El trabajo de cuidados y la discriminación estructural

Una reorganización profunda del trabajo doméstico y de cuidados, respaldada por un sistema institucional que evite y revierta una serie de estereotipos y desigualdades, se propone en este artículo para enfrentar en este ámbito la discriminación de género.

 

ALEXANDRA HAAS PACIUC | ANA HEATLEY TEJADA*

 


 

El trabajo de cuidados y las múltiples formas de discriminación comienzan a ser visibles en el discurso político y en la opinión pública en general. Ésta es una buena noticia en un país que ha tenido serios problemas de violencia contra las mujeres en las últimas décadas y que batalla para formular una política de género integral, amplia y transversal. Discutir la intersección entre el trabajo de cuidados y la discriminación es relevante porque en este cruce se evidencia cómo los estereotipos de género producen una serie de circunstancias concatenadas que terminan por impedir el ejercicio de los derechos humanos, así como la igualdad a gran escala. La proporción es tan grande que, según estimaciones del Inegi, en 2019 el valor económico del trabajo no remunerado (doméstico y de cuidados) fue equivalente a 5.6 billones de pesos, es decir, 22.8% del pib nacional (Inegi, 2020). De este caso de discriminación estructural sólo podemos salir mediante la transformación de leyes, instituciones y prácticas.

En México, las instituciones, la legislación y las políticas de trabajo y de seguridad social se construyen sobre la base de una serie de supuestos sobre quiénes son las personas mexicanas y sobre cómo deberían de comportarse —es decir, quiénes realizan qué tareas, qué horarios podrán cubrir, qué tipo de trabajos estarán disponibles, etcétera—. Estos supuestos son particularmente visibles en el diseño de la seguridad social, en el que persiste una concepción equivocada sobre roles de género, misma que reproduce y materializa estereotipos y desigualdades entre hombres y mujeres. El modelo de protección cubre a los hombres que tienen un trabajo fijo y formal; sus dependientes, incluidas sus parejas, reciben protección por su conducto. Este modelo sólo refleja una minoría de la población mexicana y, por eso, la alta fragmentación de la seguridad social y su asociación a la formalidad en el empleo se convierten en causas de la desigualdad profunda, no sólo identificada con el nivel socioeconómico, sino con otras características, como el género, la orientación sexual, el origen étnico y la edad.

La noción preconcebida de la familia “tradicional” sigue siendo el telón de fondo para las políticas y los procesos administrativos que, en lugar de adaptarse y servir a lo común, reproducen e imponen prescripciones sociales. El matrimonio, la familia, las relaciones laborales, los servicios de guardería y las pensiones, entre otros, han sido diseñados sobre la base de que las mujeres permanecen en casa, cuidando de hijas, hijos y familiares, mientras que los hombres salen a trabajar. Bajo esta lógica, ellas no trabajan, sólo están en casa cuidando, queriendo: en fin, “siendo mujeres”. Pero ésta es una construcción social que la realidad, al fin y al cabo, desmiente. Los hombres, por su parte, con sus mandatos de masculinidad, son las otras víctimas de este arreglo que los limita al rol de proveedores, les impone la violencia como la forma privilegiada de relacionarse y reduce las posibilidades que tienen de involucrarse en tareas de cuidados y de desarrollar libremente su faceta más afectiva. Más allá de lo que atañe a las personas en lo particular, hay otra serie de factores, como la transformación del mercado de trabajo y la diversidad de arreglos familiares, que cuestiona la pertinencia de esas instituciones y que debería apresurar un cambio de gran calado. Ya no podemos seguir pensando que los bienes y servicios vinculados con el cuidado son residuales. A estas alturas, y después de ver los resultados de la pandemia por covid, una reforma institucional y social es indispensable para tener una perspectiva de futuro.

La pandemia permitió que los reflectores por fin apuntaran al bienestar de la población por encima de cualquier otra consideración. Gracias a ello, el trabajo de cuidados, que es esencial para todas las formas de bienestar, pudo posicionarse en la agenda pública con la importancia que requiere; tendría que estar en el centro de la política pública por cuatro razones fundamentales:

1. Es un derecho (derecho al libre desarrollo de la personalidad para las mujeres, derecho a cuidar para los hombres, derecho de infantes, adolescentes y personas mayores a recibir un cuidado adecuado, entre otros).

2. Mejora la cohesión social y reduce la violencia.

3. Posibilita la inserción de mujeres en el mercado laboral como mecanismo que potencie su libertad y autonomía.

4. Promueve la creación de un mercado de bienes y servicios que puede potenciar el crecimiento económico.

El trabajo de cuidados está excluido de las remuneraciones, de la seguridad social y del reconocimiento como trabajo fundamental para la vida y el bienestar, a pesar de que es sostén fundamental de la economía actual. Dicha exclusión es parte de la discriminación estructural que pesa sobre él y que tiene efectos materiales y prácticos nocivos para el bienestar de las personas. Aunque es un trabajo que no se paga, sí tiene costos para las mujeres, sus familias y comunidades.

En primer lugar, la discriminación estructural oculta el hecho de que la economía actual depende del trabajo gratuito de cuidados que permite sostener y reproducir la vida de los trabajadores, especialmente en países como el nuestro, que compite internacionalmente a partir de la mano de obra barata. En consecuencia, gran parte de los trabajadores recibe ingresos insuficientes que no permiten costear los gastos del trabajo de cuidados. De esta manera, en los hogares con salarios bajos y con servicios públicos insuficientes, la mano de obra gratuita de las mujeres se vuelve una necesidad de subsistencia. La falta de ingresos y servicios provoca que las mujeres no puedan salir al mercado laboral, no viceversa.

Por otro lado, el trabajo de cuidados sólo recibe reconocimiento como rol de género (el de madre) y esto ayuda a materializar los estereotipos que colocan a las mujeres en desventaja y que alienan a los hombres de toda una dimensión de la vida relacional-afectiva. Las relaciones de apego con hijas e hijos se construyen a través del cuidado durante la primera infancia, por lo que la relación entre padres e hijos se debilita cuando los primeros no cuidan.

Por otro lado, la generalización del rol de mujeres y hombres en el trabajo de cuidados pone en apuros a la diversidad y carga sobre las personas los ajustes burocráticos que se requieren hacer (litigios, permisos especiales, etc.). Es el caso de las parejas del mismo sexo que han tenido que ir a la sede judicial a forzar los cambios legislativos o de política pública. Si bien las batallas son valiosísimas, representan un costo económico y emocional que esas personas no deberían pagar.

Otra forma en la que la discriminación estructural alrededor del trabajo de cuidados impacta a las personas es a través de la desprotección social que resulta del diseño institucional. Una mujer adulta que dedica su tiempo al trabajo de cuidados no remunerado, de acuerdo con los modelos institucionales vigentes, sólo tiene acceso a ingresos y a la protección social si tiene una pareja. Las solteras que cuidan a sus padres con ingresos de sus hermanos y hermanas no tienen acceso ni como dependientes. Las mujeres que se separan de sus parejas pierden toda la protección social, incluidos los servicios de salud y las pensiones. Por otro lado, en el esquema de la pareja proveedor-cuidadora, los hombres pueden dejar de trabajar al jubilarse, pero las mujeres no pueden hacer lo mismo: no pueden dejar de encargarse del trabajo doméstico y de cuidados porque no reciben una pensión que pueda cubrir los gastos de alguien que las supla en esas tareas precisamente en la etapa de la vida en la que aumenta la carga y disminuye la capacidad física.

Así, que los hombres participen en el trabajo de cuidados no es una iniciativa que deba tomarse para “ayudar” o beneficiar a las mujeres, sino para mejorar las condiciones económicas y afectivas de toda la sociedad, particularmente de los hombres. Se necesita una reorganización profunda del trabajo doméstico y de cuidados, respaldado por (no limitado a) un sistema de cuidados institucional diseñado desde las prácticas que permitan evitar y revertir una serie de estereotipos, desigualdades y discriminaciones. El objetivo debe ser el bienestar de toda la sociedad, con sus diversidades territoriales e identitarias.

Durante la pandemia de covid, las familias asumieron responsabilidades que no tenían —como la escuela en casa—; algunas, las que pudieron, enfrentaron cambios en sus dinámicas laborales —trabajo en casa acompañado de problemas físicos por la falta de equipo adecuado y ergonómico; problemas prácticos, como hacer la comida y comer en el mismo tiempo de una hora—; enfrentaron también una amenaza a la salud física y mental en dimensiones que nunca habían experimentado. La mayoría de las nuevas responsabilidades de cuidados recayeron en las mujeres, quienes, además, vivieron un aumento de la violencia doméstica. Esta consecuencia dramática sobre la vida de las mujeres ha logrado movilizar a las organizaciones alrededor del mundo y, quizá también, a algunos gobiernos. De particular interés es la propuesta de México —realizada en el reciente foro Generación Igualdad— de crear una alianza global por los cuidados.

En el ámbito nacional, a finales de 2020 se presentó en la Cámara de Diputados la reforma a los artículos 4 y 73 de la Constitución con el propósito de incorporar el derecho al cuidado y de facultar al Legislativo federal para crear una ley general de cuidados. Dicha reforma se encuentra en discusión en la Cámara de Senadores. De ser aprobada, tendría que discutirse y votarse favorablemente en 17 de las 32 entidades federativas para ser incorporada a la Constitución. A partir de dicha incorporación, se discutiría y, en su caso, se aprobaría una Ley General. La creación legal del sistema en definitiva no basta; es imprescindible asignar presupuesto suficiente e implementar políticas en los tres niveles de gobierno, desde diferentes dependencias, con una perspectiva interseccional y de género para que todas las personas puedan ejercer su derecho a cuidar y ser cuidadas.

A pesar de que el camino es largo, hay que notar que las primeras legislaturas paritarias en la historia del país han tenido grandes logros (como las reformas en materia de trabajo del hogar a la Ley Federal del Trabajo y a la Ley del Seguro Social). Las mujeres de todos los partidos en las cámaras han sabido desplegar estrategias para lograr cambios sustantivos que se habían perseguido durante mucho tiempo. Sin embargo, esas voluntades y esa capacidad no pueden lograr el cambio sin el acompañamiento y el apoyo de la sociedad civil organizada, la academia y la ciudadanía. La propuesta es revolucionar el mundo familiar y laboral, así como poner a las instituciones al servicio de las necesidades de las personas. La convocatoria debe ser amplia y diversa; el compromiso personal debe incluir la revisión de las prácticas cotidianas; la responsabilidad institucional debe ser el bienestar de la población, empezando por quienes viven en mayor desventaja.◊

 


 

Referencia

 

Inegi, “Cuenta satélite del trabajo no remunerado de los hogares de México, 2019”, México, 2020.

 


 

* Alexandra Haas Paciuc es licenciada en Derecho por la Universidad Iberoamericana y maestra en Derecho por la Universidad de Nueva York. Es abogada especializada en derechos humanos, asesora de política pública y asociada de la Red Internacional de Derechos Humanos y del Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales; fue la cuarta presidenta del Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred). Trabaja en Oxfam México.

Ana Heatley Tejada es doctora en Psicología por la unam, maestra en Antropología Psicológica por la London School of Economics y etnóloga por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Sus áreas de investigación son la pobreza, la desigualdad y la vulnerabilidad social, así como el bienestar mental y la interacción entre la mente y la cultura. Trabaja también en Oxfam México.