigos de comportamiento inspirados en los valores de la burguesía. El deseo de transitar de tradicionales, atrasados y bárbaros a modernos, progresistas y civilizados tuvo —entre otras bases— dispositivos disciplinarios. En el ámbito urbano, una compleja mezcla de discursos moralistas, higienistas y científicos denunciaron la distancia entre el deber ser y las prácticas sociales. Es evidente que las responsables de la instauración de códigos de comportamiento o etiqueta fueron las élites, que generaron normas tan estrictas que, inevitablemente, cayeron en el desafío o la transgresión.

 

El mundo de las élites

 

Las élites porfirianas solían referirse a sí mismas como gente decente. Esta denominación trazaba distancia sociocultural con respecto a los sectores populares, pues las clases altas pretendían conservar una mezcla de valores que los distinguía de la tradición, el atraso y la inmoralidad. Por todo ello, asumirse como gente decente entrañaba la convicción de ser honorable, civilizado y tener buenos modales. A esto se sumaba una serie de hábitos que se tasaban por su cosmopolitismo, exclusividad y refinamiento que, en general, se entendía como afrancesamiento, porque Francia —y, más específicamente, París— era el arquetipo de modernidad, al igual que en otros países occidentales durante el cambio de siglo.

Al mundo de las élites pertenecía una minoría de propietarios, políticos encumbrados, hombres de negocios, empresarios y grandes comerciantes o almaceneros. Dicha pertenencia pretendía acreditar una superioridad moral que expresaron en sus percepciones sobre la sociedad, particularmente cuando se referían al uso del espacio público. En este sentido, estaban convencidos de embellecer la capital del país bajo los cánones dictados por la Belle Cité y los servicios modernos: se trazaron avenidas que evocaban bulevares, se pavimentaron las calles principales, se erigieron edificios con arquitectura europea (art nouveau), se introdujo iluminación, así como una red de tranvía eléctrico, telegráfica y telefónica.

Era una ciudad que, a pesar de las obras de desarrollo, distaba de garantizar el orden deseado por las clases altas. En ese sentido, una crónica publicada en el periódico La Patria el 31 de mayo de 1898 describía el paseo dominical en tranvía eléctrico a Tlalpan en los términos siguientes:

A lo largo del canal de derivación que atraviesa de poniente a oriente, a un kilómetro de San Antonio Abad, se ve una multitud desarrapada de gente miserable, en cueros vivos, haciendo sus abluciones con una desvergüenza inaudita, sin importarles un demonio que estén pasando los trenes que llevan señoritas y señoras pulcramente educadas, mostrando a la luz del día su desnudez de macacos […] Hombres, mujeres y chamacos se revuelcan en el fango del canal, como piaras de cerdos, y para mayor honra y gloria de la moral pública.

Además de que expresiones racistas como la citada fueron comunes, cabe decir que los paseos eran una forma de esparcimiento aceptable para “respirar las brisas perfumadas del campo” en los alrededores de la capital.

Los trenes que conducían a Tacubaya, la Castañeda, San Ángel, Coyoacán y Tlalpan iban repletos. Entre otros pasajeros, viajaban en primera clase algunas familias acomodadas que iban de la capital a los poblados cercanos. “Unas se divierten bailando, otras pasean por las calles y las más se ocupan de referirse en el cómodo salón, en el voluptuoso jardín o al pie de los balcones y ventanas, sus impresiones de la semana. Ya se habla de la tertulia, a que invitó el Casino Español; ya de las audiciones dadas por la Sociedad Anónima de Conciertos”. Bailaban, practicaban boliche y tiro al blanco, comían y disfrutaban “de entretenimientos honestos” a los que estaba “acostumbrada la buena sociedad”. Al regresar, en el tranvía había algazara y desorden, ante lo cual lamentaban las “picardías” que oían las señoras en “la horrorosa confusión que hay en el interior de los wagones” [sic].

Además de interiorizar códigos de conducta por medio de manuales de urbanidad y buenos modales, incrementaron y se diversificaron espacios de sociabilidad exclusivos. Por mencionar algunos lugares frecuentados por hombres de negocios y familias distinguidas, estaban el Jockey Club, el Tívoli de Eliseo y el de San Cosme, el Teatro Principal y el Centro Mercantil.

Ahora bien, una moralidad tan estricta en el papel se quebrantaba irremediablemente en la práctica. Arrepentido por una noche de juerga, el diplomático y escritor Federico Gamboa escribió en su diario que había concluido la velada en “fondas nocturnas y de pelea”, donde padeció “vecindades abochornantes” y se codeó con “toda clase de gente”. De hecho, los intelectuales que introdujeron en México la novela realista naturalista, o bien quienes abanderaron el modernismo por medio de la Revista Moderna, refieren en sus escritos autobiográficos que se entregaban a todo tipo de excesos: la embriaguez, las drogas y los encuentros sexuales extramaritales eran parte de su habitus bohemio.

Sin embargo, cuando no mediaba una justificación creativa o artística, el miembro de las élites y de los sectores medios entregado al ocio se consideraba lagartijo o calavera. Se trataba de un estereotipo que emasculaba al hijo de familias elegantes que, en lugar de seguir disciplinadamente las pautas de conducta y fundar un hogar respetable, se dedicaba a ser un “caballerete trasnochador, jugador, sportman, gran bebedor y egoísta refinado”.

La contradicción entre códigos de comportamiento y prácticas puede entenderse como resultado de una doble moral. Por ejemplo, la publicidad realizada a espacios de elegante sociabilidad etílica sugiere que el consumo de alcohol era aceptable en sus expresiones cosmopolitas. Además de las cantinas y bares retratados por los integrantes de la bohemia modernista, estaban las publicitadas por medio de distintos exponentes de la prensa metropolitana. Figuraba, por ejemplo, el anuncio de una “elegante cantina” situada en el Teatro Riva Palacio, donde se invitaba al público a conocer su cantina-salón y a “probar los magníficos licores y bebidas compuestas que con esmero y limpieza se condimentan”. Cabían, supuestamente, 500 personas en ese salón. La entrada era libre, pero sólo se admitían “personas decentes”. En el mismo sentido figuraban Gambrinus, el Salón Bach, el Deaumont & Recamier, el Sylvain, el Chicago Saloon y otras, donde se ofrecían cocktails, alimentos cuidados por chefs franceses y, en algunos casos, billares. Algunos de estos establecimientos eran concurridos por la incipiente clase media.

 

El mundo de las clases medias

 

Las clases medias mexicanas siguen siendo las menos estudiadas. En esencia, se trataba de pequeñas burguesías que conformaban una suerte de sector social residual: no eran élites ni tampoco clases populares. Para referirse a éste, una crónica sobre la sociabilidad en cafés como El Colón decía:

¿Qué clase social es la que aquí llamamos clase media? En lenguaje serio de prensa o de academia, es la clase que vive entre la que blasona títulos o posee millones arriba de ella y la que subsiste penosamente con el producto exiguo de su trabajo personal abajo, esa es la clase media; es decir, esa masa activa, laboriosa, inteligente, previsora y rica si no opulenta: la de propietarios modestos, la de los profesionistas, funcionarios, industriales… En lenguaje corriente llamamos clase media la de los inclasificados que no visten chaqueta pero que no saben llevar bien puesta la levita; la de las niñas cuyo sombrero denota falta de recursos pecuniarios y de gusto para aderezar adornos.

Todavía más que en el mundo de las élites, el estereotipo de calavera era recurrente para condenar a los jóvenes desobligados, parranderos y jugadores. De manera despectiva, se referían a este tipo de personas como “señoritos”. Mientras que el padre iba al trabajo y cumplía “con la abnegación de un mártir los deberes que impone la familia”, el hijo pasaba horas en las cantinas, en la casa de asignación —como se les llamaba a los burdeles—, en el billar o “vagando con amigos perversos”. En contraste con los obreros y artesanos que producían utilidades a la sociedad, “el señorito” no trabajaba ni producía nada, sino que se consideraba “un zángano” que vivía del trabajo de los demás: un ocioso.

 

El mundo de las clases populares

 

Las élites consideraron vicios, por lo general, las culturas de ocio de las clases populares. Los discursos que aquéllas producían y difundían en prensa escrita condenaban la embriaguez, la indisciplina, el ruido, el desparpajo y, en suma, contrastaban todo lo deseable o encomiable de los paseos, deportes y bailes que llevaba a cabo la gente decente con lo indeseable de las fiestas populares que celebraba la llamada gente de trueno, ya fuesen festividades de naturaleza devocional o secular. Para identificarlos, resulta útil conocer las percepciones de la época. El escritor Heriberto Frías señaló que los sectores populares se conformaron con base en una amplia gama de oficios artesanales, trabajadores fabriles e individuos ocupados en labores cada vez más diversas vinculadas con los servicios urbanos y el mundo del comercio, dentro de los que figuraban choferes, boleros, vendedores ambulantes, meseros, porteros y empleados en obras públicas. Los esparcimientos cotidianos que disfrutaban estos sectores tensaban los anhelos de una sociabilidad ordenada. El ruido de pregoneros, la invasión de la calle y la supuesta suciedad se sumaba al desparpajo, la risa y la fiesta. Entre otros espacios de sociabilidad en 1910, se sumaban 830 pulquerías, 370 cantinas, 610 tiendas con despacho de bebidas, 73 fondas y figones con venta de pulque. Es decir, había alrededor de 2 mil sitios que legalmente expendían bebidas embriagantes. No era fortuito que Francisco Bulnes considerara que la sociedad capitalina era una “esponja siempre empapada de pulque y aguardiente”.

Debe decirse que fueron muchas y diversas las celebraciones que convocaban a las clases populares. Entre las principales estaban verbenas tradicionales en ocasión del Día de Muertos —el 2 de noviembre—, el día de la Virgen de Guadalupe —el 12 de diciembre— y, aunque sin el fervor y desparpajo de épocas anteriores, el carnaval —que se llevaba a efecto en fechas variables entre febrero y marzo—. Se trataba de festividades cruciales en el calendario. En estas fechas se expresaba la proclividad de transitar de lo sagrado a lo profano e, incluso, de entremezclar la religiosidad con el solaz y los excesos. Tal plasticidad fue una de las características de los rituales y diversiones populares que llamaron la atención a los comentaristas de las prácticas sociales durante el Porfiriato.

Para el escritor costumbrista Joaquín López Vergara, el imaginario sobre la aparición de la Virgen de Guadalupe era un mero pretexto entre la gente de trueno para consumir “mucho mole, mucho pulque colorado y muchísima borrachera, salpimentada con riñas sin cuento, puñaladas y uno que otro cadáver”. Según este tipo de testimonios, la violencia era ubicua tanto en las fiestas como en la vida diaria, pues era un rasgo sustancial en los modelos de masculinidad.

Por su parte, el Día de Muertos convocaba anualmente una celebración sui generis. Cada 2 de noviembre la gente acudía a los panteones. Los “ricos” se contentaban con manifestar “su lujo y su gusto, cubriendo los sepulcros con ramilletes […] y encendiendo enormes cirios” mientras se paseaban en el cementerio como si se tratara del Zócalo o la Alameda, “pensando en todo, menos en los difuntos”. En contraste, las clases populares dejaban a un lado el miedo a la muerte y extendían manteles sobre las tumbas de sus deudos, donde se reunían a almorzar guajolote en mole y cabezas de carnero, “dejando el panteón convertido en un basurero”.

Por último, y a pesar de que supuestamente mermó su importancia, el carnaval era otro de los rituales durante los que estallaba la verbena en las calles y barrios de la capital. Es posible que perdiera su relevancia entre la alta sociedad, que lo celebraba con bailes y mascaradas en espacios privados, como el Teatro Nacional. Sin embargo, continuaron los encuentros masivos que las pudorosas élites etiquetaban de libidinosos, atestados por las “gentes de baja esfera”.

Ahora bien, el discurso moralizador de las élites extendió sus reclamos a casi todas las prácticas populares. Igual que en otros contextos, la modernización pretendió disciplinar la fuerza de trabajo. Una ciudad como la de México, donde el artesanado urbano mantuvo su importancia, fue escenario del cuestionamiento de las élites que pretendían regir la semana laboral. El hábito tradicional de ausentarse los lunes del trabajo fue objeto de condenas y reformas desde arriba —como impedir la venta de bebidas embriagantes los domingos—, así como de reivindicación y resistencias cotidianas desde abajo, donde las clases trabajadoras refrendaban como preciada costumbre el San Lunes.

En resumen, las autoridades políticas y las élites censuraron las conductas públicas de las clases populares; se buscó contener el alcoholismo, promover la higiene, disciplinar la semana y la jornada de trabajo. En la práctica y a ras de suelo, se observaron resistencias a las normas, así como una fuerte inercia de los hábitos que dichos sectores asumían como parte de su identidad y vida cotidiana.

Para cerrar, conviene recordar que, impulsadas bajo el cobijo del “tiempo libre”, comenzaron a publicitarse formas de entretenimiento consideradas saludables: la gimnasia, la natación y los deportes en general. En cambio, la ociosidad solamente se reivindicaba cuando se refería a ciertas actividades, por lo general intelectuales.◊

 


* DIEGO PULIDO ESTEVA

Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, donde investiga la historia de las prácticas sociales en la Ciudad de México, así como formas de organización del delito en el periodo comprendido entre 1890 y 1940. Es autor, entre otros, del libro ¡A su salud! Sociabilidades, libaciones y prácticas populares en la ciudad de México a principios del siglo xx, así como del artículo “Porfirian Social Practices and Etiquette”, contenido en The Oxford Research Encyclopedia of Latin American History, de donde se retoman partes del presente texto.