
01 Ene El lugar equivocado (fragmento)
GENEY BELTRÁN*
Roxana dijo:
—¿Y esa niña? ¿Viene sola? ¿Qué hace aquí?
¿Esa niña?
La vio Fabio: paliducha y de ojos hundidos, de cabello lacio oscuro. Iban él y Rox al fondo del microbús. Era una tarde nublada. Se volvieron igualmente otros rostros; la niña les sonrió.
Tendría a lo sumo tres años. Venía parada en el asiento, el penúltimo antes de la salida, aferrándose al barrote con ambas manos: sola, no había ni un adulto en torno suyo.
—¿Y tus papitos? —soltó Roxana en un murmullo, dirigiendo la mirada cauta hacia los demás asientos (¿ahí caras de padres?, ¿nadie?)—. ¿Con quién vienes, chiquita? ¿Y tus papás? —la insistencia de esa voz ya no era suave: había en Roxana esa punzante cosa de no poder nunca esperar un solo segundo. Conocía él esa impaciencia ya en cuatro años de vivir con ella. Ahora la niña bajaba los ojos asustados y trataba luego de mirarlo, a él, asiéndose con dedos invisibles a su rostro.
—Se bajadon… —contestó la niña en un susurro—: Se les olvidó llevadme…
Había otros siete pasajeros: sus caras pronto vueltas hacia Fabio y hacia Roxi. Todo el relajo llegó a oídos del chofer, un hombre viejo y canoso que detuvo la marcha a la vera de un restaurante. Se oyeron claxonazos de los autos de atrás, como manos extendidas queriendo con su estrépito rayar la carrocería del armatoste.
—No se preocupen —su voz era, en efecto, un tacto suave en los oídos—. Pasa seguido. La llevaré a la base. Allá irán sus papitos por ella cuando se den cuenta.
—¿Y si no van?
—¿Seguido pasa?
—¿Dónde es la base?
—Si no van, yo mismo la entrego a la policía. Ellos resuelven. Así se estila esto.
Roxi acariciaba a la niña en la cabeza. Le hablaba ahora con tersura. La pequeña balbuceaba que no y que no en dirección al cuerpo del anciano.
—¿Cómo que entregársela a los padres? —dijo Fabio, interpretando el aire desconfiado de Roxana, aunque por dentro había una reticencia a confrontar al anciano—. Si la olvidaron, denunciarlos.
Una mujer de lentes ya mayor (venía leyendo un libro azul cielo con la fotografía de un perro en la portada) dijo entonces:
—Yo lo acompaño —señalaba al viejo— mientras llegan los papás. Si no aparecen, ahí me quedo yo hasta que… Ven, chiquita…
El conductor cabeceó en señal de sí. Volvió al manubrio y arrancaron mientras, afuera, el callamiento repentino de los autos daba a la tarde un perfil de abandono y de fatiga, como si un viento radical en su limpieza hubiese removido todas las voces y los cuerpos con sólo un gesto.
Cuando llegaron a la estación del metro de Quevedo, Fabio y Roxana descendieron. ¿Será ese chofer persona de confiar?, se preguntaban.
Al poner los pies así en el pavimento, vieron el camión alejarse rumbo al sur. Él tuvo el impulso de correr detrás, acompañarlos y estar con todo vigilante de la nena. Rox lo vio y le puso la mano derecha sobre el corazón, que les latía —un solo músculo súbitamente compartido— a los dos, casi doliendo.
En la noche él corría detrás de un microbús por una muy árida llanura. Un viento frío le golpeaba la cara. Le ardían los pies, descalzos; traía herido el pie derecho por una hoja verde alga que brillaba, ¿era un cuchillo? No podía seguir. Resollando veía el camión ya convertido en una caja negra sin puertas ni ventanas que se desprendía del suelo. La luna llena cubría todo desde el fondo. Se veía luego el pie. La sangre iba brotando y del pie salían entonces gritos; había ahí labios lanzando aullidos. Ya no era un pie, su planta, nada de eso: era un rostro de facciones distorsionadas y bramantes.
—No es nada —le dijo Fabio a Rox sin constatar si aún dormía. Se levantó, anduvo a la cocina. Iba, claro que iba con la garganta seca y un espesor frío en toda la piel. Sentía una obstrucción polar en cada poro. Los días siguientes, trabajando en la Bodega, yendo y viniendo con Roxana al súper o al cine o a las diligencias del banco y la lavandería, aquella humareda de ansias parecía haberse mansamente disipado; he aquí la rutina. Ya llevaban cuatro años juntos, aún y quizá siempre sin hijos; rentaban un departamento a media cuadra de la vieja avenida de la Universidad. Ella en el Banco, ascendiendo puestos como bólido. Él en la Bodega, frente a un escritorio en un despacho de cinco por cinco metros: firmando requisiciones, revisando diagramas con cantidades, escuchando historias guarras de los conductores.
Mentira.
No todo fue así. Algo falta.
Bromeaban y jugaban. Él hacía gestos, fingía voces. Estaba el niño sentado en la canastilla de un carrito del súper, era puras carcajadas. La niña también. Ella a un lado, de pie, con sus ocho años: los ojos hundidos, el cabello lacio y oscuro. Al otro lado, Fabio estaba de pie. Los tres en la acera, frente a la casa en que vivió (él) de niño, de adolescente, allá lejos en otra ciudad.
El niño abrió mucho la boca, dejó salir su carcajear, tosió y seguía riéndose mucho. La niña también. En eso, por la tanta irrisión, el pequeño echó la cabeza hacia atrás —las mejillas muy rosadas, los ojos chispeantes y la boca aún abierta— y se pegó en el cuello y en la parte posterior del cráneo con la barra del carrito.
La niña contaba una historia. Él vio en el niño una mueca atrozmente fija, como si el pobre chico no pudiera deshacerse de una soga que le jalase la cabeza hacia la espalda manteniéndole la boca abierta, los ojos ya impávidos mirando el cielo. Su risa se había detenido.
—Nene, ¿estás bien? ¿Qué te pasa?
Fabio veía a la niña asustada, como si él fuera a culparla de algún modo.
El hombre empujó el carrito, por la misma acera, hacia el consultorio médico a media cuadra, ubicado en el interior de una tintorería. Dos jóvenes doctoras atendían. “¡Revísenlo! ¡No sé qué tiene!”, llegó gritando. Ellas le pedían esperar: de pie ante el mostrador, tres personas —una de ellas un hombre mayor que lucía manchas blancas de maquillaje cerca de las orejas y una bola roja en la nariz, residuos de su disfraz de payaso— hablaban de dolores cápsulas radiografías. Él insistía en sus gritos. Salió una doctora, escuchó el corazón del niño. “Uy, no, ¿qué cree? Ya es muy tarde”, le decía, dándose media vuelta: “Puede aquí dejarlo, nada más arrepegue el carrito a la pared”.
Es ésta la verdad: nos falta lucir de esa rutina del hombre el nocturno imperio de las vísceras nerviosas: ya durante meses, quizá años, Fabio solía tener noches arduamente soliviantadas. Una vez mataba a alguien: un hombre colgado de una viga, forcejeando aún en pos del aire, recibía ¡de él! una cuchillada en la espalda, luego otra, y una más. Dos noches más tarde veía su pellejo cayendo en la estridencia del peligro: tres taxistas calvos y robustos amenazándolo en una calle oscura con un picahielos cada uno, burlándose, prometiendo inmediata violación. Otras veces huía y huía por sitios de sombra sin paz ni descanso: fue un sicario a quien perseguían por cuartos y pasillos de una casa abandonada, fue un niño en una fiesta en que irrumpían pistoleros desatando ráfagas de sus metralletas, luego se revolvía de entre la sanguinolenta masa de los cadáveres, se escabullía por un ventanuco para salir a un campo abierto en que un hombre enano le arrancaba los colmillos con una pinza hirviente.
Historias que lo hacían dejar las sábanas con una sensación de asfixia, agotado de los músculos en la cadera, la espalda, el cuello, y lo mandaban al baño, a la cocina, buscando aquietar sus vísceras desasosegadas, reconectar su aliento con el aire seguro de la cordura y la realidad.
Rox sabía ya de esto; despertaba a medias, le daba un beso o sencillamente se olvidaba, hundiéndose en las luces increíbles y benévolas de su soñar. En la mañana él habría requerido más tiempo de dormir; Roxana, sin embargo, ya andaba del bóiler al cepillo de dientes a la regadera a la taza de café.◊
* Es autor de las novelas Adiós, Tomasa (2019), Cualquier cadáver (2014) y Cartas ajenas (2011), el volumen de relatos Habla de lo que sabes (2009), los libros de ensayos Asombro y desaliento (2017), El sueño no es un refugio sino un arma (2009), El biógrafo de su lector (2003) y el tomo de aforismos El espíritu débil (2017).