El mundo en un grano de arena, o Albión en México

 

ADRIÁN MUÑOZ*

 


 

Ciudad doliente de Dios
Adriana Díaz Enciso,
México, Alfaguara,
2018, 704 pp.

 

Cuando me enteré de que la poeta Adriana Díaz Enciso había concluido por fin su ambicioso proyecto inspirado en la poética del emblemático autor inglés William Blake, no pude evitar sentir emoción. Tenía idea del tiempo y el esfuerzo que la autora había invertido en esta novela. Además, debido a mi propia vena blakeana, me resultaba imperioso leer la gruesa Ciudad doliente de Dios. Al recibir el volumen entre mis manos, ocurrieron tres cosas, además de la ya mencionada emoción.

Primero. Esbocé una sonrisa de gozo al apreciar la imagen de la portada. Se trataba de uno de los grabados de Blake, extraído de su libro iluminado El primer Libro de Urizen. Es una imagen poderosa y sombría, patética en el más puro sentido de la palabra. Un astro carmesí, encendido, yace al frente de una figura humana cuyo rostro y sexo no podemos percibir, pues se encuentra arrodillada y agachada, con la cara bocabajo. Se lleva las manos a ambos costados de la cabeza, en seña de profunda aflicción. Nadie sabe con certeza identificar los motivos, pero posiblemente el astro representa a Orc, un personaje de la mitología personal de Blake asociado a la furia y el fervor revolucionarios, un tema presente en la novela de Díaz Enciso. Al menos en dos o tres ocasiones, de hecho, el libro remite a esta imagen.

Segundo. El tamaño de la novela me sobrecogió: unas 700 páginas auguraban horas de lectura y, seguramente, también un alud de imágenes enigmáticas, frases profundas y episodios abrumadores. Es importante señalar que la novela de Díaz Enciso está motivada por la poética de Blake en su conjunto, no sólo por los Cantos de inocencia y experiencia o El matrimonio del cielo y el infierno, casi las únicas obras realmente leídas por el público en general. Para quienes nos hemos adentrado en todas las fases creativas de Blake, resulta claro que un motivo estético central es el desbordamiento. Una obra en línea o “técnica” blakeana no puede sino ser descomunal, masiva; desbordante, pues.

Tercero. Al leer el título de la novela (Ciudad doliente de Dios), me quedé un poco perplejo. ¿Qué tenía que ver eso con Blake?  La metafísica urbe de Golgonooza —la sagrada ciudad del arte y destino espiritual del ser humano en la cosmovisión de Blake— no era exactamente así, o cuando menos yo no la imaginaba de tal manera. ¿De qué iba esto? El porqué y la relevancia del título se hicieron evidentes durante la lectura.

Los personajes de la novela están modelados e inspirados en los de Blake. Es más, a veces son encarnaciones de aquéllos. Uno de los principales —Elías—, por ejemplo, es una forma del propio Blake. Y nada más natural que Elías (profeta de fuego) termine por tener sus esponsales con alguien de nombre Cristina (Blake siempre se asumió cristiano), a su vez proyección de una Sofía, destino sapiencial de Elías. Hernán, el hijo refulgente nacido de Cristina, es un avatar de Orc, el espíritu serpentino e indomable de la revolución. La relación que impera entre varios personajes ejemplifica las tensiones entre “contrarios”, “sombras” y “espectros”, las escisiones psíquicas de cada individuo; así: Sofía y Cristina, Cristina y Elías, Elías y Arturo, Arturo y Hernán, Alondra-Abel y Raymundo-Lola, Cristina y Ahania, Cristina e Inés, etcétera. Las relaciones son múltiples y se superponen.

Sería equívoco decir que se trata de una lectura fácil. La novela tiene más bien un ritmo lento, que para una narración tan larga puede resultar contraproducente. Hay que encontrar sus méritos en otro sitio. Las descripciones son largas y profusas, pero en ocasiones suelen arrojar felices frases e imágenes memorables.  Algunos ejemplos: “La resurrección es una espiral infinita”, “El desierto, la carne de Dios”, “¿Podía la luz meterse por debajo de los párpados, como materia, como un líquido?”, “Pero la vida es un río que corre rápido, y la vida en la cuerda floja de la violencia, aunque parece una condena eterna, pasa más rápido aún, entre una emergencia y otra: no hay mucho tiempo en realidad para el recuerdo”, “Una tristeza sin voz ni eco”.

Hay que decir que el ritmo lento del libro está justificado, pues responde a una dialéctica blakeana. La autora, como el bardo inglés, dedica mucho espacio al tiempo interno, es decir que explora los ires y venires psicológicos de los personajes. El drama de los Zoas —titanes de la cosmología de Blake— se refiere de manera muy particular a las pugnas internas de la psique humana, la cual a su vez interactúa con y responde al mundo externo. Ésta es la razón por la cual la autora recurrió a una focalización múltiple, donde el lector se desplaza del punto de vista de un personaje al de otro, al de un narrador. En dicha pugna, el tiempo y el espacio se trastruecan. Esto no significa cruzar el tiempo y el espacio como en una máquina, sino que diferentes tiempos y espacios coexisten. Esto es fundamental en la visión del londinense y algo que la mexicana vierte acertadamente en su novela.

Además de la trama, digamos, principal de la novela, resultará curioso que los escenarios resuenen irremediablemente a parajes conocidos y cercanos: Chiapas, Ciudad de México, Medio Oriente… La indignación que produce la violencia bélica es un componente importante de la novela. Alguien podría fácilmente sentir que dicho tema está de más, o que está insertado de manera gratuita en la novela, pero no es así. La injusticia social y el espíritu de revolución son fundamentales en la gran narrativa de Blake. No puede entenderse propiamente el resto de su obra sin tener esto en mente. Y quien crea que en el mundo blakeano sólo puede darse cuenta de la Revolución francesa, de la Independencia de los Estados Unidos o de los movimientos antinomistas y antimonárquicos de Inglaterra estará engañado. Estas ideologías y agitaciones son parte de la visión apocalíptica de Blake, en sentido literal. El escritor inglés leía de manera variada y alegórica la Biblia, de modo que, por ejemplo, los libros del Apocalipsis o Ezequiel reflejaban para él luchas entre individuos, entre entidades, entre poderes y entre colectividades al unísono y de manera atemporal. De este modo, encontrar la matanza de Acteal, por ejemplo, a la par que las visiones místicas de una niña/adolescente, e imágenes de reformistas religiosos en algún lugar de las dunas de Medio Oriente, tiene un sabor indefectiblemente blakeano.

El lector debe aquilatar juiciosamente las implicaciones de las revoluciones y los conflictos armados, pues las guerras son, en última instancia, proyecciones de las guerras internas de la especie humana. Esto supone un punto de tensión que viene y va a lo largo del libro. Existe una disyuntiva entre participar inflexiblemente de un activismo político (postura encarnada en Arturo) o sumarse al regimiento de un ejército atemporal y —sí— espiritual o imaginativo, que no imaginario (postura que representa Elías, pero también Ahania y Herat). El punto medio es el destino al que debe llegar Cristina, la visionaria, en parte inspirada por la inocencia y capacidad de perdón de Alondra. Ante las medidas extremas y rayanas en lo violento de Arturo, el universitario de ideales revolucionarios, Cristina cuestiona:

 

Pero finalmente lo que quiero decir… no sé cómo expresarlo, pero es como si con actos así el poder de la violencia saliera más a la superficie, ¿me explico? Y se me hace que puede terminar en una cuestión de que el que grite más fuerte, ese es el que gana.

 

Cristina se debate entre seguir el ideal romántico del revolucionario, que cree que puede cambiar al mundo, y el otro ideal (también, a su modo, romántico), que apuesta por el poder reformador del arte. Arturo parte hacia un campamento de refugiados donde sólo se hace evidente que, en el fondo, sus motivaciones son egoístas; que quiere convencerse de la honestidad de su activismo, pero que no puede aceptar sus pulsiones individuales. Desprecia ramplonamente toda postura diferente a la suya. Cristina termina por seguir el segundo camino, el de la noble construcción de una ciudad etérea y salvífica, pero las tensiones y las dudas no desaparecen simplemente así. En cuanto humanos, todos los personajes están sujetos a cuestiones de temor, recelo, maternidad, incomprensión, descalificación, incertidumbre, desesperanza: guerras internas no menos desoladoras que la violencia del mundo exterior. Se trata de la Batalla Mental que —apremiaba Blake— debía combatirse con flechas de deseo impoluto y purificador.

Un verdadero y buen lector de Blake apreciará el aplomo en la prosa de esta novela, su exuberancia narrativa y los ingeniosos modos de expandir y adaptar el mundo de Blake: “Hinchadas nubes plomizas se agolparon, muy bajas, sobre la recia estructura del internado”, escrito en un momento previo a un episodio visionario. O, como explica Elías a Herat y Ahania: “el corazón de cada hombre y mujer se abría por sus cuatro costados […], los cuatro rostros que miraban a los cuatro reinos de la Humanidad, abiertos a esa ciudad que a su vez tenía una puerta en cada punto cardinal”. Cuando Ahania y Herat ingresan a la Ciudad: “Habían dejado atrás las fábricas y molinos ciclópeos que sofocaban la vida del valle con su sombra, la tierra vibrando con el golpe repetitivo de su ciega maquinaria”. La vida psíquica y en armonía con la exuberancia natural tienen que dialogar, en tensión, con un mundo mecanizado y violento (y violentado).

Adriana Díaz Enciso hace relevante a Blake, intemporal, porque el dolor, el ultraje y los discursos del odio están siempre presentes. Y también por esta razón los lugares permanecen innominados. Por más que sugieran la violencia de México o los agravios contra Palestina, en el fondo se trata de la violencia humana en contra de la especie humana a lo largo de la historia. En su obra, Blake se refiere a menudo a Londres y a Jerusalén, la ciudad prometida. De acuerdo con Kathleen Raine, una de las blakeólogas más reputadas, la ciudad —como concepto— es una entidad espiritual viva. Así (escribe Raine en Golgonooza. City of Imagination), cada ciudad debe emular el paradigma, los arquetipos. Londres es personificado como Albión, uno de los titanes blakeanos, caído, en espera de redención. Dice la especialista que:

 

lo que Blake escribió sobre su propia ciudad, Londres, debe seguramente tener significación para cualquier ciudad. […] Para Blake, la ciudad es un organismo vivo, “Una terrible maravilla humana de Dios”, como lo escribió él; está hecha con la vida interna de sus habitantes a medida que éstos actúan e interactúan unos con otros.

 

Y justo así es como funciona la Ciudad en el libro de Díaz Enciso. La novela trata de la ciudad porque trata de sus habitantes, porque ellos dan sentido —y animan— a la ciudad.

Ciudad doliente de Dios pretende articular la necesidad de una acción poética y profética que nos permita sobreponernos a la podredumbre de la cotidianidad. Es un camino difícil y aun contradictorio que exige recurrir por igual a la justa indignación divina y a la capacidad de perdón. Mas no al perdón ingenuo que olvida, sino al que puede conservar la mirada inocente (como la de Alondra en la novela), mucho más robusta con la adquisición del conocimiento mundano y divino, pero que puede permanecer inmune a las garras a veces perniciosas y dolorosas de la experiencia. La verdadera lucha es expandir la percepción y lograr que el alma del dulce deleite no se mancille nunca. Por momentos, parece que la novela cederá a la tentación de convertirse en literatura de denuncia, mas termina siempre por retornar a la senda de la visión blakena y relevar así el calado de la Ciudad.

Todo este imaginario exuberante, caótico, visionario, resulta estremecedor. Un ambiente numinoso, sin duda, impregna los 67 capítulos de la novela. Se trata de una historia fantástica, mágica, casi fabulosa, que bien podría llevar a la pantalla un Guillermo del Toro o un Tim Burton. Pero no como película, sino acaso como miniserie de una decena de capítulos (y que no se caiga en la desgracia de las segundas temporadas, ese pecado de avaricia de los servicios digitales de streaming).

Amante de Blake, siempre pensé que era inútil tratar de escribir como él: resultaba simple y sencillamente imposible continuar el modo blakeano que el bardo inglés había creado. Su estilo resulta tan sui generis, tan semejante a casi nada, que a lo más a lo que podría aspirarse era a copiarlo. Paradójicamente, sin embargo, no habría nada más antiblakeano que eso, pues el londinense repudiaba la imitación. No la copia exacta —escribía en sus apuntes personales—, sino la inspiración. En la novela, Elías decidió “dibujar sus propias visiones —era el único camino: copiar, imitar, calcular era quedarse de este lado de la realidad—”.

Uno de los méritos de Adriana Díaz Enciso es que logra hacer honor a Blake sin caer en la imitación burda. Recálquese la obviedad de que la autora produjo una novela, un género nunca cultivado por Blake. Ella se atrevió a desarrollar —aún más: a desplegar— su imaginación en apego a la estética de la cosmovisión blakeana: desbordante, apabullante, confusa, aparentemente inconexa, mas con una lógica interna que no resulta del todo obvia. Y no podría serlo. Blake señalaba que no le interesaban las cosas fáciles que resultaran evidentes a los idiotas. La lectura es un acto creativo; exige acción. Ciudad doliente de Dios sin duda demanda del lector un acto supremo de abandono, de dejarse ir, pero al mismo tiempo de —más que leer entre líneas— mirar más allá de la página. Interminables jardines que, imposibles, caben en el sótano de una casucha en el centro histórico de la ciudad, personalidades múltiples que anidan en una “persona” (como se funden Milton, Los y Blake en el poema épico Milton), sueños y visiones que transportan desde el desierto arábigo a la selva chiapaneca… La novela invita a aquilatar la vastedad del universo y, al mismo tiempo, la hondura de las cosas pequeñas donde, paradójicamente, cabe también el universo mismo.◊

 


* ADRIÁN MUÑOZ

Es profesor-investigador en el Centro de Estudios de Asia y África de El Colegio de México.