En el horizonte del silencio: La poesía de Jorge González Durán

Tres de los animadores principales de la generación de Tierra Nueva, Jorge González Durán, Alí Chumacero y José Luis Martínez, publicaron en su juventud uno o dos libros de poemas y después callaron. En este texto —escrito para el homenaje a González Durán que se celebró en el Palacio de Bellas Artes el 11 de julio pasado—, José María Espinasa se pregunta por las condiciones que definieron ese silencio poético y aventura una respuesta: el conflicto entre la tradición conservadora de la provinciana mexicana y la inescapable modernización de la capital posrevolucionaria.

 

–JOSÉ MARÍA ESPINASA*

 


 

La generación a la que pertenece el escritor jalisciense Jorge González Durán está marcada por un curioso destino, al que en otros textos he calificado como “el síndrome de Rulfo”. Sus deslumbrantes inicios como escritores —y me refiero a toda la generación de Tierra Nueva— fue el espacio desde el que se asomaron al abismo del silencio. Es tentador pensar que ese abismo fue el del vértigo ante la página en blanco anunciado por Mallarmé a principios del siglo xx, manantial del cual fluye la poesía moderna, pero ahí están el problema y el enigma: la poesía que escribieron Alí Chumacero y Jorge González Durán —fundamentalmente, aunque no son los únicos: hay que recordar que José Luis Martínez también empieza como poeta, y que a la generación se suman los potosinos Félix Dauajare y Manuel Calvillo, además del guanajuatense José Cárdenas Peña— no es moderna, o no se apropió de la modernidad. Ambos provienen de una corriente lírica que fue muy importante en las primeras décadas del siglo, pero que ya en los años cuarenta estaba en retirada: la que representa el búho de Enrique González Martínez, contrapuesta a su vez a la del pájaro carpintero de López Velarde, más que al cisne de Darío. Eso me permite hacer en estas notas un breve ejercicio de ornitología.

El silencio de González Durán, como el de Rulfo o el de Chumacero, tiene que ver con una sensación que tiñe lo que se escribe: es un lenguaje vacío. Vacío de sentido; por lo tanto, sin futuro. Y si bien su tono aspira a lo trascendental, es evidente que, si no tiene sentido, no tiene trascendencia alguna y acaba por ser trivial. Dicho en lenguaje muy llano: no es que, como en Mallarmé, la angustia venga de no poder escribir, sino incluso al contrario, viene de una facilidad para escribir sin para qué. Los integrantes de Tierra Nueva fueron espléndidos funcionarios públicos, editores y divulgadores. Chumacero y Martínez laboraron, por ejemplo, en el Fondo de Cultura Económica (fce); González Durán sirvió a la diplomacia mexicana —y, como se diría en el lenguaje de entonces, hicieron patria—. Pero no creo que fuera eso lo que los alejó de la escritura literaria (Martínez la sublimó en su espléndida obra de historiador). Fue la sensación de que escribir no servía para nada — experiencia extrema del pesimismo nihilista, al cual, sin embargo, los hombres de la esperanza posrevolucionaria no podían adscribirse—. No fueron, pues, modernos, como lo fue un poeta al que admiraron mucho pero no podían seguir: Ramón López Velarde. La ironía los incomodaba, sobre todo por escrito (verbalmente la tenían a raudales), y que ella fuera capaz de ser materia de la poesía (a su manera en Novo, en Villaurrutia o en Renato Leduc) no los movía a trazar letras sobre el papel. Si de la experiencia no se pasaba a la página, menos se hacía a lo impreso. Pero hacer de la literatura oralidad pura, como acabó haciendo otro escritor de Jalisco, Juan José Arreola, no fue tampoco lo suyo. Era, pues, un callejón sin salida.

Tierra Nueva, por ejemplo, fue una espléndida revista. Pero, al contrario de su antecesora, Taller —la revista de Octavio Paz—, no miraba al futuro sino al pasado, y más para reflejarse que para cuestionarlo. La misma idea de literatura no era posible sin pasado; por eso, por ejemplo, no fueron sensibles —aunque los conocieron— a los movimientos vanguardistas. El clasicismo mexicano que representa, además de González Martínez, Alfonso Reyes, a pesar de su vigor literario, había ya perdido para entonces la batalla del futuro. Por eso, creo, la generación de Tierra Nueva se encuentra en buena medida ausente de Poesía en movimiento, no obstante que uno de los antólogos es Alí Chumacero. Es ahora que esa generación cumple centenarios cuando debemos situarla con precisión, y creo que no hay otra manera de hacerlo que analizando su silencio.

Para González Durán, la poesía, más que un oficio, es una orfebrería. Su representación metafórica no es el búho sino la alondra que trae, para acudir a un memorable verso de Darío, la luz de la mañana. Pero a esa luz se accede desde la penumbra de la noche que se retira. Por eso esa alondra reaparece en Chumacero como mensajera de Heráclito, el pensador de lo fugaz, del tiempo en permanente huir de sí mismo. González Durán hereda esa angustia de los Contemporáneos. Y la hereda también en una línea laboral: trabajar por la cultura del país, algo que tal vez, sólo tal vez, puede ofrecer una permanencia tangible en el perpetuo flujo de la temporalidad. Fue, seguramente, una dolorosa renuncia a la poesía para González Durán, renuncia que no sabría calificar de consciente o natural, de inexplicable o de lógica. En este terreno falta investigación, conocer la correspondencia, recopilar sus textos críticos, tener una biografía más allá de las fichas biográficas disponibles en enciclopedias y diccionarios. (Vale la pena subrayar aquí la importancia de la que se ha hecho recientemente, y ya está disponible en la web: la Enciclopedia de la literatura en México). Como lo que tenemos es su poesía, es a ella a quien hay que preguntarle (por cierto, urge que el fce la vuelva a poner en circulación; en la web sólo puede consultarse el “Material de lectura” que prologó Bernardo Ruiz).

En la poesía de González Durán ­­—poesía de amor por necesidad—, la experiencia constante es la ausencia, no del amor sino de la amada. Como ocurre en la lírica, cuya tradición ha sido descrita líneas arriba, el acabado formal es cuidadoso y borda sobre los tópicos de esa ausencia. Y ocurre con frecuencia en la penumbra, en el claroscuro, en el invierno. Pero, a diferencia de los Contemporáneos, tiene una condición más vital; es, en buena medida, celebratoria. En la generación de Tierra Nueva se da una curiosa paradoja, distinta de la que se da en grupos anteriores: vienen de la provincia, de una ciudad como Guadalajara que, si bien no es un pueblo, tiene comportamientos de tal, como se ve, por ejemplo, en la presencia de la Iglesia en la vida cotidiana, en la cultura y en el funcionamiento social. Basta ver las biografías de Rulfo, Arreola o Antonio Alatorre. En la obra de estos escritores se manifiesta que esa urbe tenía connotaciones muy distintas a las de la Ciudad de México.

Me interesa que se tenga presente la condición católica de la ciudad y de su entorno, en el cual se había librado casi toda la lucha cristera. Había en estos escritores la necesidad de restaurar un orden social, lo que no podía hacerse sino a partir de esa condición religiosa, que socialmente se traducía en costumbres. La importancia de la familia como núcleo vital e identidad colectiva. Vivía la zona un florecimiento cultural que en buena medida migró a la capital del país, donde alimentó la consolidación del régimen posrevolucionario. Y la literatura fue un espacio de resguardo para una vida interior e íntima basada en la celebración de los valores poéticos más convencionales. Los valores se definían formalmente, es decir, por la forma, preceptivamente. Por eso, entre la escuela de Leyes y el seminario se ponía en juego el abanico cultural de la realidad jalisciense. En la capital de país, instituciones como la Universidad Nacional, el Fondo de Cultura Económica y El Colegio de México recibirían laboral e intelectualmente esa migración tapatía y ofrecerían alternativas conceptuales y reflexivas.

El centralismo tan férreo se fragua en esos años. Y la mentalidad literaria que la migración a la capital lleva consigo choca con la que aquí se desarrolla y se manifiesta en los años cincuenta en libros como El laberinto de la soledad y El arco y la lira (Paz), La región más transparente (Fuentes) y Los días terrenales (Revueltas). Si en el terreno de la narrativa el escenario se desplaza del campo y la realidad rural a la ciudad, en el terreno de la poesía va de lo intimista y bucólico a la “poesía en movimiento”. No era éste el terreno de la generación de Tierra Nueva. Desde luego, pensar que si González Durán hubiera permanecido en Guadalajara hubiera seguido escribiendo poesía es demasiado simple; la crisis fue más profunda. Y tiene que ver con un matiz de la poesía amorosa que practicó. El becqueriano “no volverán” de las golondrinas es asumido a fondo: el amor es irrepetible y la apuesta por su permanencia, en buena medida, quimérica.

La forma de la que hablé antes hace que el poeta busque disimular en ella la condición inevitablemente personal de lo que dice. González Durán busca una transparencia en su dicción, en su ritmo, transparencia construida por veladuras de la luz en la línea de la atmósfera de ala de mosca a lo López Velarde. Tal vez por eso sus “sonetos imperfectos” son la vena en que alcanza mejores momentos, la que nos hace desear que hubiera seguido escribiendo. El soneto, por su condición estructural tan compleja, por su extrema condición formal, es un terreno que le permite tejer sobre lo ya tejido, funcionar como un paisaje con diversas capas luminosas que resaltan sus veladuras. La densidad del aire se siente al tacto, la de la luz se escucha en su ritmo.

Concluyendo: la angustia ante la página en blanco deja su lugar a otra con menos abolengo: la angustia ante la página escrita. Una poesía que canta al amor no puede sino guardar silencio después de haberlo cantado. No es picaflor nerudiano sino ángel de la anunciación. Después de esa epifanía, todo es silencio. Por eso en cierta manera, y en esto también Durán y Chumacero siguen a los Contemporáneos, la poesía no sólo es efímera en su búsqueda de permanencia: también lo es como actitud juvenil (o nueva, como la llaman ellos en su revista). La poesía, entonces, más que una tradición de la ruptura, fue para ellos una imposible continuidad de la excepción; y su destino —más temprano que tarde, porque en realidad nunca hay tardanza­—, el silencio.

 


* JOSÉ MARÍA ESPINASA
Es poeta, ensayista y editor. Entre sus trabajos de editor, en 2008 preparó, para ser publicada por El Colegio de México, la Antología de la revista Diálogos.