
04 Sep En extinción
La protección animal no sólo se trata de tener espíritu franciscano o conciencia ecológica, sino que presenta un universo de interrogantes jurídicas abstractas y no tan abstractas que bien pueden replantear el estatuto del ser humano entre la cultura y la naturaleza.
– VICENTE UGALDE –
La protección animal no deja de ganar terreno en la sociedad mexicana. La militancia y el activismo a favor de esta causa acumula adeptos y en la última década se han sucedido numerosos cambios sobre la protección animal en leyes federales y locales. ¿Esta transformación del estatus del animal en la sociedad ha estado acompañada de un debate a la altura del cambio que significa? A pesar del profuso debate filosófico suscitado en las últimas décadas por este tema, en México los cambios legislativos no se beneficiaron de una discusión seria de las concepciones sobre el papel de los animales en nuestra sociedad y menos aún acerca de los cambios mayores que significaba la idea de asociarles derechos. Además de electoralista, me parece que la discusión pública que acompañó las recientes novedades legislativas en ese campo fue vacua y apresurada. Una discusión que, si bien no ha sido del todo ausente, parece haberse desvinculado de los procesos legislativos, dando la impresión de que, a la hora de hacer leyes, la práctica de discutir racionalmente el interés general estuviera en peligro de extinción, o bien, estuviera siendo desplazada por discusiones frívolas y simplificadas pero eficaces para polarizar la opinión pública. En 2015 se introdujo la prohibición legal en todo el país del uso de ejemplares de vida silvestre en circos y del uso de ejemplares de mamíferos marinos en espectáculos itinerantes. Ese año, la Ciudad de México se dotó de una Constitución que reconoció, no sólo a los ejemplares de vida silvestre sino a todos los animales, como “seres sintientes”, sujetos de consideración moral, y que estableció la obligación jurídica y el deber ético de respetar su integridad y vida. Se trata de un cambio radical, no sólo respecto a la forma en como el código civil considera a los animales, es decir, como un bien que forma parte de un patrimonio, para pasar a ser sujeto de derechos, sino en la manera en que el derecho y la sociedad los conciben. Aunque no fue invitada a esas discusiones, la filosofía política podría haber contribuido a esclarecer la profundidad de los cambios que nuestros legisladores despacharon en unos cuantos días.
Detrás del no debate
El proceso para prohibir animales en espectáculos itinerantes fue sintomático de la dolencia que atraviesa la práctica legislativa en los Congresos locales y en el federal: evitar o al menos abreviar la confrontación razonada de argumentos. Sin explicitar las tensiones fundamentales del caso, para los promotores de esa reforma, el uso de animales en esos foros dejó de ser inocuo y recreativo para, en ciertos casos, constituir una conducta criminal. Las campañas de comunicación del partido promotor de la reforma, el denominado “verde”, lograron convertir los circos en enemigos de la naturaleza y de la rusticidad, de eso que los anglosajones llaman la wildness. Las imágenes de animales encadenados fueron eficaces para generar emociones y convencer al público de que el domador de circo dejaba de ser posible víctima para fatalmente convertirse en victimario. La criminalización de comportamientos hacia animales y la asignación de derechos a éstos reveló su rentabilidad política y su capacidad para venderse bien, especialmente en las ciudades, pero el debate con dificultad trascendió la crítica frontal a los circos, a la tauromaquia o al maltrato de los animales de compañía.
El estatus de los animales en nuestras sociedades ha dado lugar a provechosos debates en los que se oponen visiones que les conciben como animales de compañía, pero también como productos de la industria de la alimentación, o como materia de experimentación en la industria farmacéutica. Sin que necesariamente se hayan evocado las fundamentaciones filosóficas que circulan en ese debate, en la discusión que se ha dado recientemente en México pueden identificarse al menos dos ideas fuertes: la que hace referencia a la existencia de una comunidad biosférica y la que alude a la capacidad de los animales para experimentar sufrimiento.
En cuanto a la primera idea, Bill Devall y George Sessions, conocidos representantes de la denominada “ecología profunda” y autores de un libro publicado en 1985 que lleva ese título, han justificado la asignación de derechos por la pertenencia de los animales a la comunidad biótica y por ser ésta portadora de un valor intrínseco. Respecto al segundo argumento filosófico, se trata de una idea planteada por Jeremy Bentham a finales del siglo xviii, retomada por Peter Singer en su conocido libro Animal Liberation de 1975 y recurrentemente aludida cuando se discute la atribución de derechos a los animales, según la cual éstos y los humanos comparten la capacidad de experimentar sufrimiento. Esa especificidad compartida entre humanos y animales haría que éstos sean, en la perspectiva de los partidarios de la causa animal, titulares de intereses, y que, en tanto que en la concepción utilitarista la principal función del derecho es garantizar la mayor cantidad de felicidad posible para el mayor número, estaría entonces justificado reconocer la titularidad de derechos a los animales.
Ambas justificaciones parecen convincentes, pero no responden satisfactoriamente a las numerosas interrogantes prácticas: si, por ejemplo, deben hacerse distinciones entre las especies; o bien, respecto a las consecuencias morales de las prácticas que se hacen con cada una de esas diferentes especies, es decir, cuando se les trata como animales de compañía, como materia prima para consumo comestible o como parte de espectáculos. Tampoco presentan criterios categóricos para resolver conflictos entre derechos humanos y derechos de animales. En el caso del debate que se dio en México, fue la segunda idea, la utilitarista, que no es otra cosa que el resultado de proyectar sobre los animales una representación antropomórfica, la más movilizada para justificar que los animales son titulares de derechos y objetos de consideración moral.
La falta de debate no parece haber generado mayores preocupaciones; sin embargo, no parece sin interés si pensamos que la atribución de derechos a los animales puede representar un eslabón dentro de una transformación mayúscula en nuestra forma de valorar los otros elementos de la naturaleza. Las preguntas son entonces de otro orden, pues más allá de los desacuerdos sobre la construcción y cuidado de parques caninos con recursos públicos, la militancia hacia el trato digno de ciertas especies no parece estar todavía acompañada de verdaderas razones para resolver los dilemas cotidianos que enfrentamos respecto a la naturaleza.
Si la cuestión del cuidado de especies animales, domésticas o salvajes, y en general la consideración hacia las futuras generaciones es parte de un cambio general en la ética, los cambios legislativos, como el de la prohibición de animales en espectáculos itinerantes, no necesariamente ayudan a entender cómo vamos a estructurar la valoración moral de nuestros actos ante la naturaleza. Algunas nociones bien arraigadas en nuestra forma de hacer esa valoración, como la responsabilidad, ilustran bien esa dificultad.
Una responsabilidad asimétrica
Las consecuencias del calentamiento de la Tierra, del uso de nanotecnologías y de la proliferación de tecnologías de manipulación genética plantean una redefinición del marco ético para la acción. Situaciones hace poco tiempo remitidas a un plano exterior al de la voluntad de los individuos dependen ahora, al menos de manera indirecta, de la acción humana. El clima, la biodiversidad y la genética pueden ser, lo sabemos, afectados por el actuar humano. Esta inserción del arbitrio humano en lo que antes era categorizado y entonces explicado simplemente como “natural” estaría modificando algunos rasgos del acto moral, que se presenta incluso en banales gestos cotidianos, como optar por tal o cual producto para nuestra alimentación (libre o no de pesticidas, producto de granjas industriales o tradicionales), o de utilizar tal o cual medio para trasladarnos (automóvil particular o transporte público). La situación en la que se configura la imputabilidad ética, antes exenta de consideración moral por concernir a lo natural, tiene ahora que considerar que muchas de nuestras decisiones son actos morales, pues sabemos que tienen implicaciones en el equilibrio ecológico, el clima, la biodiversidad o la genética.
Como lo ha explicado con inteligencia y claridad François Ost en su libro La nature hors la loi, nos encontramos en una situación de cambio en las categorías habituales de la responsabilidad, en la que individualmente somos responsables o corresponsables de acciones cuyas consecuencias no se conocen completamente. La responsabilidad, como señala Ost, trasciende entonces la esfera de inmediatez que generalmente le asociamos y modifica su plano temporal agregando un rasgo prospectivo. En efecto, en el pensamiento ético y jurídico tradicional, la idea de responsabilidad está concebida en un horizonte temporal hacia el pasado: la imputación se hace sobre algo realizado y lo que se busca es identificar al autor de la acción para atribuirle el deber de reparar, de dar cuentas. A partir de que el actuar humano tiene la capacidad de afectar el clima, la biodiversidad y la estructura genética, debe entonces considerarse un horizonte temporal hacia el futuro: la lógica de la imputación cambia; ahora el agente debe asumirse responsable de las consecuencias previsibles a futuro, directas e indirectas, de sus acciones en el presente. La idea de reparar el daño deja de tener sentido, pero sigue firme la de responder por ello o dar cuentas, es decir, de asumir la responsabilidad de consecuencias a veces vagamente predecibles y seguramente ante un grupo de afectados indeterminado.
Es hacia ese grupo indeterminado o, como le llama Ost, hacia esa categoría abstracta de personas, ante el que, en principio, somos responsables, pero al mismo tiempo lo somos hacia el equilibrio natural, condición de su supervivencia. Ello no está al abrigo de numerosos problemas, pues si bien es entendible asumir esa carga, cuestiones como su alcance temporal o como la distinción entre humanos, animales, vegetales y materia inerte suscitan preguntas respecto a si procede también tener una consideración diferenciada a cada uno de estos grupos; o, incluso, si deben hacerse distinciones dentro de cada uno de ellos. Sue Donadlson y Will Kymlikca agregan, a la clásica división entre animales domésticos y salvajes (domesticated and wilderness animals), un tercer grupo, de los “liminal animals” (por estar en una suerte de limbo entre y en los dos primeros). De esta sugerente clasificación se deriva la asignación a cada uno de esos grupos de una condición diferenciada en una sociedad “multiespecie”, en la que, en una concepción radical de los derechos de los animales, a los domésticos correspondería la condición de ciudadanos.
En principio, se antoja que la protección de los animales y, en general, de la naturaleza podría reconocer esas distinciones, así como una jerarquía entre sus componentes. Así, si el destino de los elementos de la naturaleza es común, como lo conciben los adherentes a la idea del igualitarismo ecológico, una intensidad diferenciada de responsabilidad hacia humanos, animales, vegetales y el resto de la materia sería entonces aceptable.
Sin embargo, como lo recuerda François Ost, desde la época de la Ilustración, la necesidad de protección hacia la esfera de los humanos se articula en torno a los derechos, los derechos universales; y entonces resulta problemática la extensión de éstos hacia los otros entes de la naturaleza: aunque es éste el ideal del igualitarismo ecológico, parece difícil ampliar los derechos a miembros no humanos de la comunidad biológica, especialmente cuando se piensa que al lenguaje de los derechos corresponde el establecimiento, no sólo de un corpus retórico, sino también de instituciones y procedimientos.
Aunque estos inconvenientes no han detenido el incontenible impulso regulatorio ni la generosidad hacia los animales de algunos legisladores mexicanos, su preocupación por las especies animales me resulta, por decir lo menos, incierta. El estatus de los animales en las leyes como la de vida silvestre, el código civil o incluso las reglamentaciones relativas a propiedad intelectual o ciencia y tecnología confirman que subsiste cierta ambigüedad al respecto. La vulnerabilidad de los miembros no humanos de la comunidad biológica exigiría que los humanos acepten, sin pretensión de reciprocidad, deberes hacia los otros miembros de esa comunidad. Esta situación, como dice François Ost, de deberes asimétricos de responsabilidad estaría justificada por esa vulnerabilidad, así como por la simbiosis biológica que, en todo caso, supone que su protección es también benéfica para los humanos.
El éxito y expansión de la defensa del bienestar animal no podría disociarse de la crítica de la noción de wildness, a la que se refieren lúcidamente Catherine y Rafaël Larrère en Du bon usage de la nature. Pour une philosophie de l’environnement. En esta crítica, la protección de la naturaleza es vista como una medida para apaciguar el reproche moral que pueden hacerse las poblaciones favorecidas del mundo desarrollado y —agregaría— de los medios urbanos que, en realidad, poco se preocupan por la naturaleza. En México, fuera del sensacionalismo que anima la propaganda partidista, los aspectos relacionados con la reproducción de animales en granjas o con su uso en laboratorios no parecen ser alcanzados por el activismo en defensa de los animales, ni por la bondad legislativa en materia de maltrato animal.◊