El hecho de la diversidad y la actividad del plurilingüismo

¿Podemos los hispanoparlantes adoptar el inglés como una “lengua alta”, para hablar de ciencia y tecnología, y aceptar que el español se reduzca a una “lengua baja”, usual sólo en la vida doméstica? ¿Es bueno que el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas considere cada dialecto de una lengua como si fuera una lengua aparte? ¿No debería el español enseñarse como segunda lengua (como se enseña el inglés) a los que ya hablan una lengua indígena? Estos y muchos otros temas son discutidos en esta conferencia, ofrecida por Luis Fernando Lara en El Colegio Nacional con motivo del Día Internacional de la Lengua Materna.

 

LUIS FERNANDO LARA*

 


 

Este día se dedica universalmente a llamar la atención sobre las lenguas maternas. No es una conmemoración, como si uno hubiera olvidado la existencia de las lenguas de los demás y de la propia, y fuera necesario rememorarlas, pero sí una especie de celebración, no tanto de las lenguas como de su diversidad, que no es otra cosa que la manifestación de la rica e irrenunciable diversidad humana.

En nuestro tiempo, en el que el riesgo de destrucción del planeta se hace cada día más patente en los cambios de clima, en el aumento de la cantidad y fuerza de los huracanes, en la desaparición de las selvas y la vida marina a manos de los depredadores humanos, en la extinción de especies vivas, es lógico que se tienda a considerar que la riqueza y diversidad de las lenguas corra los mismos peligros. Sin embargo, no conviene que la diversidad lingüística se subsuma en una visión ecológica que extiende a las lenguas el rasgo de naturalidad correspondiente a los otros seres de la naturaleza. No es que los seres humanos no lo seamos, sino que, al naturalizar las lenguas, eliminamos su carácter eminentemente social y, junto con él, la responsabilidad que tenemos con ellas: con la lengua materna de cada uno de nosotros. Naturalizar las lenguas, naturalizar lo humano, insisto, es abstraerlas de la responsabilidad de sus hablantes y de los lingüistas; es convertir a sus hablantes en seres inermes ante los acontecimientos y las decisiones que toman otros. Incluso los fenómenos naturales que hoy amenazan la Tierra no son ajenos a la actividad humana: el cambio climático, la deforestación, la contaminación de la atmósfera y de los mares son resultado de la codicia y la ignorancia afectada de mineros, industriales, militares y dirigentes políticos de los países.

La facultad del lenguaje es un hecho biológico, pero hablar, tomar la palabra, vivir la propia lengua, va más allá de nuestra naturaleza biológica y revela lo que para cualquiera de nosotros es la propiedad característica de la humanidad: la conciencia de nosotros mismos, nuestros valores y nuestra responsabilidad. El famoso astrónomo angloamericano Carl Sagan sostenía que los seres humanos somos la conciencia del universo. En efecto, si no existiéramos, el universo no sabría que existe; transcurriría por el espacio sin conciencia del tiempo, evolucionaría y cada desaparición de un elemento suyo quedaría en el ámbito de la fatalidad natural.

Para cada uno de nosotros nuestra lengua materna es nuestra cuna, es la casa que habitamos, es la zona en que nos situamos en el mundo, es el horizonte de sentido en que comprendemos y expresamos nuestras circunstancias vitales. He de recordar, como lo he hecho muchas veces, aquel pensamiento del filósofo alemán Martin Heidegger: “la lengua es la casa del ser”.

Como lo dice el título de mi conferencia, quiero distinguir entre el hecho de la diversidad de las lenguas y la actividad, la acción humana de hablarlas. Ante la evidente diversidad, actuamos ante todo como científicos: buscamos reconocer las diversas lenguas, clasificarlas en cuanto a sus características internas, catalogarlas. Debemos a esta clase de reconocimiento de la diversidad las clasificaciones genealógicas, que nos ofrecen familias de lenguas y troncos lingüísticos, así como las clasificaciones tipológicas, que nos ayudan a comprender en qué se parecen, por ejemplo, el náhuatl y el alemán, el zapoteco y el chino, el latín y el ruso.

Esta clase de investigaciones, que se reúnen, por ejemplo, en el Catálogo de las lenguas indígenas nacionales elaborado por el Instituto Nacional de las Lenguas Indígenas (inali) y, en otro ámbito, en el catálogo de las lenguas descendientes del indoeuropeo, en el que encontramos las lenguas neolatinas —entre ellas, el español y todas sus variantes—, pueden trascender el ámbito exclusivamente clasificatorio y ponerse al servicio de intereses y necesidades de los pueblos mismos y de la política de las lenguas, mediante la cual se proponen sistemas de escritura, formas estándares de una lengua, métodos de enseñanza y cultivo de cada lengua materna, etc. Buena parte del trabajo de los lingüistas se ha dedicado al estudio y clasificación de las lenguas; en cambio, en mi opinión, no son suficientes los colegas que se ponen al servicio de las comunidades lingüísticas; es decir, no hay suficientes que se preocupen por practicar una lingüística socialmente responsable.

Entre las cuestiones por resolver en el estudio de la diversidad de las lenguas amerindias, a las que la historia ha delimitado en territorio mexicano, está la relación entre lengua y dialecto o, para decirlo como lo expone el inali, entre agrupación y variante. En el catálogo del inali se inscriben 68 agrupaciones y 364 variantes, entre las cuales aparecen, por ejemplo, náhuatl, zapoteco, maya, tsotsil, lacandón, etc. Sólo a la agrupación llamada “zapoteco” le atribuye 62 variantes, es decir, 20% del total de las variantes que se registran en todo el país; a la agrupación llamada “náhuatl” le atribuye 30 variantes; a la tsotsil, ocho, mientras que a la maya y a la lacandona, ninguna. Me pregunto si tales proporciones son resultado de estudios empíricos de todas las lenguas en el territorio nacional, o si sólo reflejan la cantidad de variantes que se habían podido estudiar hasta el momento en que se formó el Catálogo.

En el Diario Oficial del 14 de enero de 2008, en donde se publicó por primera vez el Catálogo, se asienta, en el § 3.1.4 que:

 

La categoría lengua —o idioma—, intermedia en términos de inclusión entre agrupación lingüística y variante lingüística, se define como un sistema de comunicación socializado mediante el cual dos o más individuos que se identifican como o con miembros de una comunidad lingüística pueden codificar y descodificar, en un plano de mutua inteligibilidad, los mensajes orales o escritos que llegasen a intercambiar. Para la aplicación de esta categoría en el presente Catálogo, las variantes lingüísticas deben ser tratadas como lenguas.

 

y la página de internet del inali repite que:

 

De conformidad con el estado que guardan los estudios sobre la realidad lingüística de nuestro país y con el propósito de evitar la discriminación lingüística, el inali considera que las variantes lingüísticas deben ser tratadas como lenguas, al menos en las áreas educativas, de la impartición y la administración de justicia, de la salud, así como en los asuntos o trámites de carácter público y en el acceso pleno a la gestión, servicios e información pública.

 

He ahí el problema: los sistemas educativos tendrían que elaborar materiales de enseñanza y cultivo para esas 364 variantes o lenguas; en los juzgados tendría que haber, al menos, 364 intérpretes y, más tarde, idealmente, 364 jueces, lo que asusta a cualquier persona a la que le toque encarar ese mandato. Como dije antes, supongo que las variantes corresponden a sendos estudios lingüísticos descriptivos, llevados a cabo en las localidades que lista el Catálogo. Como lingüistas, sabemos que basta una mínima diferencia fonológica entre dos sistemas, como en el caso del español llamado “atlántico” (toda Hispanoamérica, Andalucía, parte de Extremadura y las Islas Canarias) frente a lo que podemos llamar español “castellano” de varias regiones del norte y el centro de España, para sostener que hay dos sistemas (con varios subsistemas) de una sola lengua: el español. El sistema atlántico se caracteriza, en el plano fonológico, por un solo elemento: un fonema /s/; el castellano por dos fonemas /s/ y /θ/. En consecuencia, habría que considerar, si siguiéramos el criterio del inali, el español “atlántico” como lengua diferente del español “castellano”, y probablemente al español mexicano como diferente del cubano, el argentino, el andaluz, etc., que sí son variedades importantes, con distinto grado de distanciamiento, pero no impiden nuestro común entendimiento. En el caso del español, la situación que plantea esa clase de precisión lingüística no es grave, pues la intercomunicación entre todos los hispanohablantes suele fluir con facilidad. El caso de las lenguas amerindias es diferente. ¿Qué encierran sus variantes? Sin duda, fenómenos lingüísticos en su pronunciación, su fonología, su morfología, su sintaxis y su léxico, pero también un carácter identificador —como lo señaló hace años Ernesto Díaz Couder— que hace de la variante una seña de identidad para los hablantes de otras variantes, como pasa con la pronunciación jarocha frente a la regiomontana del español, y también para sus hablantes mismos, que así se reconocen entre ellos. En español, es un reconocimiento negativo: si una persona habla diferente de mí, no forma parte de mi variante, pero no me impide entenderla. En los casos de las lenguas amerindias, ¿tal identificación es positiva y constituye una barrera a la comunicación? Es decir, ¿una identificación positiva da lugar en sí misma a una clausura de la variante y la lleva a negar el entendimiento con otras variantes? Esa pregunta no suele responderse con la debida profundidad en las investigaciones lingüísticas de cada variante, y no es claro el peso de sus criterios para hacer diferir una variante de otra.

El meollo de la cuestión es la inteligibilidad mutua: los hablantes de un conjunto de variantes de la misma agrupación ¿se dan a entender entre sí cuando coinciden, por ejemplo, en un mercado? Yo diría que, si se entienden, a pesar de sus diferencias lingüísticas, están hablando la misma lengua y, en ese caso, es excesivo considerar que a cada variante se le debe dar reconocimiento de lengua aislada de las demás, porque tal reconocimiento puede contribuir a una mayor fragmentación de las lenguas, con todos los efectos sociales y políticos que derivan de ella. Pienso, por ejemplo, que si la Conquista no hubiera basculado principalmente en los pueblos nahuas, aprovechando sus rencillas y las tropas con que contribuían a los designios de los conquistadores, el náhuatl de los Cantares mexicanos o de la Historia de Bernardino de Sahagún, o aquél en que se podían entender los pochtecas desde el norte de Mesoamérica hasta el Guanacaste de Costa Rica, no se habría fragmentado en las 30 o más variantes mexicanas que señala el inali, o habría conservado, al menos, cierta capacidad de inteligibilidad entre variantes. Hace tiempo que a mí me parece que hacen falta buenos métodos de determinación de la inteligibilidad mutua entre hablantes de diferentes variantes próximas entre sí y que, precisamente porque ése es un problema central de la lingüística mexicana, se debiera estar dedicando muchas investigaciones al diseño de esos métodos y a su aplicación.

Hasta aquí he estado hablando de la diversidad y los problemas lingüísticos científicos que conviene discutir, revisar y resolver. Veamos ahora los efectos sociales y políticos que implica esa diversidad. Debe ser evidente que toda lengua es constituyente de su sociedad; es decir, no se puede concebir una sociedad sin lengua; es la lengua la que da su estructura y su cohesión a una sociedad. De ahí la suprema importancia de la lengua materna, que no es otra cosa que la constituyente de la identidad de las sociedades y de cada uno de sus individuos. Cuando dos comunidades viven alejadas en el espacio y sin posibilidad de encontrarse, sus diferencias no causan mucha dificultad: un hñañú difícilmente entrará en comunicación con un aymara, como un hispanohablante difícilmente se encontrará con un esquimal. Pero cuando tienen alguna cercanía y, sobre todo, cuando forman parte (aunque nadie les haya pedido su opinión) de un conglomerado social mayor, como es el caso de un Estado, las diferencias entre variantes pueden ser determinantes. Una comunidad lingüística que se ve aislada o que se aísla ella misma tiende a perder la inteligibilidad con otras comunidades de la misma etnia; su lengua tiende a decaer y a ceder determinantes funciones sociales a otra más útil para la comunicación. Eso les sucedió a las lenguas amerindias en el continente americano: el aislamiento social, la discriminación, la dispersión geográfica, la paulatina destrucción de sus funciones comunicativas en la vida política y religiosa, la sustitución de sus instituciones jurídicas y educativas por las europeas, las llevaron a la situación en que ahora se encuentran; han quedado reducidas a lenguas aldeanas, a pesar de los esfuerzos que se hacen para conservarlas y revitalizarlas.

Un lingüista suele estudiar esas situaciones y explicarlas, pero no puede resolverlas por sí mismo. En este punto la acción más importante es la de las comunidades mismas, es decir, la de los hablantes de las lenguas amerindias mexicanas (o, en mi caso, la de los hablantes de mi lengua materna: el español). Ninguna institución gubernamental y ninguna agencia normativa, como las academias de la lengua, pueden lograr por sí mismas la conservación y la revitalización de nuestras lenguas.

Así que quisiera plantearles varios temas relacionados con esa conservación y revitalización de nuestras lenguas maternas, que provienen de los muchos años que llevo estudiando estos fenómenos.

Comienzo por las funciones discursivas de las lenguas (o de las variantes): uno aprende de sus padres —de su madre, ante todo— la lengua materna. Esta lengua organiza y da sentido a la comunicación en el hogar. Le sirve a uno para pedir comida y atención, para pedir y dar cariño; poco a poco, para entrar en contacto con otros individuos de nuestra comunidad, para jugar con otros niños, para escuchar historias de nuestros mayores, etc. Más tarde, para participar en los trabajos de la comunidad: en la siembra y la cosecha, en el tequio. Pero llega el momento en que hay que ir al mercado, donde suele confluir cierta cantidad de comerciantes que posiblemente hablen una variante o una lengua diferente de la nuestra. Hablar de comercio es una de las funciones discursivas de toda lengua materna (no conozco ningún caso en la Tierra que no la haya desarrollado, ni en el pasado ni en la actualidad). El mercado es una situación clara de necesidad de comunicación, en donde se puede notar, o bien la mutua inteligibilidad entre variantes, o bien el plurilingüismo, como podemos presenciarlo, por ejemplo, en los mercados de Oaxaca.

Pero hay otras situaciones que requieren el desarrollo de funciones discursivas: la consulta médica, en donde uno expone al médico sus síntomas y él responde explicándolos y dándonos un tratamiento; o el reclamo de tierras, en que se acude a una autoridad judicial. Cada una de estas actividades implica la existencia de funciones discursivas propias de cada lengua materna, desarrolladas a lo largo de la historia; es decir, saber cómo explicarse, manejar normas de respeto y cortesía, saber cómo construir el argumento principal, etc. Cuando alguna de estas funciones se ve sustituida por otra lengua, el riesgo de pérdida de la lengua materna se hace presente.

La escuela ocupa un lugar central y determinante de la socialización de los niños y de la apertura a un conocimiento que, ante todo, debe servir para mejorar su vida. La escuela es la principal generadora de funciones discursivas: cómo contar, cómo saber reconocer el mundo natural que nos rodea, cómo elaborar una descripción y un relato, cómo aprender historia y, finalmente, cómo formar parte de la sociedad nacional, cuyos medios de comunicación, su historia y sus leyes se nos imponen como una necesidad insoslayable, puesto que vivimos en México, somos sus ciudadanos y no sólo debemos, sino nos conviene, saber aprovechar sus instituciones para alcanzar una vida más justa y más feliz.

Desde hace muchos años se instituyó la escuela bilingüe-bicultural, pero la realidad es que, salvo en pocas excepciones, como, por ejemplo, las escuelas primarias bilingües de San Isidro y Uringuitiro, del municipio de Los Reyes en Michoacán,1 no se asumen las responsabilidades de ese bilingüismo y biculturalismo. Muchos maestros de escuela me cuentan que sí, que al comenzar la escuela hablan a los niños en su lengua materna, pero después toda la educación es en español e incluso se llega a prohibir que se hable la lengua materna durante los recreos. El efecto de tal incumplimiento de la educación bilingüe bicultural es el desarraigo de la lengua materna y, en consecuencia, el desarraigo social y la pérdida de la propia cultura. El español se impone, pero no puede ser el vehículo de la formación de la identidad indígena de los niños, lo cual debe producir daños en la personalidad cuyas características y dimensiones desconocemos. Muchos colegas y yo sostenemos que la educación, desde el jardín de niños hasta la secundaria, al menos, debe ser completa en la lengua materna de los niños: así se afianza su personalidad y se les permite enfrentarse al mundo que los rodea con la riqueza y la capacidad de comprensión que sólo la lengua materna puede ofrecer. La institución educativa lo ordena, pero depende fundamentalmente de los maestros y los padres de familia que esa educación triunfe. Son los hablantes mismos los responsables de su educación.

El español, en consecuencia, debería enseñarse como segunda lengua, es decir, como lengua extranjera, con los métodos didácticos propios de esa clase de enseñanza. En México es el español la lengua que organiza a nuestra sociedad nacional, en la que se han escrito sus leyes y su historia, pero enseñar español como segunda lengua a los hablantes de lenguas amerindias contribuye a apreciarlo en libertad, en vez de considerarlo meramente como una imposición.

Sé muy bien que los mismos padres de familia piden que se privilegie el español sobre la lengua materna; lo mismo sucede, por ejemplo, en Estados Unidos: los padres mexicanos piden que no se enseñe español a sus hijos, sino solamente inglés. En ambos casos es la urgencia de la asimilación a la sociedad mayoritaria lo que explica esa exigencia. Así continuará sucediendo mientras no logremos ofrecer un bilingüismo sano, en el que la lengua materna se valore como elemento de consolidación de la cultura propia.

Las funciones discursivas características de la educación tienden a introducir conocimientos que no forman parte, en principio, de los conocimientos que se elaboran en el seno familiar. Ahí se aprende a contar, pero el aprendizaje de la multiplicación depende de la escuela; en la familia se aprende a reconocer las plantas útiles para la vida, pero en la escuela se enseña el conocimiento biológico con el que esas plantas, y muchas más, se vuelven comprensibles y, sobre todo, con el que es posible innovar en la producción de alimentos, su conservación, la razón de lograr híbridos más alimenticios, etc. Hoy día casi ningún pueblo en México está al margen del teléfono, el radio y la televisión. Toca a la escuela ofrecer la comprensión de esos sistemas electrónicos, para saber aprovechar todas sus ventajas, en vez de limitarse a utilizarlos como si fueran producto de la magia. El civismo, una materia que urge renovar en todo México, nos acerca al ámbito de las responsabilidades públicas y las leyes; ese civismo se tiene que introducir mediante una función discursiva propia de cada lengua. Hace tiempo que me pregunto si las anunciadas traducciones a las lenguas amerindias de la Constitución mexicana se entienden en plenitud: si su escritura fue posible por la existencia de una función discursiva jurídica propia de cada lengua o si se ha trasladado simplemente la función discursiva del español sin considerar su posible comprensión.

Como sabemos, todas las lenguas del mundo son orales, con la excepción de las lenguas de señas de los sordos congénitos, de las que más tarde hablaré. Las estaciones de radio indígenas, creadas desde hace varias décadas, son un elemento muy importante de la comunicación entre variantes; lo mismo la televisión y, hoy, el teléfono celular. Pero, salvo en los pocos casos en que se graba un mensaje, en todos los demás, como se acostumbra decir, “el viento se lleva las palabras”. Las lenguas transcurren en el tiempo; nuestros pensamientos se transmiten en segundos; dejan huella, pero temporal y reducida en la memoria de quien los escucha. La escritura se inventó para fijar los mensajes orales, lo cual fue una contribución determinante a la memoria de las sociedades, que es la que ha dado vida a las civilizaciones. A la vez, desde que la escritura —sobre todo la alfabética, o la silábica— quedó plasmada en códices, en libros, ayudó a los seres humanos a objetivar sus lenguas, tal como nos ayuda a reconocernos un espejo, o una fotografía. Escribir con tiempo para calcular la mejor manera de expresarnos da lugar a un proceso inmediato de reflexión, que va mejorando los usos de las lenguas y conduce a tradiciones discursivas tan valiosas como la literatura o la ciencia.

La relación entre los sonidos de una lengua —sus fonemas— y la escritura es arbitraria; nada hay en las propiedades sonoras de un fonema que determine la letra que lo representa. Pero esa arbitrariedad no puede imponerse de la nada. Por ejemplo, nadie lograría que, para escribir en español, pasáramos a utilizar el alfabeto cirílico de varias lenguas eslavas, como el ruso. Los sistemas de escritura tienen una tradicionalidad inherente que reduce el papel de su arbitrariedad de origen. Como muchos de ustedes saben, hay un sistema de escritura inventado a mediados del siglo xix en Inglaterra que sirve a los lingüistas para tratar de representar cualquier fonema de cualquier lengua. Puesto que la variedad de los fonemas de las lenguas es amplísima, el Alfabeto Fonético Internacional dispone de una gran cantidad de señales complementarias, como comillas simples o signos de cierre de la interrogación para indicar la oclusión glotal, puntos para señalar la longitud de una vocal, tildes para las nasalizaciones, etc. Juzgo un error de los lingüistas el haber propuesto para muchas de las lenguas amerindias escrituras fonológicas, muchas veces plagadas de esas señales extrañas, que llamamos diacríticos, pues un sistema de escritura debe buscar la sencillez y la facilidad que represente para una caligrafía ligada y elegante. En los casos de muchas de nuestras lenguas amerindias, hay que tomar en cuenta otro factor importante para sus sistemas de escritura: las fuentes tipográficas accesibles y su parecido con la escritura del español, pues es innegable que, para nuestros pueblos indígenas, el español se ha venido convirtiendo en un modelo de lengua. He conocido al menos un caso en que un pueblo rechazó el sistema de escritura que le proponía un lingüista “por feo”. Esa clase de rechazo ha dado lugar a las que se conocen como “ortografías prácticas”, que hacen un compromiso entre la escritura fonológica y la tradicionalidad de la escritura del español. A veces tales “ortografías prácticas” rompen con la tradicionalidad de una escritura, como es el caso de las “ortografías prácticas” del náhuatl contemporáneo, que optan por desconocer la escritura fijada por los misioneros del siglo xvi. Si la escritura ayuda a conservar la memoria, una escritura de esa clase impide a los nahuatlatos de hoy leer la rica literatura nahua antigua, lo que disuelve la historicidad de la cultura nahua.

La escritura puede desempeñar un papel importante en la comunicación entre variantes de la misma agrupación. Tomemos por ejemplo el papel de la escritura del alto alemán, una forma abstraída, entre otros, por Martín Lutero, sobre la base de uno de los dialectos alemanes del centro norte de ese país europeo. El llamado “alto alemán” se aprende en las escuelas alemanas y en sus medios de comunicación; en las regiones alemanas viven plenamente las variantes históricas germánicas: bávaro, suevo, renano, sajón, plattdeutsch, etc. Lo mismo se puede decir del italiano moderno, una forma abstraída del dialecto toscano, pero que permite la comunicación entre todas las variantes neolatinas italianas. O pensemos en la escritura del español: escribimos las letras hache, elle, zeta, be chica, o uve, para entendernos entre todos al escribir y leer, pero no las pronunciamos, y la elle, la zeta y la ve chica nunca han tenido correspondencia fonológica en nuestro español. Un sistema de escritura de una lengua amerindia puede ser de esa clase: una escritura común que se lea con las pronunciaciones diferentes de las variantes y permita la construcción de una lengua común.

La construcción de una lengua común a varios dialectos o variantes amplía su radio de acción y permite recuperar la cultura de toda la etnia; un sistema de escritura ni niega ni destruye la identidad de cada variante. Además, facilita la elaboración de la gran cantidad de obras dedicadas a cada lengua: gramáticas, diccionarios, libros de texto en general, prensa.

Mediante la escritura llegamos a la lengua estándar: esta construcción, que se logra por la voluntad de entenderse y la inteligencia para ir recuperando, ampliando y también introduciendo nuevas funciones discursivas, se caracteriza por una gran ampliación del vocabulario, sobre todo en los campos del pensamiento, la sensibilidad y el conocimiento; por el desarrollo de más posibilidades de la sintaxis y, poco a poco, como modelo de corrección para toda la lengua. El mejor ejemplo que podemos encontrar de un proceso moderno de construcción de una lengua estándar es el del hebreo moderno, una de las dos lenguas nacionales del Estado de Israel (la otra es el árabe). Un erudito judío nacido en Lituania, Eliezer Ben Yehuda, se dedicó desde finales del siglo xix a recuperar los elementos morfológicos y sintácticos del hebreo bíblico para, mediante un cuidadoso proceso de neología —es decir, de formación de nuevas palabras, de creación de nuevos significados para palabras antiguas, de recuperación de formas sintácticas—, dotar al hebreo de la capacidad que le permitiría introducir en él funciones discursivas de las lenguas contemporáneas, para que se volviera la lengua común de todos los judíos que emigraban al Estado de Israel, cuyas lenguas maternas eran idish, sefardí, alemán, ruso, polaco, etc. A mí me parece que es posible comenzar a plantear procesos neológicos para nuestras lenguas amerindias, que les den una funcionalidad que ahora sólo les ofrece el cambio al español. Un ejemplo me parecen los pequeños libros publicados por el Centro de Nanotecnología y Nanociencias de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam) en Ensenada, Baja California, para introducir el conocimiento de la nanociencia en zapoteco de la Sierra Norte, náhuatl de Tlaxcala, mixe alto, mixteco de la Mixteca Baja, hñahñu del Valle de Mezquital y maya de Yucatán. Bastaría, para comenzar, con encontrar el vocabulario necesario para la educación elemental y media superior en cada una de las lenguas amerindias y desarrollar la sintaxis para el discurso científico y cultural que requiere su enseñanza y conocimiento.

Refuncionalizar las lenguas amerindias para actualizarlas como lenguas de la educación, del conocimiento y de la civilización contemporánea es posible, siempre y cuando sus hablantes lo juzguen útil y actúen para lograrlo. La pérdida de las lenguas amerindias mexicanas como efecto de la desaparición de sus hablantes, o de su abandono en pro del español, continuará dándose si uno no actúa; el proceso no es fatal, a menos de que sus hablantes se entreguen a la desidia y el derrotismo. Eso no quiere decir que las instituciones de gobierno, a su vez, se crucen de brazos esperando que los hablantes actúen: el inali, como la Secretaría de Educación Pública (sep) en su conjunto y las universidades, podemos contribuir con conocimientos y medidas políticas para lograr la revitalización de las lenguas.

Un fenómeno social que no se ha tomado con suficiente consideración es el plurilingüismo de los pueblos amerindios mexicanos. Si los censos nacionales afirman que más de la mitad de sus hablantes también hablan español, es decir, son bilingües y, en muchos casos, yo diría que bilingües perfectos  —algo que me parece admirable, sobre todo si lo comparamos con la persistencia del acento extranjero en inmigrantes franceses o estadounidenses —, lo que no se estudia ni se aprecia lo suficiente es el plurilingüismo en regiones como la Sierra Madre del Sur, en Guerrero, en donde muchos de sus habitantes hablan náhuatl, tlapaneco y mixteco, o en Chiapas, en donde hablan chol, tseltal y tsotsil, por dar dos ejemplos. Ese plurilingüismo demuestra tanto la vitalidad de sus hablantes como, precisamente, la posibilidad de construir lenguas estándar que superen la fragmentación, pues quien puede hablar varias lenguas también puede reconocer y respetar diferentes variantes de su propia lengua. El plurilingüismo en lenguas amerindias debiera ser un ejemplo para muchos mexicanos hispanohablantes monolingües. Manejar varias lenguas amplía nuestro horizonte y nos permite adaptarnos mejor al mundo contemporáneo.

Hablando de bilingüismo, el caso de la Lengua de Señas Mexicana, que practica una comunidad de sordos congénitos cuyo tamaño desconocemos en el país, es el de una lengua sui generis, materna para aquellos que han nacido en familias que ya la practican y aprendida para aquellos sordos que, aislados de esas comunidades, descubren que pueden aprenderla para superar el espantoso aislamiento que produce la sordera congénita. La sordera congénita no es una enfermedad; es un fenómeno de origen genético que no invalida a quienes nacen así, pero que requiere ser detectado muy temprano en la vida de una persona para que la facultad del lenguaje, que tenemos todos los seres humanos, empiece a manifestarse en un medio lingüístico que no es oral-auditivo, sino de señas. La Lengua de Señas Mexicana necesita, además del reconocimiento que ha ido recibiendo por parte de nuestras leyes, escuelas propias, en las que se cultive la lengua y se introduzca la lectura y escritura del español, lo que viene a ser un caso de bilingüismo diferente del que estamos acostumbrados a experimentar: lengua de señas y español exclusivamente escrito; es obvio que un sordo congénito también puede aprender muchas otras lenguas escritas, así como otras lenguas de señas. Hace dos años me enteré de que hay una lengua de señas entre mayas de Yucatán, que ya se está investigando; vale la pena que los lingüistas se interesen por estos casos y que las autoridades educativas las atiendan.

Parece obvio que el Día Internacional de la Lengua Materna se dedique especialmente a los miles de lenguas que se hablan en la Tierra, subyugadas u opacadas por las grandes lenguas internacionales, como es el caso del español, segunda lengua materna más hablada en la Tierra, después del chino. También es obvio que las dificultades que enfrentan nuestras lenguas amerindias no pueden compararse con ciertas dificultades del español, y que incluso parecería impúdico hacerlo. Pero es mi lengua materna y es la lengua materna de 93% de los ciudadanos mexicanos. El español, como cualquier otra lengua, requiere también el cuidado y el cultivo de sus hablantes. Como es una lengua a la vez policéntrica y multipolar, es necesario hacerse cargo de esta situación como hablantes y como lingüistas. Es policéntrica porque se ha convertido en lengua nacional de 22 países, en cada uno de los cuales ha adquirido características propias, tanto en su cuerpo como en su historia cultural y política.2 Basta leer con cuidado el Diccionario del español de México, y compararlo con cualquier otro diccionario español, para darse cuenta de ello. Es multipolar porque la variedad de algunas de estas naciones se transmite e irradia más que las de otras mediante la imprenta, las editoriales, el cine, los programas de televisión y el peso político que tienen: por ejemplo, el español de las editoriales barcelonesas y madrileñas deja su impronta sobre las demás; la Academia Española tiene un gran poder normativo a pesar de su inveterado soslayo al español de Hispanoamérica; las editoriales mexicanas, argentinas y colombianas irradian su español a los otros países; no se diga el peso que tuvieron en el pasado el cine y la televisión mexicanos en todo el mundo hispánico. El policentrismo puede actuar como una fuerza centrífuga, que lleve a distanciar unas variedades de otras, sobre todo en la traducción de obras literarias y cinematográficas. La multipolaridad puede tanto impulsar esa fuerza de fragmentación —como lo vemos en traducciones españolas y argentinas — como contribuir a la conservación y ampliación de la tradición culta hispánica (que no es lo mismo que el llamado “español general” preconizado por la Academia Española), formada a lo largo de los siglos por la acumulación de manifestaciones verbales apreciadas por la gran comunidad hispanohablante, mediante la cual conservamos la inteligibilidad. Ambas características son dinámicas y requieren la atención de todos los hispanohablantes, así como, por supuesto, de los lingüistas y de las industrias de la lengua, especialmente las editoriales y las estaciones de televisión.

El español contemporáneo enfrenta un riesgo cada vez más patente: ha venido cediendo al inglés su función discursiva para hablar de ciencia y tecnología y le está cediendo su papel en la publicidad y el comercio. Son motivos externos a la comunidad hispanohablante  —como lo han sido para las comunidades amerindias— los que han ido forzando a nuestros científicos a expresarse en inglés (incluso en reuniones mexicanas o hispánicas) y a escribir sus artículos y libros en inglés: el predominio científico, tecnológico, comercial y diplomático, especialmente de Estados Unidos de América después de la Segunda Guerra Mundial, se ha venido manifestando en la imposición de la lengua inglesa en toda comunicación científica y técnica, así como en el comercio y la diplomacia. Es verdad que la diversidad lingüística de la Tierra obstaculiza la comunicación de unos conocimientos que son universales y necesarios para todos los seres humanos: lo que observa un astrónomo o lo que investiga un genetista no es particular a una región de la Tierra y el inglés cuenta como medio de comunicación universal. Sin embargo, no sólo cada lengua materna permite significar la experiencia de la vida de manera diferente, lo que enriquece la comunicación, sino que la conservación de la cultura en cada lengua materna es absolutamente necesaria para la supervivencia de los pueblos que la hablan. Si científicos, tecnólogos, comerciantes, publicistas e incluso aquellos mexicanos obnubilados por la civilización material estadounidense abandonan las funciones discursivas correspondientes en español, llegaremos a una situación semejante a la que viven nuestras lenguas amerindias, de diglosia con bilingüismo, es decir, inglés como “lengua alta” para hablar de esos temas y español como “lengua baja” para la vida doméstica. Una situación de diglosia da lugar al control del uso de la lengua alta, a un elitismo y a una discriminación de quienes no tienen acceso a ella. Nada hay más contrario a la justicia y a la equidad que nos esforzamos por alcanzar en México. Recuperar las funciones discursivas del español (como reconstruirlas en nuestras lenguas amerindias) para esos dominios de la civilización contemporánea es hoy en día una necesidad urgente en el mundo de lengua española.

La conservación de la diversidad lingüística en la Tierra es una condición importante para la conservación de la propia Tierra. Toda lengua es cultura y la diversidad cultural mantiene siempre abierta la posibilidad de comprender el mundo de otras maneras. El monolingüismo reduce esas posibilidades, y más cuando se impone a los demás. Por el contrario, un plurilingüismo sustentado en la libertad de elección y sin coacción garantiza la comunicación y la paz entre países, entre culturas y entre etnias. México tiene esa riqueza de origen; por eso es necesario conservarla y aprovecharla cultivando nuestras lenguas maternas. Nuestras lenguas amerindias, la Lengua de Señas Mexicana, así como el español, requieren cultivo; requieren una permanente cultura de la lengua manifiesta, ante todo, en su práctica, en el pleno funcionamiento de las lenguas para todas las necesidades discursivas que se producen en el mundo contemporáneo, desde la literatura, las ciencias, las tecnologías y el derecho hasta la publicidad, los nombres geográficos o las instrucciones de uso de medicamentos, productos químicos y aparatos electromecánicos. A esos cultivos debiéramos abocarnos todos los hablantes, los lingüistas y las agencias gubernamentales, junto con las empresas editoriales y de radio y televisión. Que este día no sea solamente una ocasión anual para pensar en ellas; el año tiene 364 días más para actuar con ellas y por ellas.◊

 


1 Proyecto “T’arhexperakua-Creciendo juntos”, aplicado en las escuelas “Miguel Hidalgo”, de San Isidro (director: Gerardo Alonso Méndez), y “Lic. Benito Juárez”, de Uringuitiro (director: Abelardo Diego Nazario), coordinado por el Dr. Rainer Enrique Hamel, del Programa “Comunidad Indígena y Educación Intercultural Bilingüe”, patrocinado por la Universidad Pedagógica Nacional y el Departamento de Antropología de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Iztapalapa.

2 No estoy abogando por una declaración del español como lengua oficial de México porque, dadas las circunstancias prevalecientes todavía, de discriminación hacia los pueblos amerindios, se podría convertir en la coartada para un renovado ataque a sus lenguas.

 


* LUIS FERNANDO LARA

Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México, donde dirige el Diccionario del español de México. Es, además, miembro de El Colegio Nacional y Premio Nacional de Lingüística (2013).