El príncipe feliz: centenario de Alí Chumacero

Con motivo del centenario del poeta y editor Alí Chumacero, Vicente Quirarte evoca desde la memoria la figura y el legado del poeta nayarita. Ya sea desde sus versos míticos o desde la humildad de una cuarta de forros, desde la lectura o desde la corrección de galeras, Alí Chumacero prodigó su pasión a los libros.

 

–VICENTE QUIRARTE*

 


La víspera de la festividad de San Pedro y San Pablo de 1937, proveniente de Guadalajara, un joven que aún no cumple los 20 años de edad llega a la Ciudad de México. Nimbado por el aura de los caídos, expulsado por el activismo político que ha desplegado como la bandera que más fielmente traduce los latidos de su corazón rebelde, se instala en un cuarto de la populosa calle de Costa Rica, en la parte vieja y alegre, pobre y fecunda y promiscua de la capital. Quienes miraban al joven Alí Chumacero caminar por las calles del centro, enamorar a la mesera en turno en un íntimo, decadente y generoso café de chinos, participar en la ceremonia casi eucarística del vino barato compartido con hermanos de gloria e infortunio, no podían sospechar que en esa su cotidiana existencia se gestaba una de las más grandes odiseas del idioma. Poseedor desde siempre de la poderosa tristeza que blinda la coraza del solo, en su auténtica vocación por la palabra descubriría la veta que en él encontraría a uno de sus más fervientes y afortunados mineros.

Poeta mayor desde sus primeros versos, Alí Chumacero tituló su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua “Acerca del poeta y su mundo”. Espléndida lección de creación y vida, herencia de sus maestros los Contemporáneos, su primera intención era desentrañar los misterios y herramientas de la creación poética, pero, en otro nivel no menos estoico, dejar desde un principio claro que los poetas “no son ciudadanos recomendables para disponer de algo más que de su propia conciencia”. Por eso fue tan libre. Sin hacer alarde de una bohemia estéril, todo cuanto hizo giró alrededor de su misión nuclear de poeta y de lector, pero su vida fue la del hombre común que amaba ser. Orgullosamente se decía corrector de pruebas, y en el Fondo de Cultura Económica, su casa de siempre, transformó semejante oficio en arte mayor e imprescindible.

Aunque no fuera autor de tres libros señeros de nuestra poesía, bastarían sus innumerables y nunca firmadas cuartas de forros para hacerlo miembro distinguido de la Academia. Ceñidos y sabios, son textos que no hubieran nacido si su autor no hubiera puesto en ellos la concentración y la intensidad de la poesía. En una ocasión dijo que el poeta sólo tiene una obligación: escribir, porque es como el piloto de carreras que domina las curvas, calcula la potencia de su automóvil y tiene además esa habilidad extraordinaria que se llama inspiración, ángel o duende. El poeta, resumía, debe manejar bien el coche, aunque nada sepa de mecánica: someter el motor, obligarlo a que dé todo de sí, hacer que la velocidad y la belleza sean convulsivas o no sean.

La sutil relación existente entre el hombre que vive y el poeta que crea es uno de los grandes misterios tanto para los estudiosos de la literatura como para quienes cotidianamente conviven con la persona que, además de respirar, amar y cumplir con sus más comunes necesidades fisiológicas, tiene la terquedad de traducir el mundo. Quienes tuvimos el privilegio de pasar de la iniciación en la galería de esculturas verbales que es la poesía de Alí Chumacero al conocimiento del niño travieso e irreverente, siempre dispuesto a provocar la alegría de sus compañeros de jornada, no dejamos de preguntarnos el secreto de la fórmula que le permitió labrar una de las poesías tan perfectas como desencantadas de nuestro ámbito y, al mismo tiempo, ser uno de los hombres más escandalosamente felices de nuestra Pequeña República Letrada, la más suave y vasta patria que lo supo su hijo predilecto.

Alí Chumacero nació inmortal. No sólo por sus versos que brotaron clásicos y eternos, sino por el resplandor de su ánimo, el vigor de su persona, su avasallante presencia, tan cotidiana que llegó a ser parte esencial de un vasto nosotros que se sabía invencible. Nunca dejaremos de agradecer el talento de su obra. Más, mucho más, el genio de su vida. Enorme, sólido y entero fue el poeta desde su nacimiento. Tuvo el reconocimiento de sus pares y la admiración de las exigentes nuevas generaciones que en él reconocieron el valor de su silencio, pero también su insuperable capacidad desacralizadora, su talento para hacer explotar la bomba de la risa en medio del escenario más solemne. Fue unánimemente amado porque no peleó posiciones de poder ni causó daño para conquistar el sitio que desde muy joven alcanzó.

Al igual que las letras de su nombre, escribió tres libros clásicos, que iluminan mejor con el paso de los años. A partir de la publicación, en 1956, de Palabras en reposo, dio comienzo otra forma de comunión con la palabra, esa que lo condujo a formar juventudes, a dar aliento a quien demostraba vocación auténtica, a desalentar a quien en nombre de la palabra pretendía prostituirse y prostituirla. Educador a pesar suyo, el magisterio de Alí Chumacero nunca se impuso como autoridad omnímoda y sí por la potencia de su obra. Jamás acudió a actividades ajenas a la literatura para asentarse, orgulloso y firme, en la aventura de la poesía mexicana. De 1953 es su magnífico prólogo a la poesía de Gilberto Owen, el único de los Contemporáneos con quien sostuvo amistad. Ambos eran execelentes lectores de la Biblia. Ambos supieron incorporarla a su propio discurso. Lo que Alí dice de Gilberto puede aplicarse, naturalmente, a él: “Siempre la broma a flor de labio y enemigo de solemnidades… Mas nunca el grito, el escándalo, el gastar la pólvora en infiernitos, sino la horizontal desolación que acompaña a quien, encerrado en sí mismo, se ajusta a las normas que su soledad le da”.

En labios suyos, historias de siempre, o aquellas por él forjadas, adquirían frescura inédita. Sin embargo, nadie como él sabía separar muy bien su ser lúdico del ente con obligaciones comunes a la especie y, sobre todo, de su trabajo de poeta, donde encontraba al mismo tiempo la libertad y la esclavitud mayores. El tiempo fue una de sus principales obsesiones, tanto en sus poemas como en sus hábitos cotidianos. Puntual y educado, medía el tiempo de las intervenciones de los otros y era el más exigente cuando le correspondía hacer uso de él. Uno tras otro castigaba sus renglones hasta quedar, a lo sumo, con una cuartilla, invariablemente mecanografiada en una máquina de escribir tradicional de la que nunca se separó. Antes de hacer un nuevo compromiso, acudía a una tarjeta en la que tenía apuntadas sus actividades del mes, con un método indescifrable a otros ojos que no fueran los suyos. Ser metódico le permitía soltar la rienda de su bestia y rendir el mejor homenaje a sus apetitos. Una de sus grandes, inolvidables lecciones fue el gozo del placer sin lastimar al prójimo, la temperancia en medio del exceso.

Amó los libros como seres vivos y, además de editarlos y reunirlos, los cuidó y los procuró. Cuando estuvo impedido de tener plena movilidad, decidió instalar su cama en su biblioteca y seguir viajando a través de sus compañeros de navegación. Sus anaqueles se llenaban cada vez más del oro de las encuadernaciones: devotamente enviaba cada mes al maestro Roberto Chávez nuevos y desnudos compañeros para que regresaran a los libreros con flamantes corazas. En la portada del libro Vencer el tiempo de Alejandra Herrera y Vida Valero, una fotografía panorámica de Omar Naranjo Mondragón muestra al poeta en medio de esa biblioteca de la que se sentía tan orgulloso como de sus hijos.

Al igual que su maestro T.S. Eliot, a cuya lectura regresaba tan continuamente como a la Biblia, supo que la principal obligación del hombre de palabra consiste en tener conciencia de la tradición y cultivar el talento individual.

Hombre de familia, era animal de costumbres. En un hermoso texto titulado “¿Adónde va Alí?”, Ángeles Mastretta evoca las veces en que a través de su ventana miraba al poeta, desde hora temprana, salir a la calle —luego lo supo— rumbo al baño de vapor. Era una delicia escuchar al poeta narrar los detalles de ese diario, irrepetible rito que le provocaba placer y salud, y lo hacía sentirse diario fundador de la ciudad. En una comida, asediado por un grupo de admiradoras que lo interrogaba sobre la dieta y los hábitos que llevaba para verse tan bien, una de ellas se atrevió a preguntarle si en el baño de vapor se vestía de traje. Con su voz pausada y grave y nayarita, sembrada de sabios silencios, respondió que lo hacía de vuelta a casa. Una vez armado caballero, al mirarse al espejo exclamaba: “Qué tigre, hasta a mí me doy miedo”. No se afanó en ser maestro, pero sus lecciones están en cada uno de nosotros, como cada uno de nosotros conserva una historia, una anécdota, un aforismo suyo que llevamos cosido en el alma y nos sorprende como la primera vez que lo escuchamos.

El poeta maduro Alí siempre halló cuerpo en el hombre joven Chumacero. Al leer sus primeros versos, se tiene la impresión de que nació hecho: nunca la retórica vistiendo a la emoción, siempre el incendio inicial del demonio llamado inspiración o numen, convertido en fastuosa llama de amor viva mediante el poder exigente de la palabra potenciada en su más alta escala, todo lo cual contribuye a que el lugar de Alí sea uno e insustituible. Su amigo José Luis Martínez lo sintetizó como pocos: “Creaciones de una pureza lívida para no incurrir en la brillantez, articuladas en goznes de seda con soluciones ásperas para librarse de la monotonía rítmica”. Alí Chumacero nos enseña, entre otras lecciones, que la belleza no admite amantes de ocasión o esposos a plazo fijo sino un compromiso de por vida:

 

Si nada me consuela, a solas oigo

la premura de ser flor la mirada

y el corazón desdicha. Porque nadie

buscando la pureza ha sonreído.

 

El homenaje a un poeta nos da oportunidad para expresarle la gratitud por las soledades que nos permite compartir y por las victorias que en nombre del poema se consuman. Rendir homenaje a un poeta es semejante a construirle una estatua. ¿Cómo sería la de Alí Chumacero? La clave es proporcionada por Oscar Wilde en el cuento “El príncipe feliz”, metáfora del artista que reparte su riqueza a una ciudad que lo admira por sus destellos exteriores, pero que ignora el dolor de su corazón. Alí Chumacero es de esa calidad: un hombre que ofrece felicidad a los otros y transforma la desgracia cotidiana en poemas que lo convierten en muchacho rebelde y devoto, cultivador de la sonrisa en labios de su prójimo.◊

 


* VICENTE QUIRARTE