El poder de las palabras

 

REBECA BARRIGA VILLANUEVA*

 


 

La lengua literaria mexicana: de la independencia
a la Revolución (1816
1920)
Rafael Olea Franco, México, El Colegio de México
(Serie Literatura Mexicana, XIX),
2019.

 

La lengua literaria mexicana: de la independencia a la Revolución (18161920), de Rafael Olea Franco, es un interesante estudio que incita a la reflexión sobre cómo se gesta nuestra lengua literaria y acerca de todos los factores que se conjuntan al recrearla. Este tema recurrente en la obra de Rafael Olea se plasma con potencia expresiva y argumentativa en este libro, donde estudia con minuciosidad algunas obras emblemáticas de la narrativa mexicana producidas en uno de los siglos más cruentos y paradójicos de nuestra historia social y cultural, cercado entre la Independencia y la Revolución, y caracterizado por la utópica búsqueda de una identidad, que nació escindida entre la ideología criolla y la naciente ideología mestiza. Siglo de contradicciones y búsquedas que permeó todos los ámbitos. El histórico habla por sí solo: guerra de Independencia y los irresolubles conflictos entre liberales y conservadores, cruento levantamiento revolucionario, sin mayor mira que la tierra, cuyo significado no era el más claro para los mexicanos, y, entre ambas, Maximiliano y sus ideas europeizantes.

La esfera literaria que nos convoca vive roturas profundas al dejar atrás el modelo novohispano arraigado en la lengua española —la del enemigo recién vencido—, en tensión con ella misma, pues busca ser genuina, elegante, culta y con rasgos auténticamente mexicanos. En este erizado ambiente de pugnas políticas y nacimiento de nuevos caminos literarios, se dan acontecimientos aledaños, fundamentales para entender el sentir y el hacer literario del momento. Se trata del nacimiento de las agencias de la Real Academia Española en países latinoamericanos y de la difusión del pensamiento de figuras de la monta de Andrés Bello en Venezuela, Rufino José Cuervo en Colombia, Joaquín García Icazbalceta y Francisco Santamaría en México, todos ellos americanistas a ultranza, pero clasistas y casticistas en el fondo; defensores de una gramática, sí, para los americanos, pero sobre las bases de una concepción purista y prescriptiva que los alejaba del sentir popular y de la realidad circundante. Es muy conocido el hecho de que García Icazbalceta buscaba la riqueza de los mexicanismos que nutrían al español de México, aunque manifestaba un especial cuidado por resguardar de la contaminación vulgar que pudiera penetrar su inacabado diccionario. Sin duda, ese fervor por la corrección y ese temor por la vulgaridad obstaculizaban el nacimiento de esa lengua tan idealizada.

Los escritores de este siglo, entre los que se encuentran los estudiados por Olea Franco en este libro, Fernández de Lizardi, Inclán, Payno, Gamboa y Azuela, pese a pertenecer a diferentes tradiciones literarias y estéticas, y a diferentes mantos sociales, no escaparon al espíritu del momento; tenían imbuida la conciencia de la corrección y el buen uso, al tiempo que gozaban de una sensibilidad especial por el habla popular que se venía arraigando en el español mexicano. Precisamente, ese español es el retratado en el libro de Rafael Olea Franco, cuya organización descansa en una triádica estructura, suerte de marco que cobija la obra entera: una breve introducción, una también breve presentación, y una sucinta y sustanciosa conclusión, todas medulares, pues recogen su pensamiento sobre la lengua literaria. ¿Una especie de teoría? En escasas páginas, pone a jugar al unísono conceptos cardinales y antagónicos que guían su recorrido por el contexto cultural mexicano: colonialismo y emancipación, unidad y diversidad lingüística, oralidad y escritura, permanencia y cambio, lenguas indígenas y castellano, normatividad y creatividad, campo y ciudad, casticismo y nacionalismo. Todas ellas lo conducen al objetivo último del libro, en sí mismo polémico y retador: “examinar los usos literarios de la lengua en el crucial lapso que va desde los inicios del siglo xix hasta principios del xx […] entretejer el examen de la lengua usada en las obras literarias, con la descripción de diversos aspectos estéticos de éstas, imprescindibles para comprender las particularidades de la lengua que representan ficcionalmente” (p. 16). Cabría añadir: y que de la ficción pasa con el tiempo a ser la lengua viva de uno de los muchos Méxicos que habitan el gran México.

Estas tres partes sustantivas, muy conectadas entre sí, son el marco perfecto para encuadrar una quinteta de capítulos, cada uno dedicado a una novela, seleccionada por Olea Franco como emblemática de su tiempo histórico y literario: El Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizardi (1816-1831), Astucia. El jefe de los hermanos de la hoja o los charros contrabandistas de la Rama (1865-1866) de Luis G. Inclán, Los bandidos de Río Frío de Manuel Payno (1888-1891), Santa de Federico Gamboa (1903) y Los de abajo de Mariano Azuela (1915-1920), representativas, a decir de él mismo, de la construcción de una literatura nacional con una lengua propia de México.

Qué reto para Olea Franco: interpretar con pertinencia la ambigüedad de sus autores, movidos entre su entusiasmo por la cultura popular, al grado de inventar una representación literaria de ella, y la necesidad de difundirla dentro del cerrado recinto de la cultura urbana prejuiciosa y solapadamente discriminadora que formaban los criollos. Ciudadanos en tránsito hacia nuevas clases sociales, no sólo dueños del privilegio del dominio de la lectura, don inalcanzable para el pueblo, sino de imprentas —tomadoras de decisiones editoriales— y librerías —difusoras de la cultura—. En efecto, Olea Franco devela con destreza los muchos temores morales y estéticos vertidos en el habla de los personajes de las novelas elegidas; desmenuza las preocupaciones normativas y morales de los trasgresores, los charros, los bandidos, los clérigos, las prostitutas, los médicos o los militares, personajes de la realidad mexicana que buscaban en el lenguaje una utópica identidad sin referente.

El Periquillo, rapaz trasgresor, pese a la sordidez de su mundo, cuida mucho de las palabras altisonantes o de mal gusto: le preocupa mucho cometer “despilfarros con la caligrafía y la ortografía, y las mayúsculas para no ser juzgado por los extranjeros”. Payno e Inclán compartían estos y otros temores al crear una representación literaria de la cultura popular rural que sólo podría ser leída por los cultos. Gamboa se limitaba a referirse a Santa como una cuatro letras para no perturbar la paz de las élites católicas. Las palabras impronunciables se quedan sin pronunciar a sabiendas de que ahí está su significado implícito, que obviamente Olea conoce e interpreta merced al conocimiento de la época y a su afición erudita de ir detrás de las palabras y su actuación precisa en el contexto preciso, como sucede con mocho, que puede aludir a un corte especial de pelo, a una gorra o a una exacerbada actitud religiosa. El significado de una palabra se construye, entonces, en el movimiento social y contextual en el que se produce.

Qué decir de otras ideas que señala Rafael para ilustrar el ambiente de cuidado y rigidez que marcaba a los autores de la época; “que cuando se trata de palabras prohibidas, tanto el escritor como el impresor deben buscar la manera de sugerir su significado mediante un vacío”. Así, Demetrio, el caudillo popular de Los de abajo, sólo puede exclamar ante el ataque: «Ya me quemaron… hijos de…»”. Azuela, fiel a su investidura de académico, no podía darse el lujo de ofender los criterios de buen gusto que lo regían. Y qué tal esa persecución a los que se atrevían a usar palabras en desuso o impropias para la sociedad culta y letrada de la época. La reacción punitiva no se hacía esperar: “Se castigará con multa de 50 pesos a quien denomine «bilimbiques» a la moneda recién puesta en circulación”.

Este libro nos ofrece, gracias a la elección de Olea Franco, un delicioso paseo por las palabras de múltiples orígenes y de otros siglos que aún resuenan en la actualidad. Algunas, reivindicadoras del contacto lingüístico con las lenguas originarias; otras, provenientes del español rural; otras más, arcaicas; algunas, propias de la dialéctica leperuna o emanadas de pronunciaciones diferentes a la canónica, y otras más, propias del ingenio popular: cursiento, mosquearse, paparruchada, tlecuile, chichigua, truje, quijo, efetuar, gediera, bacinito, pion, cogote, chinguirito, renco, haiga, jallamos, aguardientero, cuclillas, huarache, devisan, sambutieron, hoyoso, calávares, meco, mocho, hacer títere. Y qué decir de los nombres de poca alcurnia y los apodos de los personajes: acompañados algunos del imprescindible artículo determinante que les confiere prestigio en su ámbito social popular y estigma en el culto: Pepe el Diablo, Tacho Reniego, el Charro acambareño, Chepe botas, la Codorniz, la Pintada, el Manteca.

Ciertamente, en La lengua literaria mexicana: de la Independencia a la Revolución (18161920) gravita una lengua viva que se cristaliza en palabras arcaicas, rurales, mexicanas, que revelan cómo se iba forjando el perfil de un español mexicano, partido entre ideologías, imperativos sociales y cánones elitistas. Esta lengua de la ficción salta a la realidad de la lengua como una poderosa marca social que revela un prestigio y una identidad frágiles, atados a las creencias religiosas, a las modas y a las imposiciones sociales.

Este libro está preñado de significados, de situaciones que le devuelven al lenguaje, ya coloquial o literario, ya culto o popular, su naturaleza prístina: comunicar, transformar, cambiar. Nos lleva a conocer un siglo fascinante en el que se imbrican historia y literatura, élites y clases populares, cuidado artesanal por la palabra y cinismo espontáneo para significar la realidad. Indiscutiblemente, un siglo sobre el que todavía queda mucho que investigar y mucho que construir. En esta construcción, Olea Franco rotura un buen tramo de la narrativa mexicana.◊

 


* REBECA BARRIGA VILLANUEVA

Es profesora-investigadora en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México.