Emergencia ambiental y sus impactos en la vida

Los avances en materia ecológica son incuestionables; sin embargo, el deterioro ambiental no se detiene. Como señala Julia Carabias, el planeta enfrenta una emergencia ambiental ante la que gobiernos y ciudadanía debemos modificar el modelo de desarrollo imperante y construir una ética con valores de respeto a la naturaleza y a los derechos humanos… antes de que el tiempo se agote.

 

JULIA CARABIAS*

 


 

Hace cincuenta años se llevó a cabo la primera cumbre ambiental convocada por las Naciones Unidas (1972). Tocó al primer ministro sueco Olaf Palme presidirla e imprimirle su sello de humanismo. El tema fue el medio humano, y el enfoque principal, los impactos de la galopante contaminación sobre la salud humana. Veinte años después, en Río de Janeiro, la mayoría de los jefes de Estado se reunió en la conferencia de Medio Ambiente y Desarrollo (1992). La visión se había ampliado y se analizaban, aunque con algunas reticencias, los vínculos entre pobreza y deterioro ambiental. Los ecosistemas se hicieron visibles y más protagónicos. Los países aceleraron la atención sobre los temas ambientales y se reconoció su carácter global; lo ambiental unía al mundo. Sin embargo, al paso de diez años, la tendencia al alza de este tema se interrumpió. El ataque a las Torres Gemelas impidió que la Cumbre de Río+10 atrapara la atención de los jefes de Estado; no se logró lo esperado y se perdió el ímpetu. Lo ambiental regresó a ser marginal y quedó supeditado a lo económico y a lo social.

En las últimas décadas hemos vivido recurrentes crisis sociales y económicas y, con ellas, la ambiental se profundiza. Hoy, a éstas hay que sumar la sanitaria, que aún no acaba, por la pandemia de covid, además de la absurda, reprobable y atroz guerra iniciada por Rusia contra Ucrania.

Estamos viviendo una crisis civilizatoria, una época inhóspita y convulsa que se expresa en muchas dimensiones: el multilateralismo debilitado, la política desprestigiada, la desconfianza instalada, la democracia herida, la violencia exacerbada; la ciudadanía se muestra polarizada, desmovilizada o asustada; la calidad de vida, a la que cada cultura aspira en el contexto de los derechos humanos universales, está severamente menguada; los valores de respeto al prójimo y a todas las formas de la vida parecen desvanecidos; y la naturaleza destruida, por mencionar sólo algunos rasgos de las sociedades actuales que se ostentan como modernas.

Ante esta situación, podemos dejar que el miedo y la ansiedad de un futuro incierto nos paralice, evitar pensar en ello o, incluso, aceptar con alivio que otros decidan por nosotros, o que sea el otro quien haga algo. Estas actitudes generan un entorno propicio para el surgimiento de líderes autoritarios que se creen poseedores de la verdad y no escuchan, o de regímenes totalitarios, situación que a muchos resulta confortable. La alternativa es que podemos generar las condiciones para repensar lo que estamos haciendo como humanidad: entender, tomar conciencia, planear, actuar, revertir los problemas cuando sea viable o adaptarnos, de la mejor forma posible, a muchos de los cambios que ya son irreversibles. Yo apuesto por esta segunda opción.

Los avances en materia ambiental de los últimos cincuenta años son incuestionables en cuanto a la acumulación de conocimiento; a la creación de instituciones, leyes y políticas; a la toma de conciencia y de decisiones, y a la participación ciudadana y de muchos sectores. No es éste el espacio para hacer un recuento detallado de los logros; mucho se ha escrito sobre el tema. Sin embargo, y a pesar de ellos, el deterioro ambiental no se frena —mucho menos se revierte— y la pobreza y las desigualdades sociales y económicas se acentúan.

El daño y las trasformaciones que los humanos hemos provocado en el planeta no tienen precedente, debido a la velocidad a la que ocurren y porque es la primera vez que una especie los provoca. Estamos en una emergencia ambiental que se expresa en el cambio climático, la pérdida de la biodiversidad, la disminución del acceso al agua dulce y la alteración de la atmósfera, del suelo, de los ciclos de nutrientes, entre otros fenómenos. La ciencia, durante décadas, ha generado evidencia de que los sistemas de producción y de consumo del modelo de desarrollo predominante trasgreden las funciones del planeta Tierra y lo llevan a niveles de riesgo para la estabilidad de la vida tal y como hoy la conocemos, lo cual incluye, por supuesto, a los humanos.

Nuestra especie, Homo sapiens, evolucionó bajo las mismas leyes naturales que todas las demás especies. La similitud genética de los humanos con millones de especies es muy alta; por eso compartimos las funciones esenciales del metabolismo y del funcionamiento de la vida. Si bien nuestro cerebro es el más complejo del planeta y somos la única especie consciente de la muerte, ello no nos hace independientes de las leyes naturales y menos aún nos da el derecho de depredar la casa que habitamos con todos los demás seres vivos. ¿Cómo utilizar entonces nuestras capacidades de creatividad, curiosidad, asombro, aprendizaje, memoria, para recuperar la armonía entre la sociedad y la naturaleza, y no socavar las condiciones naturales que nos hicieron humanos, conscientes y sociables?

  

¿En qué situación estamos?

 

En 1972, cuando el mundo se reunió en Estocolmo, la población global era de 3 mil 700 millones de personas; hoy somos poco más del doble, pero con niveles de consumo per cápita mucho más altos en promedio y mucho más desiguales. A pesar de que la extracción de recursos y el consumo de energía se han triplicado, de que el comercio aumentó diez veces y la economía global cinco, aún 1 300 millones de personas viven en pobreza, 700 millones padecen hambre, 2 mil millones sufren estrés hídrico y 40% del total de la población está afectada por la degradación de la tierra.

Desde la Conferencia de Estocolmo hasta la fecha, las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero (gei) se duplicaron, al pasar de 29 a 59 gigatoneladas de CO2e. En la actualidad, la temperatura promedio de la superficie terrestre ya aumentó 1.2°C y hemos alcanzado las concentraciones de bióxido de carbono más altas de los últimos 800 mil años; esto se expresa en patrones climáticos modificados, en mayor frecuencia e intensidad de los eventos hidrometeorológicos extremos: inundaciones, sequías, olas de calor, incendios, deshielo, aumento del nivel del mar. A este ritmo, en 2040 se habrá superado la temperatura promedio por 1.5°C, lo cual agravará profundamente estos problemas, y podría rebasar los 3°C en 2100, con impactos inimaginables. Si queremos alcanzar los acuerdos de París y no rebasar 1.5°C, en 2025 las emisiones deben alcanzar su punto máximo; sólo faltan 3 años para ese reto.

El otro indicador de la emergencia ambiental es la pérdida de la biodiversidad. Las especies se están extinguiendo entre decenas y centenas de veces más rápido que la tasa natural; hay menos individuos por especie y sus áreas de distribución son cada vez más restringidas por la deforestación; por eso van rumbo a la extinción. El efecto combinado de la deforestación y el cambio climático amenaza con extinguir un millón de especies de plantas y animales en 2100.

Estas transformaciones, además del impacto sobre la vida y su evolución, socavan el desarrollo de la humanidad porque afectan la producción de alimentos, la disponibilidad de agua, la salud humana y la de todos los seres vivos, entre muchos otros servicios ambientales.

Si 7 mil 800 millones de personas ya hemos alterado tres cuartas partes de la superficie terrestre y dos tercios de los océanos, ¿qué va a ocurrir cuando, en 2050, sean 2 mil millones de personas adicionales y 4 mil millones más en 2100, bajo esta ecuación perversa de más población, menos recursos, más degradación, más pobreza y una ocupación territorial caótica? Es irracional que, ante estas evidencias, no reaccionemos con urgencia.

 

La urgencia de la trasformación hacia la sustentabilidad del desarrollo

 

El entorno socioeconómico construido nos induce a adoptar hábitos que provocan la degradación ambiental. Los mercados construyen preferencias de consumo con el propósito de maximizar ganancias, sin internalizar los costos ambientales ni sociales. Impera hoy el culto al consumismo y a la competencia, que ha sustituido los valores de afecto, altruismo y cooperación que forman parte de nuestra biología y favorecen el bienestar del grupo, del interés colectivo. Consumir, además de un negocio, se ha convertido en una obsesión inducida por un capitalismo exacerbado.

El modelo de desarrollo globalizado que impera, consumista y extractivista, está guiando la ruta, y lo que nos dice la ciencia es que no se puede seguir haciendo más de lo mismo. Hay que cambiar con urgencia porque todo retraso implica trasladar de manera incremental los costos a quienes hoy tienen 30 años y menos. Estamos consumiendo lo que corresponde a los jóvenes y a quienes hoy están naciendo. Es inmoral no hacerse cargo de esta situación, más aún cuando conocemos las soluciones.

Sabemos que, si en 2030 se reducen las emisiones en 50% con respecto a las actuales y se llega a cero emisiones en 2050, se detiene a cero la deforestación, se elimina la sobreexplotación y las fuentes de contaminación, los impactos pueden aminorarse sustancialmente. Conocemos las medidas necesarias para modificar los sistemas energéticos y volverlos neutros en carbón y para volver sustentables los sistemas hídricos y alimentarios. Hay experiencias exitosas para desacoplar el crecimiento económico del consumo de recursos, para impulsar la economía en sectores sustentables, así como los empleos verdes y dignos —sobre todo para los jóvenes—, para internalizar los costos ambientales en la economía. Sabemos que una política de justicia y equidad de género contribuye a frenar las tasas de crecimiento de la población. También la realidad ha demostrado que hábitos de consumo más sustentables, menos demandantes de energía, agua y materias primas, no disminuyen la calidad de vida. La ciencia, las múltiples experiencias y los saberes de los pueblos originarios han evidenciado la viabilidad de estas medidas. El recurso económico existe, sólo hay que redireccionarlo y redistribuirlo.

Esto forma parte del cuerpo de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible y sus 17 Objetivos, pero difícilmente se expresa en las agendas nacionales. Es obvio que no estamos haciendo lo que debemos por varias razones. A continuación señalo sólo algunas.

  • No existe la voluntad política de acelerar los esfuerzos para llegar al año 2030 en una condición más favorable porque implica costos en el corto plazo y ganancias en el mediano. Por ello, un gobernante que va de paso y sólo desea imprimir su sello de poder con programas efímeros que llegan sin planeación y se van sin evaluación no está dispuesto a invertir en un cambio de largo plazo y rehúye su responsabilidad intergeneracional, por lo que traslada el costo al futuro, lo cual hace más difícil, costoso e injusto enfrentar los retos.
  • Hay un negacionismo de la ciencia. Es más fácil y común que los políticos manipulen la información para ganar clientelas a que debatan principios para construir conciencia y, con convicción, un futuro sustentable.
  • No hay una ciudadanía amplia consciente, organizada e informada que demande, exija y castigue con su voto.
  • No hemos sabido comunicar la emergencia ambiental.
  • El interés privado impera sobre el público.

Ante la inacción de los gobiernos, en múltiples ocasiones hemos señalado la importancia del rol de la ciudadanía, de la sociedad civil organizada, para exigir los cambios de las políticas; allí colocamos la apuesta y la esperanza. Por ello, la democracia es indispensable. Pero no basta con crearla, hay que defenderla para que se mantenga, pues también ha demostrado su fragilidad.

Si los seres humanos reaccionamos al contexto social y cultural construido, entonces ¿cuáles son los cambios del entorno necesarios para detonar hábitos y conductas menos demandantes de recursos y más adecuados con la salud de la naturaleza y de los bienes comunes?, ¿cuáles los que permitirían enaltecer las conductas del bien colectivo, del interés común como condición del desarrollo sustentable?

Debemos desarrollar nuevos enfoques y entrelazar disciplinas que favorezcan el entendimiento de los procesos interconectados de los sistemas complejos. Es necesario impulsar la interdisciplina y la transdisciplina para poder interpretar mejor la realidad e incidir en ella de forma más adecuada. Falta cooperación entre las ciencias naturales con la neurociencia, la inteligencia artificial, las humanidades, las artes, la cultura, la filosofía, entre otras disciplinas. Nos hablamos muy poco y nos entendemos menos. Necesitamos construir nuevas visiones para detonar la voluntad colectiva hacia un nuevo curso del desarrollo y una ética con un código de valores de respeto a la naturaleza y a los derechos humanos universales.

México necesita acelerar el paso en esa dirección y, aunque hay instituciones académicas que han incorporado el estudio interdisciplinario de muchos procesos, aún son esfuerzos marginales que no influyen en una nueva visión del quehacer de las políticas públicas.

Además, México necesita un diálogo nacional respetuoso, plural e incluyente, para construir una estrategia de desarrollo sustentable de largo plazo:

  • a partir de la vasta experiencia acumulada, de la mejor ciencia disponible, de la inmensa tradición y de las numerosas historias de éxito;
  • alineada a los acuerdos y compromisos multilaterales y que fortalezca así la cooperación global;
  • expresada en políticas, programas, instrumentos legales y económicos, que tengan continuidad, una visión integral y planeación intersectorial;
  • gestionada por instituciones renovadas y fortalecidas, acordes con los nuevos retos, capaces de adaptarse a las condiciones cambiantes, a cargo de equipos profesionales, conocedores, eficientes, comprometidos y honestos;
  • con mecanismos de toma de decisión y evaluación transparentes e incluyentes, vinculantes, establecidos en la legislación, concordantes con los principios del Acuerdo de Escazú: información, participación y acceso a la justicia;
  • en la que el bien público se anteponga sobre el privado.

Es tiempo de informarnos, de escuchar, actuar y cambiar, y todos tenemos una responsabilidad para lograrlo; debemos ser conscientes de que la ventana de oportunidad se cierra.◊

 


 

* Es profesora e investigadora en la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México y miembro de El Colegio Nacional. Es ecóloga dedicada a la conservación, el manejo y la restauración de ecosistemas tropicales y a las políticas ambientales. Trabaja en la Selva Lacandona, Chiapas. Fue secretaria de Medio Ambiente, Recursos Naturales y Pesca del gobierno federal (1994-2000). Entre sus obras destaca el libro Cambio climático. Causas, efectos y soluciones, escrito en colaboración con Mario Molina y José Sarukhán y publicado en 2017 por el Fondo de Cultura Económica. En El Colegio de México ha colaborado en los libros Derecho y cambio social en la historia (2019) y Agua, medio ambiente y sociedad. Hacia la gestión integral de los recursos hídricos en México (2005).