El ocio en la Nueva España

En el Génesis se narra cómo Dios, después de crear el mundo en seis días, el séptimo descansó y contempló sus obras. Otras tradiciones afirman que puede conocerse una sociedad por el modo en el que emplea su tiempo libre. Pilar Gonzalbo escribe sobre esta relación entre ocio y religión en la Nueva España.

 

PILAR GONZALBO AIZPURU*

 


 

El séptimo día

 

Las manifestaciones de ocio y trabajo son cambiantes y diversas, mientras que, en el espacio y en el tiempo, el tema es universal. Por un camino u otro, nos lleva a cuestiones trascendentes, como el inicio de las costumbres y los mitos de la creación, o a problemas morales, como los pecados de la ociosidad. Al hablar del ocio, podemos llegar a un principio remoto que nadie conoce, pero que cada civilización ha pretendido imaginar. En la cultura occidental, ese origen está en la tarea de un ser omnipotente que pensó y en el hecho de que su pensamiento se materializó en un mundo de astros y espacios, de materia y energía, de vida y destrucción: todo en seis días, y el séptimo, cansado y satisfecho con su obra, el creador descansó. Es la explicación cristiana para ese reposo semanal que la tradición occidental ha consagrado como el descanso en el día del Señor.

Los tiempos y los espacios destinados al ocio se cuidaron durante siglos como símbolos de la obediencia a normas rectoras del comportamiento colectivo. La obsesión por reconocer un orden preexistente, o por establecerlo donde no lo había, asimiló ritmos del calendario y creencias que también habían relacionado los tiempos de descanso con el homenaje a seres superiores, la celebración de los bienes de la naturaleza y la ofrenda de sacrificios o de obras meritorias que complacieran a las divinidades y dieran motivos de regocijo a sus fieles. Las necesidades de la vida material imponían el trabajo y las religiones exigían homenajes, dado que nadie era realmente dueño de su tiempo, pues lo debía a su creador y a él debía dedicarlo. Incluso, el necesario e inevitable descanso nocturno fue objeto de preocupación, por lo que tiene sin duda de placentero, y el ascetismo le impuso restricciones como medio de complacer a la divinidad en el camino de la perfección.

En el Viejo Mundo, los pueblos del Mediterráneo enriquecieron el concepto del ocio, combinado con la ofrenda de las expresiones del arte y de la belleza a las potencias superiores, asociadas al sacrificio y a las ceremonias del culto. De Egipto y Mesopotamia a Fenicia y Grecia, los cruentos rituales se realizaron en ceremonias solemnes, acompañadas del gran espectáculo del miedo sacralizado con el que festejaban a sus divinidades. En otras latitudes, los rituales de las culturas americanas originarias incluyeron factores de teatralidad en la celebración de sus conmemoraciones festivas.

El desarrollo de las artes y de la cultura literaria, que en gran parte se relacionan con el ocio, debe su prestigio inicial a su relación con los cultos religiosos, cuya celebración correspondía a los tiempos que el hombre dedicaba a los dioses. En la teatralidad inherente a los rituales están implícitos los mitos fundamentales: en la leyenda áurea del santoral cristiano, así como en el ceremonial de la liturgia, el hombre reconoce su dependencia de fuerzas superiores ante las que ofrenda su tiempo y el fruto de su mente y de su trabajo. En la Grecia clásica, Clío era responsable de la perpetuación de los relatos en los que se combinaba la historia humana con la intervención de los dioses favorables o adversos, como hoy sigue siendo responsable de reconocer los lazos entre el presente y las creencias del pasado.

En su expansión europea, el cristianismo rechazó los sacrificios humanos, sin renunciar por ello al reconocimiento del sacrificio corporal, mediante privaciones, flagelaciones y el uso de cilicios, meritorios y gratos a Dios. No obstante, adaptó a sus propios rituales algunas de las formas culturales de veneración del mundo clásico, en cantos, oraciones, biografías piadosas, peregrinaciones y procesiones, que llegaron a combinarse con las que eran peculiares de los pueblos que fueron siendo ganados a la nueva fe. Proliferaron las biografías de figuras merecedoras de culto en el santoral cristiano, de modo que cada antigua fiesta pagana tuvo su santo patrón, cada pueblo y provincia se encomendó a un protector, y los milagros y reliquias justificaron sus poderes por las virtudes de quienes algún día estuvieron en contacto con ellos. Entre la obligación y el esparcimiento, los relatos fantásticos se memorizaban junto a anécdotas locales y los tediosos cantos litúrgicos cercanos a las tonadas populares aderezaban los escuetos conocimientos de una doctrina que los niños debían memorizar, pero que ni ellos ni los adultos pretendían entender. Algo estaba bastante claro: en los días de fiesta había que cumplir con determinadas obligaciones, pero también se podía gozar de juegos y diversiones profanos. Con su grandeza y sus mezquindades, las formas del culto aprobadas en Trento se trasladaron a América en la palabra y en el ejemplo de sus evangelizadores.

La mayor parte de los españoles que llegaron al Nuevo Mundo desde la última década del siglo xv no sabían mucho más de la religión que eso que debían enseñar a los indios. Y si algo arraigó en tradiciones y costumbres populares fueron los festejos y las ceremonias, acompañados del disfrute de alimentos y bebidas reservados para ocasiones especiales.

 

Pan y circo

 

A lo largo de los trescientos años de existencia del Virreinato de la Nueva España, nunca se olvidó la relación entre la poesía, la música, la coreografía y la práctica religiosa, aunque el miedo era el recurso pedagógico por excelencia y la Inquisición organizaba las representaciones más ostentosas y concurridas en los autos de fe a los que toda la población debía asistir. Y siempre estaba presente la actitud de recelo hacia el ocio, cuyos peligros podrían alejarse con las continuas prácticas de devoción y “sanos esparcimientos”.

En el México del Virreinato, que se asomaba a la modernidad, los festejos formaban parte del orden tradicional y las autoridades eclesiásticas y civiles se ocupaban de dar solemnidad a las actividades que contribuían a la exaltación de la monarquía y al arraigo de las devociones. No eran pocas las fiestas que interrumpían la monotonía y siempre las celebraciones respondían al entusiasmo del pueblo y a la piedad de los fieles, pero ni remotamente alcanzaban a toda la población, que, en su mayoría, era rural e incluso dispersa en torno a las pequeñas localidades en las que se asentaban las autoridades. Lejos de las ciudades y de cualquier recurso de entretenimiento, con excepción de las fiestas patronales, a cargo de las cofradías, poco se sabía de otros motivos de regocijo. Los campesinos trabajadores en las tierras comunales o en estancias y haciendas, casi exclusivamente indígenas, esperaban el domingo como el día en el que después de la misa acudirían a la pulquería, lugar de encuentro y reunión con vecinos y conocidos e, invariablemente, del inicio de borracheras, que terminaban en trifulcas o en golpes a la mujer y a los hijos.

Rastreando las noticias de algunas celebraciones, puede encontrarse la huella de fiestas prehispánicas de la siembra y la cosecha, de la llegada de las lluvias o del exterminio de una plaga. Si el historiador insiste en la búsqueda, es frecuente que vaya más lejos de lo que fueron los párrocos locales, para quienes no era fácil discernir los rituales o los motivos de los festejos cristianos o paganos.

Las ciudades en general y la capital del Virreinato, ejemplo y modelo, celebraban invariablemente las grandes conmemoraciones religiosas, como la Navidad y la Pascua florida, los misterios de la fe (Semana Santa, Corpus Christi, Ascensión), los santos patronos de cada lugar y los de las cofradías y gremios. Además, los ayuntamientos organizaban celebraciones que conmemoraban la Conquista (el día de San Hipólito, 13 de agosto, en la Ciudad de México), la coronación de un nuevo monarca o el nacimiento de un príncipe heredero, las victorias bélicas de la monarquía española o la llegada de un nuevo virrey. A estas fiestas reglamentarias podían añadirse las que llamaban “espontáneas”, que levantaban los ánimos con el anuncio de la llegada venturosa de la flota o la canonización de algún santo que había sido miembro de cualquiera de las órdenes regulares establecidas en el Virreinato.

Aunque a veces en conflicto con el exiguo presupuesto, todas las fiestas, a cargo de la Iglesia o de los ayuntamientos, atraían al público con juegos de cañas y competición de anillas, procesiones o mascaradas, arcos de triunfo, corridas de toros, fuegos artificiales, y, con frecuencia, representaciones teatrales públicas y gratuitas, casi siempre acompañadas de ceremonias religiosas como misas y Te Deum. Claro que asistir a un sermón, disfrutar un auto sacramental o aplaudir a equilibristas o titiriteros no era impedimento para completar la fiesta con la ineludible visita a la taberna o a la pulquería.

 

“La ociosidad es madre de todos los vicios”

 

Las fiestas, aunque frecuentes, no alcanzaban a ocupar las horas de descanso diarias tras el toque de oración, o los tiempos desocupados de jóvenes sin trabajo, de señoras acomodadas o de propietarios que disfrutaban de sus rentas. Esas horas de relativa libertad preocuparon a las autoridades, para quienes el orden no debía limitarse a los horarios de trabajo. Las iglesias ofrecían viacrucis y ejercicios espirituales en cuaresma, novenas a los santos, “desagravios” y penitencias a diversas advocaciones de Jesús y María. Por lo común, las mujeres eran concurrentes asiduas a esas devociones, como a cualquier actividad piadosa que justificase su salida de casa. Tanto mejor si podían trasladarse de un templo a otro y entretenerse por la calle platicando con amigas y conocidas. La mañana o la tarde, cualquier momento podía ser tiempo de ocio para quienes disponían de sirvientas o esclavas que realizasen los quehaceres domésticos.

En los colegios de la Compañía de Jesús, el recreo era obligatorio y debía ocuparse precisamente en juegos. Preguntado un joven modelo de santidad sobre qué haría si durante un partido de pelota le avisaran que moriría dentro de unos minutos, el aspirante a santo no dudó en replicar: “Seguiría jugando hasta el final del recreo”. Por algo lo canonizaron: orden y obediencia regulaban tanto el ocio como el estudio. Y la misma norma regía en internados femeninos. En el reglamento para un colegio de doncellas se advertía: “Cuantas más reglas hay en un reino, más libertad tiene el hombre virtuoso”. Y en ese tenor continuaban las recomendaciones.

Fuera de instituciones no parecía factible el control de actividades, pero más grave era jugar, dormir o pasear cuando se debía trabajar. Por ello, desde mediados del siglo xviii, un equipo de vigilancia del ayuntamiento de la capital recorría las calles y plazas para detener a jóvenes que jugaban, platicaban o descansaban en horario laboral, y los forzaban a trabajar en obrajes. También había restricciones para los adultos aficionados a juegos de truco, semejante al billar, y se recibían denuncias de quienes instalaban las mesas y permitían tales juegos en su casa. La pasión por la baraja se consideraba un abuso en la medida en que por su causa se abandonaban las obligaciones, pero nunca se condenó, quizá porque la corona recibía un impuesto de la venta de los naipes. Entre tarea y tarea, o en espera de sus patrones, los mozos y esclavos con frecuencia se reunían a jugar a los dados. Y la hora de la siesta era otro momento en el que al pecado de pereza no era raro que se añadiese alguno más, puesto que no todos los novohispanos entendían que la cama era sólo para dormir. A veces los alguaciles debían acudir a una casa en la que se les avisaba de comportamientos escandalosos.

Las lecturas siempre fueron distracción de minorías, pero tuvieron alguna influencia. Leían los religiosos durante las horas canónicas y los letrados, los textos de su profesión; las damas eran aficionadas a la lectura de comedias, y no hay que desdeñar la función de los edictos inquisitoriales que, al enumerar las obras de lectura prohibida, daban pistas para lectores potenciales. Seguramente influyeron en la popularidad de las Cartas de amor de una monja portuguesa o de El sí de las niñas y, por supuesto, colaboraron en la difusión de los textos de los condenados enciclopedistas. Eran, también, materia de conversación en las tertulias, que incluso solían llamarse “literarias”, y se generalizaron en las últimas décadas del siglo xviii. Pero las conversaciones siguieron caminos imprevistos cuando, además de temas de literatura o de ciencias, se ocuparon de política y alentaron el descontento. Porque estaban cambiando los tiempos y el ocio también servía para planear lo que se veía como un futuro mejor. Con la independencia deberían venir por sí mismas la paz, la libertad, la justicia y la igualdad. Pero las lecturas no siempre dicen toda la verdad y las tardes de ocio se convirtieron en días de guerra y sufrimiento, un alto precio que todos pagaron de algún modo.◊

 


* PILAR GONZALBO AIZPURU

Es profesora-investigadora en el Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México. Sus intereses en la investigación se centran en temas relacionados con la historia cultural: la familia, las mujeres, la educación, la vida cotidiana y los sentimientos. Coordina la colección “La aventura de la vida cotidiana” que publica El Colegio de México.